El suicidio de una nación

Cuando comencé a interesarme por la historia contemporánea, pronto me sugestionó una pregunta: cómo Alemania, con su altísimo nivel científico, artístico y cultural, pudo caer a comienzos de los años treinta en manos de un grupo de desarrapados, que la llevaron a un desastre apocalíptico en solo doce años. ¿Cómo es posible que no surgiese en el seno de tan gran país una oposición que pusiese fin a una deriva que lo conducía a su hundimiento? Y pronto observé con asombro que casi nadie rechistó cuando, hace ahora 80 años –el 21 de junio de 1941–, todos los alemanes cultos supieron –¡cuatro años antes del fin de la guerra!– que Alemania la perdería, porque la madrugada de aquel día había invadido Rusia, abriendo un nuevo frente. ¿Cómo es posible que los alemanes no viesen lo evidente: que sus dirigentes los estaban inmolando? ¿Cómo res­paldaron hasta el fin a sus enloquecidos líderes? O, visto de otro modo, ¿cómo es posible que un muerto de hambre se convirtiese en multimillonario, un simple soplón de la policía militar pasase a ser el jefe supremo del Reich alemán, un residente de un asilo de mendigos vienés deviniese el déspota de ochenta millones de personas, un desclasado despreciado por todos llegase a ser el ídolo de una gran nación?

Sebastian Haffner responde a estas preguntas (Alemania: Jekyll y Hyde ) distinguiendo entre los nazis y la “población leal” que los apoyaba. Respecto a los nazis dice que eran un 20% de los alemanes. Ahora bien, su importancia numérica era menor que su importancia política. Eran personas a las que les iba bien con este régimen y lo defendían con uñas y dientes. Estaban bien organizados. Eran los guardianes del templo. El criterio más eficaz para detectarlos era su actitud frente al otro, que para ellos era “el judío”, responsable único de todas sus desgracias, y merecedor, por ello, de todo mal. Además, por lo que hace a los dirigentes, sus características más relevantes eran la corrupción, la capacidad de acción y un cinismo ilimitado. Es, por tanto, erróneo considerar la cúspide nazi como la continuación del ideal prusiano. Los jerarcas nazis eran desecho de tienta; nada que ver con los junker. La conclusión de todo ello es que el nazismo (último estadio del nacionalismo alemán) no es –según Haffner– una ideología, sino una fórmula mágica que atrae a cierta clase de gente. Ser un nazi significa ser de una tipología determinada, de una manera de ser que le hace, por naturaleza, incapaz de convivir en paz. Solo le importa lo suyo: su país, su tradición, su cultura, su tierra, sus negocios, su dinero… En suma, solo le importa él mismo.

Pasando al “pueblo leal”, sabemos que los que sirvieron lealmente a los nazis sin serlo eran un 40% de la población: personas que viven en un mundo irreal, que ignoran la realidad de los hechos y que, bajo la influencia de una incesante propaganda, se aferran a ilusiones y embustes. Se los encuentra en todas partes, en cualquier estrato social, comarca y ámbito cultural. Pero los baluartes de la lealtad nazi son la pequeña burguesía y las clases medias acomodadas de provincias, mientras que las clases medias acomodadas de las grandes ciudades casi siempre son desleales. Los alemanes leales, aunque sufran, siguen estando a favor del régimen nazi. No son personas amables y sensatas abiertas al diálogo. Su forma de pensar no es simple y clara, sino confusa: una mezcla de idealismo y picardía, de desconfianza e ingenuidad, de codicia y capacidad de sacrificio, de crueldad y sentimentalismo, de honradez e infamia, de inteligencia y necedad, de tozudez e incoherencia, de sensibilidad y falta de tacto, de inocencia y maldad, de docilidad y limitación. El nacionalsocialismo fue, por tanto, una forma de nihilismo radical que niega por igual todos los valores: los capitalistas, los burgueses y los proletarios.

La conclusión de Sebastian Haffner –escrita en 1940– fue clara: con un embustero que pretende engañar no se puede negociar, hay que recurrir a la vía legal. Con un régimen como el de la Alemania nazi no se puede transigir con concesiones y soluciones de compromiso.

La Vanguardia