Un futuro con responsabilidad plena

Uno de los grandes errores del soberanismo es querer vincular el logro de la independencia a un proyecto político determinado. Y no me refiero ahora a intereses de partido, que también dividen la fuerza que hay en momentos decisivos. Hablo del hecho de querer ligar el proceso de emancipación nacional a un modelo concreto de sociedad, mezclando la ambición de tener un país con capacidad de decisión con el deseo de imponer un modelo determinado, como tener ejército o no, querer un sistema educativo u otro, estar en la Unión Europea o no… Para entendernos: si alguna vez somos un Estado independiente, radicalmente democrático, serán los electores de cada momento quienes marcarán el rumbo del país, y no quien tenga el apoyo mayoritario en el momento de conseguirlo.

Es comprensible que, una vez alcanzada la independencia, se tenga la esperanza de hacer posible también un tipo de sociedad coherente con los propios ideales. Pero es poner el carro delante de los bueyes condicionar el apoyo a la independencia a que sirva para hacer ganar un ideario concreto. Y como esto ya se ve que es de sentido común, hay que sospechar que quien pone el carro delante de los bueyes lo que pretende es hacerlo encallar. Y no sólo eso, sino que quien quiere determinar por adelantado un modelo concreto de sociedad es sospechoso de una baja conciencia democrática y de una aún más escasa confianza en el futuro del país y su gente.

No respetar este razonamiento lleva a errores a la hora de definir estrategias eficaces y defenderlas con coherencia. Por ejemplo, una idea muy actual -casi una consigna, de tanto como se repite- es que el apoyo a la independencia crecerá si el gobierno de ahora “lo hace bien”. Dejemos de lado si es que puede haber un consenso general sobre qué es gobernar bien teniendo en cuenta que la oposición parlamentaria, que representa al que debería convencer, no aprobará nunca una obra de gobierno que no sea la suya. Ahora bien, el argumento sobre todo hace aguas por otras dos razones. La primera, porque quien quiere la independencia sabe que con las herramientas actuales nunca se podrá gobernar bien. La experiencia de años es la de un torpedeo constante por parte del Estado de todas las leyes de una cierta relevancia aprobadas por el Parlamento, justamente aprobadas para gobernar bien. La segunda razón es que si un gobierno independentista -y republicano- puede gobernar bien a pesar de las constricciones autonómicas, ya me dirán qué sentido tiene enzarzarse en un proceso de secesión de unos costes más que notables.

¿Estoy diciendo, pues, que la independencia es un combate durísimo “sólo” al servicio de un futuro tan abierto que nos puede acabar poniendo ante el riesgo de que no sea como la habíamos imaginado? En buena parte, sí. Es cierto que en un proceso constituyente, cuando se llegue, ya se establecerán las bases que sean de consenso en ese momento. Si bien, al contrario de la Constitución que ahora conocemos, espero que haya mecanismos sencillos de reforma para facilitar su adecuación a los desafíos de futuro. Sin embargo, la verdadera razón de ser de la aspiración a la independencia es conseguir la plena dignidad nacional para garantizar a las próximas generaciones el derecho y el deber de gobernar en libertad. Hacer creer que la independencia nos traerá nuestra jauja particular, o decir que ofrecerá duros a cuatro pesetas, no sólo no invita a crecer sino que fomenta la desconfianza en la promesa.

Si con la independencia se quiere conseguir una sociedad más justa e igualitaria, más culta y próspera, más solidaria y responsable con el entorno natural, que nadie se engañe: esto seguirá formando parte de futuras luchas, como ocurre en todos los demás estados que ya son independientes. Unas luchas, pues, de las que la independencia no nos librará pero de las que, una vez emancipados, podremos ser plenamente responsables.

ARA