El recuerdo de los accidentes nucleares de Chernóbil, ocurrido hace 35 años, y de Fukushima, hace diez años, nos sitúan de nuevo ante los elevados riesgos de la energía nuclear. Dichos aniversarios son buenas oportunidades para recordar sucesos que no deberían olvidarse en ningún momento. Por eso, tenemos una buena excusa para recordar estos dos accidentes nucleares que tuvieron efectos devastadores que aún perduran. La finalidad es que se aprendan las lecciones y se abandone la energía nuclear en todo el mundo y, en particular, en el Estado español, donde actualmente hay en funcionamiento cinco centrales nucleares, con 7 reactores nucleares.
Chernóbil y Fukushima tuvieron el efecto de mostrar una vez más el peligro de la energía nuclear. El 26 de abril de 1986, durante unas pruebas de seguridad, se produjo el accidente de Chernóbil, central nuclear situada a unos 90 km al norte de Kiev (Ucrania). Se trataba de una central que constaba de cuatro reactores y que se ponía como ejemplo de seguridad activa por los expertos del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA). La central se había puesto en marcha un año antes sin probar los sistemas de seguridad y se quería comprobar que la energía almacenada en el alternador eléctrico era capaz de alimentar todos los sistemas de emergencia de la central.
A pesar de las alabanzas del OIEA el diseño de la central era muy peligroso, pues carecía de contención y su reactor, de tipo BRMK, resultaba muy inestable a baja potencia. Durante las pruebas se produjo una mala maniobra de los operadores, la temperatura ascendió, de tal forma que se liberó hidrógeno, y el núcleo del reactor estalló esparciendo por el medio ambiente una gran cantidad de material radiactivo.
El accidente de Fukushima-Daiichi (Japón) ocurrió el 11 de marzo de 2011 en una central que poseía seis reactores, que se construyó en una zona de gran actividad sísmica –en el Cinturón de Fuego del Pacífico–, que registra más de 5.000 temblores al año, y en su construcción no se consideró tomar algunas medidas encaminadas a evitar, o al menos minimizar, las consecuencias de un posible accidente. El complejo se construyó sobre un acantilado a 10 metros del nivel del mar y no se planteó levantar un muro de contención lo suficientemente alto que garantizara la protección frente a un posible tsunami, que posteriormente tuvo lugar y que levantó olas de hasta 25 metros.
Se produjo un fuerte terremoto de grado 9 en la escala de Richter, seguido por un tsunami casi una hora después. En el momento del accidente los reactores 1, 2 y 3 estaban en funcionamiento, mientras que los 4, 5 y 6 estaban parados. Los seis reactores sufrieron el embate del terremoto, que causó la rotura de algunas tuberías de los circuitos primarios, como mostraba el vapor radiactivo que se detectó dentro de las contenciones de los reactores que entonces funcionaban. A pesar de que TEPCO, la empresa propietaria de la central, afirmó que los reactores habían resistido el terremoto, se sabe que no fue así y que los reactores sufrieron importantes daños. Por cierto, el reactor número 1 era gemelo del de la central nuclear de Santa María de Garoña, ubicada en el norte de Burgos, y actualmente en proceso de desmantelamiento después de 41 años de funcionamiento.
Aunque la radiactividad que se escapó de Chernóbil era mayor que la de Fukushima, el accidente de Fukushima tiene efectos novedosos que nunca antes se habían registrado. El principal problema es la contaminación del agua. Inicialmente, los reactores se regaron de forma masiva con agua de mar para luchar contra la fusión de los núcleos y posteriormente las aguas subterráneas que fluyen desde las cercanas montañas hacia el mar se contaminaron al atravesar el subsuelo. Gran parte de la radiactividad fue a parar al mar, y los niveles de radiactividad de las áreas cercanas impactaron sobre la actividad agrícola, ganadera y pesquera, afectando a la cadena alimentaria y, por consiguiente, a la salud de las personas.
Hace unos días el Gobierno de Japón ha decidido el vertido al Pacífico de agua empleada para refrigerar los reactores dañados en el complejo nuclear de Fukushima tras las fusiones parciales de núcleo provocadas por el terremoto y el tsunami de 2011, y que está contaminada de isótopos radiactivos, lo que ha generado protestas en el propio Japón y en varios países vecinos. Son más de un millón de toneladas de aguas radiactivas, que, aunque hayan sido procesadas en circuitos llamados ALPS (Sistema Avanzado de Procesamiento de Líquidos) para retirar 62 tipos de materiales radiactivos, a excepción del tritio, no es inocua y tendrá repercusiones sobre la flora y la fauna marina y sobre las especies pesqueras y la salud humana.
Siempre que se produce un accidente de estas características se intenta extraer lecciones de cara al futuro para reducir en lo posible el riesgo de nuevos accidentes. Podemos preguntarnos hasta cuándo va la industria nuclear a seguir aprendiendo para hacer totalmente seguras sus centrales. El problema es que las centrales nucleares son intrínsecamente inseguras y no se pueden prever todos los avatares que afecten a la seguridad.
Dos enseñanzas importantes de Fukushima y Chernóbil son la necesidad de transparencia y comunicación abierta, así como la imprescindible independencia y fortaleza de los organismos reguladores que vigilan la seguridad de las instalaciones.
En ambos casos faltó transparencia en la comunicación de la gravedad del accidente, por lo que las poblaciones y los estados vecinos no pudieron tomar medidas de protección ni otorgar la ayuda que habría sido muy oportuna. Y en ambos casos los encargados de vigilar la seguridad hicieron dejación de sus responsabilidades y se plegaron a los designios de los políticos y de la empresa propietaria, lo que dificultó un control eficaz antes y durante la gestión del accidente.
Tras los numerosos accidentes que hemos contemplado, tenemos que intentar que el mundo ponga fin a la era nuclear, que nunca debería haber empezado.
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