Las cosas no van bien para España. La justicia europea le tumba las órdenes de extradición. Los medios internacionales no paran de publicar los escándalos de la monarquía, mientras los partidos del régimen impiden su investigación. La causa catalana se internacionaliza a golpe de barbaridad judicial -hace pocos días que el New York Times ponía el caso de Jordi Cuixart en primera plana. Y en la cumbre de esta semana en Oporto para discutir la propuesta de Joe Biden de suspender temporalmente las patentes de las vacunas, si Macron y Merkel se ponían en evidencia protegiendo el negocio farmacéutico, Pedro Sánchez hacía la triste figura del escudero que recita la opinión mal aprendida del amo, pues España no tiene patentes que defender, siendo el país del “que inventen ellos”. Cierto, a cambio de ser un obediente cero a la izquierda, la Unión Europea le hará obsequio de 72.000 millones en ayudas directas, pero no sin condiciones y estableciendo el precedente de un rechazo bastante generalizado en la transferencia unidireccional de dinero. Hay suficientes países hartos de tirar billones al pozo sin fondo de la voracidad española. Pero Sánchez, lejos de la humildad que aconsejaba su posición de mendicante, no tuvo otra expresión de agradecimiento que sugerir que la necesidad radicaba en el donante y no en el receptor: “Europa no se podía permitir el no llegar a un acuerdo”, dijo en vez de admitir que España no podía salir de la crisis sin el sacrificio de otros europeos.
Con la vanidad del ‘hidalgo’ de ‘El Lazarillo de Tormes’, España sale de casa con el estómago vacío y el palillo en la boca. Mientras pone la mano para recibir la limosna, gasta millones en tanques (útiles sólo para enviarlos a los países bálticos a cambio de que no reconozcan la república catalana). Y cuando envía el ejército a combatir el virus, renuncia a contar las bajas, pues suman más que en cualquier otro país de la Unión Europea. Y es que el ejército español ya hace más de un siglo que sólo gana las guerras contra la población civil. La consecuencia de militarizar la pandemia es que en el Madrid de Ayuso -sinècdoque del España global- celebran el récord de muertos como si volvieran a entrar los nacionales al final de una guerra ‘de liberación”. A partir de ahora, el programa debe extender la causa general e ir celebrando los cumpleaños de la paz.
Sí tenía Pedro Sánchez razones para estar disgustado, pues ya es, incluso para el PSOE, lo que en América llaman un pato cojo (1). Las cosas que podría haber hecho y no ha querido hacer, ya no las hará. Pero no es probable que pierda el sueño, pues pobre de imaginación como es, seguramente ni las había previsto. No son naderías que le amargan el final de carrera. Lo que verdaderamente le ha disgustado es no haber sido invitado a los actos del bicentenario de la independencia de México, país que se independizó mientras los españoles luchaban por su propia independencia con violencia, registrada por Goya en los ‘Desastres de la guerra’. La pretensión de Sánchez es curiosa. Con fecha de 16 de septiembre, el Grito de Dolores del cura Miguel Hidalgo y Costilla fue un Primero de Octubre al por mayor. Allí se llamó a la gente a la lucha armada, es decir, a matar a los ‘piolines’ de la época. Los fiscales Javier Zaragoza, Fidel Cadena y Consuelo Madrigal habrían disfrutado de lo más imponiendo las penas de muerte que la reforma del estado franquista les impidió pedir para los pacíficos catalanes. Es curiosa la pretensión de Sánchez, porque lo que celebran los mexicanos es no estar nunca más a disposición de los Zaragoza, los Madrigal y los Marchena, habiendo reenviado al delegado del gobierno en la madre patria para siempre. Y aún más, México tiene el raro honor entre los países occidentales de haber suspendido las relaciones diplomáticas con el Estado español durante los cuarenta años que se reafirmó en su afición imperial.
El desnutrido ‘hidalgo’, satisfecho de unos palomares que valdrían mucho si no fuera que estaban en ruinas, se disgusta si no le invitan a celebrar su expulsión de la colonia. Y esto causa la tensión diplomática habitual, con la ministra de Asuntos Exteriores, Arancha González Laya, intentando forzar la invitación ante el secretario de Relaciones Exteriores mexicano, Marcelo Ebrard, mientras la petición del presidente Manuel López Obrador de que España reconozca el genocidio cometido con los indígenas aún espera respuesta. España, promotora del genocidio moderno más extenso, continúa instalada en el negacionismo. Pero si este año el gobierno de Estados Unidos declarará el genocidio armenio con un siglo de retraso, el genocidio español en América solo lo niegan los españoles. obtusamente, porque actualmente los crímenes contra una etnia o una minoría se consideran crímenes contra la humanidad y tarde o temprano reclaman el juicio de la historia. López Obrador es el primer político de América Latina en reclamar de España la admisión de su esencia histórica. Y España de momento se niega con la fantasía del ‘hidalgo’ que presume de poseer una ‘hacienda’ que se le escurre cada vez más.
En la línea de su padre afirmando que “el español no ha sido nunca lengua de imposición” (con supina ignorancia de la alocución de Nebrija a la reina Isabel II de Castilla, que “la lengua siempre ha sido compañera de el imperio”), Felipe VI intervino en la polémica con el cliché de la “historia en común”. Común, pero no igual. Como decía el añorado Manuel Vázquez Montalbán, la historia no es igual mirarla por un lado de los cañones que por el otro. ¿Alguien se imagina a Alemania invocando la historia que tiene en común con los judíos para negar el Holocausto? Pues eso hace España con los pueblos indígenas que “civilizó”, invocando la historia compartida donde unos blandían el látigo, los perros, el fuego y el hacha y los otros las víctimas. Una historia tan entrañable que llegó al exterminio de los aborígenes de las Islas del Caribe, cabeza de puente de la colonización española de las Américas.
Quizá dentro de muchos años, si antes la historia y los vicios propios no borran a los catalanes de la faz de la tierra, España se esforzará por ser invitada a celebrar la independencia de Cataluña invocando una larga historia en común. Las acciones de su espíritu de conquista y las violencias de su espíritu intolerante se convertirán en una historia compartida a pesar, o aún en virtud del reparto de papeles en una confrontación entre españoles. Lo que hace Turquía cuando niega el genocidio armenio, lo hace España para ocultar que la guerra de 1936 a 1939 fue, en gran parte, una cruzada contra el separatismo catalán. Del mismo modo que niega que la guerra de Sucesión, vista en perspectiva hispana, fuera una guerra de asimilación al reino de Castilla.
Con idéntico talante, los futuros historiadores españoles mantendrán que la represión desencadenada en 2017 y agravada tras alcanzar Sánchez la Moncloa era la forma, accidentada pero inevitable, de la vida en común en una democracia en la que la ley era igual para todos y los jueces, como los virus, no entendían en territorios. Pero, cualquiera que sea el futuro de Cataluña, a estas alturas absolutamente imprevisible, una cosa es segura: cuanto más avance la decadencia española, menos podrán los españoles evitar que les interpelen por su papel en la historia moderna. A muchos observadores les maravilla cómo se aprestan a actualizar este infausto papel con una incontinencia incomprensible por los demócratas del planeta. Cuando hayan terminado de recrear la leyenda negra con la contribución de todas y cada una de las instituciones del Estado, entonces en culparán a la anti-España eterna. Y continuarán satisfechos de su excepcionalidad, felices como el personaje del ‘Lazarillo’ por unos palomares que valdrían una fortuna si estuvieran de pie.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Pato_rengo
VILAWEB