La valía de un representante político y, por extensión, de toda una generación de electos, puede medirse a partir de los criterios de coherencia y consecuencia. El primero, bastante comentado últimamente, tiene un carácter fundamentalmente teórico, mientras que el segundo es típicamente práctico. Así, sería políticamente coherente tener sobre la cosa pública un conjunto de ideas internamente consistente, aceptando que las ideas en cuestión puedan ir variando con el paso del tiempo; en este caso, sin embargo, será necesario que los conceptos, al mudar, preserven una continuidad y un vínculo reconocibles lógicamente, la característica que de hecho constituye la esencia de la coherencia. A partir de aquí, se es políticamente consecuente cuando sus actos se siguen de los pensamientos que tiene sobre la cosa pública, en suma. Ciertamente no hablamos, en ningún caso, de hitos fáciles: la coherencia pide honestidad intelectual y la consecuencia de valentía, virtudes ambas singularmente complicadas de alcanzar aunque esperables -por exigibles- en quien quiera ocupar un papel destacado en una circunstancia histórica que sea excepcional.
Dado que la independencia de Cataluña no podrá dejar de ser una de las circunstancias históricas acabadas de señalar, ya se sabe que los representantes políticos que la hayan de llevar a buen término deberán ser, a su vez, tan intelectualmente honestos como valientes. No habrá lugar para medias tintas, ambigüedades o (pretendidos) ases en la manga, ya que la partida en la que finalmente se venza tendrá poco que ver con el tacticismo. Será una partida, como todo el mundo puede anticipar, que en última instancia sólo podrá ser ganada desde una singular convicción, que no fanatismo, y desde la capacidad de resistencia y sacrificio que la convicción, sea la que sea, siempre otorga. Con todo este capital es perfectamente posible que antes se pierda alguna batalla, pero en este caso los electos derrotados habrán mostrado que siempre rebosan los caracteres coherentes y consecuentes, a saber, aquella dignidad que les hace aparecer con luz propia en los libros de Historia, hayan o no vencido.
A partir de este análisis, parece claro que el actual independentismo catalán ‘institucionalizado’ acabará quedando a la sombra y sólo recibirá luz de otro independentismo futuro. El desbarajuste conceptual que lo caracteriza y la errática acción común que sigue, lo impiden otro pronóstico, y todo ello quedaría claro al analizar el retorno de la idea de un referéndum reconocido y vinculante -o sucedáneo equivalente- en cuanto a la independencia de Cataluña, idea que de nuevo habría encontrado transversal acomodo en el imaginario declarado de una mayoría de nuestros representantes soberanistas, particularmente en ERC y la CUP.
Así, habría que enfatizar por lo pronto la corriente dato que la celebración “legal” de tal referéndum no tiene ninguna posibilidad ni en España ni en Europa. Ninguna. Con un Congreso donde la única fuerza estatal que podría llegar a apoyarlo, Podemos, bastante trabajo tendrá para no desaparecer (por no hablar de la pujanza de VOX y PP), toda mesa de diálogo es pura comedia, y la honestidad intelectual implica conceder que en el imaginario duro españolista (y aquí entra el PSOE) no hay novedad reciente alguna, ninguna, que permita vislumbrar que la posibilidad de un referéndum reconocido tenga alguna opción futura. ¿Y en Europa? ¿Tenemos opciones allí? Da pereza incluso de pensar en ello. Las evidencias de su desentendimiento son tan numerosas que creer en abrir camino por aquí es completamente ilusorio, máxime cuando nuestros estrategas actuales apenas obligan al Estado Español a estar poco más que de guardia. Europa, pues, ya no nos escucha (si es que de verdad lo ha hecho alguna vez), y no nos escucha porque todo ya no nos escucha (al menos, no nos oye con la suficiente nitidez).
Cabe decir, sin embargo, que más allá del no reconocimiento de los caminos patentemente cerrados, el daño más severo que se (nos) está infligiendo con la renovada propuesta del referéndum es el daño a la memoria y a la conciencia auténticamente soberanista, representada no sólo (aunque muy mayoritariamente) por el independentismo. Aunque parezca un episodio de otro tiempo, aquí el trabajo “bien hecho” ya se había hecho, y el 8 de abril de 2014 tres emisarios del Parlamento de Cataluña (los diputados Joan Herrera, Marta Rovira y Jordi Turull) tuvieron la santa paciencia de ir al Congreso (de diputados del Estado español, nota del traductor) a defender la celebración de un referéndum vinculante sobre la independencia de Cataluña porque así lo había decidido una holgada mayoría parlamentaria en nuestro país. Ningún partido de alcance español salvo Izquierda Unida, lo apoyó. El 9-N fue la tibia respuesta por parte de la Generalitat, pero aquella tibieza se transformó en calor por obra y gracia de las 2.305.290 personas que, votaran lo que votaran, se acercaron a los colegios electorales. Había país. Un poco dubitativo y temeroso aún, pero lo había. El dato fue remachado en 2015 con la correlación de fuerzas resultante de las elecciones autonómicas, y de ahí terminó naciendo el 1-O. Lo hizo ciertamente con fórceps, pero como había voluntad de vida, allí lo teníamos. Lo hicimos, le hicimos parir, y la gente puso el corazón y la cara. Hay que reconocer, si somos intelectualmente honestos, que era y es el único parto posible, y hay que reconocer también que toda una generación de electos independentistas, una generación que aún mueve los hilos del teatro de los partidos, no fue lo suficientemente valiente ni para siquiera intentar hacer ver que intentaría aplicar el (precario) resultado, salvo en los contados -y tristes, vale decir- minutos que Rull pasó por su despacho pocos días después de la declaración del 27-0, una vez ya decretada la aplicación del 155. De hecho, esta generación ni siquiera fue capaz de aprovechar sustancialmente la maravillosa victoria en el sucedáneo referendario (regalado por el Estado) del 21-D, y desde entonces cuando vamos por el camino del pedregal, ahora hasta sin saber muy bien qué hacer con el ya famoso 52% de votos independentistas, que hay que valorar cuidadosamente por la situación pandémica, pero que formalmente constituye una extraordinaria fuente de legitimación política.
Deberíamos darnos cuenta ya de una vez, pues, que el referéndum honestamente posible ya lo hicimos, y que hay que aceptarlo tal como quedó, sin que necesariamente tengamos que comprometernos con su defectuoso resultado, dadas las más que complicadas circunstancias en que ocurrió. De hecho, al ir a las elecciones del 21-D ya empezamos a alejarnos de su pretendido carácter vinculante, sin al mismo tiempo restarle, por supuesto, ni una pizca de legitimidad. El 1-O, además, difícilmente podía haberse organizado mejor, por no decir que su sola celebración ya fue casi un pequeño milagro, obrado y colmado en grandísima parte por un soberanismo coherente y consecuente, y sobre todo valiente, extraordinariamente valiente. La gente, pues, ya cumplió, y fue entonces (si no antes) cuando comenzó la derrota política, la cual no debe confundirse con los tristes destinos de quienes llevaban entonces las riendas institucionales de todo.
Pasado el tiempo, sin embargo, ¿qué habría que hacer, del referéndum del 1-O? Nada. O, en todo caso, dejar de ensuciarlo, manipularlo, querer apropiárselo. Es un hito irrepetible, que orienta y alecciona, y que constituye, conjuntamente con el 3-O, el cenit de la movilización soberanista popular en Cataluña. La hora de la gente ya pasó, pues, y es desde entonces cuando es el turno de la política, pero no de la política nuestra de cada día, raquítica y a menudo miserable, sino de la política coherente y consecuente, a la altura de todos aquellos y aquellas que dieron literalmente la cara hace tres años y medio. Que no nos vengan, por tanto, con más ‘desbordamientos democráticos’, ‘tsunamis’ y otras perlas por el estilo, incluido otro referéndum. Que hagan su trabajo durante el tiempo próximo y con previsión, de manera que una eventual mayoría electoral sin pandemia no les coja sin saber qué hacer. Y pueden estar muy tranquilos, que si hace falta la gente será (otra vez) consecuente, no se preocupen por eso. Sólo será necesario que ustedes, los de siempre, también lo estén. Sin embargo, dudo que estén a la altura.
(1) Carlos José I Mestre
“Ser independentista es (felizmente) una condición pasajera, pero no accesoria. Y eso de que te sirves para dar curso a esta condición es justamente eso, instrumental”,
RACÓ CATALÀ