Que no te extrañe el encuentro con el rey: este es un gobierno de conservadores

Quintin McGarel Hogg fue lord canciller, un cargo que en el Reino Unido protocolariamente está por encima del primer ministro, era el barón de Hailsham de St. Marylebone, miembro de la Orden de la Jarretera, la más importante y selecta de la nobleza británica, fue también miembro del Consejo Privado, el influyente y elitista consejo asesor de la monarquía, y ocupó todo tipo de cargos, entre los cuales la presidencia de la Cámara de los Lores y el cargo de primer lord del almirantazgo, que tiene a sus órdenes la imponente, y más aún en su tiempo, marina de guerra británica. Lord McGarel, considerado una de las personalidades políticas más influyentes del Reino Unido en el siglo XX, era conservador, como resulta fácil de imaginar, había sido educado en Eton, donde adquirió una pasión insaciable por los clásicos griegos, y fruto de ello fue muy conocido por su enorme capacidad retórica.

Una vez, discutiendo en público cuáles debían ser las políticas de su partido, McGarel dio una definición que ha quedado para la historia. El lord canciller replicó a un contrincante que intentaba hacer un catálogo de medidas concretas: “Se equivoca de lleno, ser conservador es ante todo una actitud ante la vida y el detalle concreto de las decisiones, le guste o no, importa muy poco”.

En política, las palabras tienen significado sólo en la medida en que reflejan realidades; de lo contrario, son propaganda, dirigida únicamente a consolidar la realidad imaginada por el poder. Esto ocurre en todas partes, pero aún más en un país tan gallináceo en términos intelectuales como es el nuestro. Entre nosotros, seguramente por la repulsión que provoca todavía el franquismo, todo el mundo se esfuerza por declararse progresista, lo sea o no, actúe como tal o no. Como un escudo, en realidad, como una capa que esconde las vergüenzas. En Francia hace años que grandes, enormes, intelectuales se afanan por desenmascarar a los políticos que se afirman de izquierdas pero que en realidad son unos conservadores como una casa. Pierre Bourdieau, por ejemplo, enfrentándose como un león a Lionel Jospin. El siempre valiente Dionys Mascolo afirmando que ser de izquierdas es “negarse” -donde ser de derechas es “aceptar”- a participar en la sociedad en la que vives y las consecuencias de vivir en ella.

La derecha se adapta siempre, mientras que la izquierda, como dijo Malcolm X, debería practicar el “deber de la descortesía”. Cuando el gran dirigente afroamericano se propuso cambiar la relación entre su pueblo y los blancos, entendió que era imprescindible hacerlo a partir del cambio de las actitudes, y no sólo de discursos. Y por eso propuso oponerse a la tradicional sumisión tímida, al respeto a los blancos por el simple hecho de ser blancos, lo que él llamaba “el deber de la descortesía”, de la irrespetuosidad, la insubordinación a las normas y los mitos y, sobre todo, a las exigencias; en definitiva, el rechazo de las reglas de juego y el rechazo de aquel “sentido de la responsabilidad” que, como hace ahora mismo el govern, se invoca siempre para desarmarnos.

Ayer, Julià de Jòdar publicaba en este diario un artículo imprescindible (1), monumental, analizando cómo los partidarios de la reforma 2.0 intentan e intentarán a partir de ahora apartarnos de la vida pública: “En formación de combate”.

Entre muchas cosas, De Jòdar explica esto, que es muy importante: “La segunda línea de combate tiene que ver con el hecho de introducir la confusión en las filas del enemigo para que parezca que el bien común o interés general está contenido en los intereses del poder y de los particulares: en este caso, estableciendo una sutil línea roja que ligaría a los enemigos de la democracia -naturalmente, sellada por la constitución española- de ambos lados: si allí tienen Vox, aquí tendríamos el independentismo irredento (ver La Vanguardia y sus columnistas habituales). De este modo, el independentismo, que ha significado, y significa, la alternativa más democrática, moderna e inclusiva a la situación de explotación y opresión que sufre Cataluña por parte de España, quedaría reducido a una secta intransigente que, pretendiendo defender su patria, en realidad “la hundiría en la miseria”.

Y es en el marco de todas estas reflexiones donde se debe colocar el espectáculo lamentable de ayer, el encuentro del govern de Cataluña con el Borbón. Porque es únicamente partiendo de estas reflexiones como lo pueden entender.

Las etiquetas serán las que se quiera y la propaganda tratará de resaltar las palabras vacías para construir un muro contra la crítica ciudadana, pero quedando claro que este es un govern profundamente conservador, todo él. Se llamará de izquierdas y todo lo que quiera, pero, como diría lord McGarel, la actitud los delata. Los delata tanto, que incluso les da vergüenza, como quedó demostrado en el esperpéntico juego de sillas organizado sobre quién tenía que ir a reconocer como autoridad suprema en Cataluña el rey de España -que de eso trataba la cosa-. O, peor aún, en el aviso de Presidencia que del encuentro entre el Borbón y el president Aragonésno no habría fotografía -un gran clásico de este conservadurismo, como si la ausencia de imagen hiciera la reverencia menos evidente. Del “deber de la descortesía” descolonizador pasamos pues, de repente y en compañía de todos los gestos que hemos visto estos días, al intento de expulsar a los extremos, fuera del consenso, todos aquellos que no nos conformamos con cambiar el significado de las cosas ni todo lo que hemos hecho estos años. Incluyendo, y sobre todo, el Primero de Octubre. ERC en bloque y Junts mayoritariamente, según se entiende de sus propias declaraciones, parece que han elegido. La CUP ayer se enfadó, o eso dijeron, pero de momento da un apoyo clave y fundamental al govern más conservador que hemos visto en Cataluña desde 2016.

¿Y nosotros? Bueno, contra lo que describe Julià de Jòdar hay una solución y no es nada complicada. El camino es reforzar, reforzar mucho, reforzar muchísimo y de manera urgente, cualquier organización, asociación, proyecto, medio, debate, formación o lo que sea que los “independentistas conservadores” quieran expulsar de la nueva centralidad que aspiran a crear con su reforma de la reforma del posfranquismo. Disputarles la centralidad, en definitiva. En la calle, sobre todo y primero, y cuando sea posible en las urnas. Que es, ni más ni menos, lo que ya supimos hacer como país, con un éxito enorme, entre el 2009, desde la consulta popular de Arenys, y la formación de Junts per el Sí.

VILAWEB

 

 

 

(1) En formación de combate

Julià de Jòdar

 

06/15/2021

 

Ya tenemos desplegadas en formación de combate las fuerzas del orden postproceso. Concederles que representan una segunda transición no se corresponde con la realidad: sería mejor llamarlo ‘retracción’ a los tiempos del estatuto de 2006, pero con perifollos nuevos. Estas fuerzas no conforman ningún bloque renovador del Estado, sino una alianza de intereses de partido meramente tácticos, contradictorios y, en última instancia, basados en una mayoría precaria en el congreso de los diputados para sostener un ejecutivo atenazado por la judicatura franquista, los altavoces que hacen difusión de la misma y las fuerzas políticas que la segregan y la hacen cristalizar (v. exaltación del franquismo y libertad de expresión; v. manifestación de Colón).

La primera línea de combate de este nuevo orden se basa en la propaganda para invertir el curso de la guerra: se trata de que el enemigo independentista reconozca y metabolice la derrota a fin de que la alianza postproceso pase definitivamente a la ofensiva y restablezca el orden autonómico con el consenso del nuevo govern de la Generalitat. Las maniobras nocturnas parecen haber hecho su tarea: las promesas de magnanimidad, en forma de indultos, ya han producido manifestaciones individuales de aceptación, resignación e, incluso, de negación de la verdad (v. Junqueras, Sánchez). En este sentido, la maquinaria de propaganda del poder de la Generalitat abona a todo trance el retorno al orden dictado por las conveniencias de allí y de aquí: basta con seguir la política de gestos, o los gestos políticos, simbólicos, materiales: el abrazo generosa de Jordi Cuixart con Miquel Iceta en el patio ‘dels Tarongers’, perfectamente inteligible a título personal, pero con carga de kriptonita colectiva; el acto de homenaje a la patronal unionista con presencia del MHP Aragonés; los movimientos corporativistas de la patronal para obligar a la Generalitat a aceptar la política centralista de ampliación del aeropuerto (Puigneró ya dice que “se hará todo lo necesario para que llegue la inversión”); o la puesta en duda de que un 52% del voto emitido legitime la independencia (v. Rufián).

Visiones, ciertamente, inhibidoras de la fuerza histórica del 1-O

La segunda línea de combate es más retorcida, y tiene que ver, como de costumbre, con el hecho de introducir la confusión en las filas del enemigo para que parezca que el bien común o interés general está contenido en los intereses del poder y de los particulares: en este caso, estableciendo una sutil línea roja que ligaría a los enemigos de la democracia -naturalmente, sellada por la constitución española- de ambos lados: si allí tienen Vox, aquí tendríamos el independentismo irredento (v. la Vanguardia y los sus columnistas habituales). De este modo, el independentismo, que ha significado, y significa, la alternativa más democrática, moderna e inclusiva a la situación de explotación y opresión que sufre Cataluña por parte de España, quedaría reducido a una secta intransigente que, pretendiendo defender su patria, en realidad la hundiría en la miseria. La única realidad política sería, pues, la dibujada por el consenso Estado-Generalitat; por lo demás, no cabría espacio alguno de intervención: si quieres, la tomas; y si no, al ostracismo o al castillo de sombras del parlamento. Es una posición que el actual poder de la Generalitat debería tener muy presente, porque, de alguna manera, el Estado también lo dice: si quieres consenso, lo tomas; y si no, la guerra tendrá una resolución bien conocida: la represión sin miramientos ante cualquier tentación de reincidir. En este sentido, la judicatura franquista hace tenaza con el Ejecutivo (v. Avisos del Supremo y amenazas de la ministra del PSOE sobre el regreso de los exiliados) para obligar al gobierno de la Generalitat al consenso, advirtiendo de que no vale distraerse.

La tercera línea de combate es la diplomática, donde, hasta ahora, la alianza potsproceso va perdiendo. Para enderezar el rumbo de la guerra en este campo, el ejecutivo español necesita como el pan que se come imponer los indultos tanto a la llamada opinión pública española como a la judicatura franquista. De este modo, razonan, los tribunales europeos podrían ver un gesto de buena voluntad, con el que el exilio quedaría moralmente desarmado y, en consecuencia, el interior de Cataluña perdería el fin de la lucha diplomática en Europa. Hay quienes verán una manera de profundizar las contradicciones entre el ejecutivo y la judicatura española, pero, si no son exacerbadas en beneficio propio, las contradicciones no quieren decir nada. No sé si los presos decididos a recibir el indulto han reflexionado, pero como debemos suponer que ya lo han hecho, esta nueva capa de blanqueamiento del régimen del 78 significaría una nueva humillación de los luchadores del 1-O y no un aprovechamiento de las contradicciones en el seno del régimen. ¿Quién, con dos dedos de frente, no pensaría que la aceptación del indulto, mientras se continúa amenazando a los exiliados si vuelven al país, tendría más de interés particular y, como mucho, de rivalidad política, que de servicio al país? ¿Quién puede olvidar que los indultos hacen opaca la represión de más de tres mil encausados, la persecución personal de ex-consejeros para arruinarles o la petición de seis años de prisión al antiguo consejero Buch? En este punto, la división táctica entre el interior y el exterior, entre exilio y prisión, es una consecuencia del papel político abusivo que se ha otorgado a los presos para dirigir desde dentro una guerra que necesita generales capaces de moverse en todos los frentes, en todo momento, y en contacto estrecho con los avatares internos y externos. El Consejo para la República debería tomar nota y no limitarse a emitir comunicados: si no hace suya esta Diada en cuanto a las masas, habrá perdido una oportunidad de oro para ganar legitimidad en la dirección del movimiento independentista.

Con este panorama, el independentismo también debe formar en posición de combate para retomar la iniciativa bloqueando las maniobras tácticas de la alianza postproceso (contra indultos, amnistía) y mantener la guerra en los términos estratégicos con el que comenzó (autodeterminación es independencia).