Una de las razones por las que Cataluña no puede esperar empatía alguna de la Unión Europea es la estructura de esta comunidad. No es una cuestión de inteligencia ni de afectos humanos sino de lógica institucional. La carta de presentación estatal es condición de pertenencia y, por tanto, de reconocimiento. Nada hace el tamaño ni la riqueza ni la personalidad histórica ni el número de habitantes de la entidad nacional -por eso países minúsculos como Malta o Luxemburgo están representados y votan como los grandes; lo que cuenta es el pequeño detalle, tan etéreo como poco científico, de que nadie duda que estas entidades tienen unas características que permiten insertarlas en la categoría “Estado”. No quiero decir que las características sean objetivamente constatables, pues en este caso Cataluña presenta algunas tan evidentes o más que algunos de los estados de la Unión Europea, o que están en camino de entrar. Quiero decir que deben serlo subjetivamente, que debe prevalecer la voluntad de reconocerlas. Lo que de verdad cuenta es que no las pongan en duda la mayoría de otros estados. Esta condición hace que un Estado de formación reciente y aún exterior a la Unión Europea, como Serbia, o incluso uno negado por más de un Estado miembro, como Kossovo, esté más cerca de la admisión que un país que ya está ahí ‘de facto’ pero sin capacidad representativa. Un país puede convertirse en un Estado en la medida en que convenga a otros o, al menos, en que no lo perciban como una merma para sus intereses.
Actualmente esta condición se vuelve contra Cataluña, porque otra razón de la insensibilidad europea para con su drama es la doctrina de priorizar la estabilidad de los estados y garantizar la inmovilidad de las fronteras. Esta doctrina resulta irónica en un contexto de teórica supresión de las fronteras interiores y de proyectada integración de los estados hasta convertirlos en residuales.
Está claro que la integración se conseguiría más efectivamente con la disolución de los estados dentro de una soberanía europea. También es evidente que la descomposición de los estados plurinacionales en las entidades nacionales subyacentes, que estarían representadas en una federación europea, es la mejor fórmula para conformar unos Estados Unidos de Europa con representación popular y territorial equilibrada. La coexistencia de los pueblos se beneficiaría porque se desactivarían las tensiones que genera el centralismo en algunos estados actuales, incluso en algunos genuinamente federales como Alemania, donde la carrera por la candidatura de la Unión a la cancillería ha destapado la tensión histórica entre la CDU mayoritaria y la CSU bávara, como lo hizo en otra época la candidatura del partido reformista de Miquel Roca, un tipo de UDC catalana, a las elecciones españolas.
Las posibilidades de la Unión Europea de durar y convertirse en una potencia política no piden reforzar el actual modelo burocrático ni la caótica confrontación entre la Unión y las soberanías estatales, puesta en evidencia por la congelación de los fondos europeos de emergencia por la pandemia mientras el tribunal de Karlsruhe decide sobre su constitucionalidad en clave alemana. El futuro de la Unión Europea requiere más bien generar una soberanía compartida y una autoridad no identificable con ninguna de las naciones subsidiarias.
Que la debilidad de los estados sea causa de muchas guerras contemporáneas, idea defendida por Philippe Delmas cuando la Unión Europea apenas empezaba a caminar, no es del todo errónea. En el pasado reciente existieron las guerras de los Balcanes y los conflictos en Oriente Medio o en estados africanos fallidos. Pero la tesis de que la estabilidad, es decir, la conservación de los derechos adquiridos de los estados actuales, pasa por delante de los derechos humanos y la extensión de la democracia, que Delmas calificaba de utopía peligrosa, demuestra la corrupción de las ideas matriz del republicanismo francés en un nacionalismo de perfil estrechamente jacobino.
Con una idea desmesurada y bastante ridícula del peso político de Francia, aquella tesis pretendidamente realista ignoraba que una de las principales causas de inestabilidad es precisamente el abuso de los derechos humanos por parte de algunos estados y que la seguridad de que los ciudadanos reclaman del Estado no es sólo la protección frente a la agresión exterior sino a menudo aún más, garantías de no ser agredidos en el interior por el propios Estado. Así agresión, en forma de discriminación o de franca violencia por quien ejerce su monopolio, es la principal causa de inestabilidad de los estados y de las guerras civiles. O, si las fuerzas son muy desiguales, es debido a la sujeción de la minoría por la mayoría, o de la mayoría por la minoría cuando la élite detenta firmemente el poder, como fue el caso en Sudáfrica durante el apartheid.
A Delmas le parecía hipócrita que países como Malta disfrutaran del mismo derecho de voto en la Unión Europea que países como Francia, los cuales, una vez cumplido el ritual igualitario, eran los que de verdad decidían la agenda de la Unión. Asimismo no tenía ningún inconveniente, ni sentido del ridículo, de pretender que una potencia obsoleta como Francia -víctima de la ilusión de ser todavía una gran potencia al disponer inútilmente de la bomba atòmica- pudiera exigir la equiparación con los Estados Unidos de una Unión Europea que entonces existía más como proyecto que como realidad política. ¿Y en nombre de qué lo exigía? Pues ni más ni menos que de la integración de la Europa Central, como si esta área geopolítica, eufemismo del núcleo duro franco-alemán de la Unión Europea, debiera ser una prioridad ya no europea sino de Estados Unidos.
La inconsistencia entre reclamar una asociación paritaria entre los Estados Unidos y la Unión Europea, por un lado, y defender una relación jerarquizada de los estados asociados dentro de la Unión, por otro, no demuestra una comprensión más realista de las relaciones de fuerza que defender una relación más equitativa en el seno de la Unión. La equidad no entre estados sino entre ciudadanos, que a la larga podría estabilizar la escurridiza identidad europea más que la lejana equiparación transatlántica, llegará -si llega- multiplicando el número de estados hasta donde sea necesario para conseguir un modelo tan integrado como el de Estados Unidos, donde la diferencia de tamaño y de capacidad económica entre, por ejemplo, Delaware y California ni es causa de fricción ni sacude los cimientos del Estado.
La Unión Europea está muy lejos de superar el sesgo histórico en favor de los estados grandes, y olvidándose de los ríos de sangre que estos estados han hecho correr hasta adquirir las fronteras actuales, creen que inmovilizarlas eternamente es un amuleto contra la guerra. Por eso quedan ciegos a la posibilidad de que modificarlas democráticamente para acomodar las realidades interiores contribuya a estabilizar el continente en un ‘novus ordo seclorum’ que elimine las razones de los conflictos actuales y evite rupturas dolorosas.
La conclusión a la que conduce la visión jacobina de la Unión Europea es la misma a la que ha llegado España cuando se ha visto interpelada por un nacionalismo de formas exquisitamente democráticas. Si el ejercicio del voto pone en peligro la integridad del Estado, el Estado se defiende sentando el voto en el banquillo y acusando a los derechos universales de ser un manantial de violencia. Como escribía Delmas sin ningún rubor en 1995: “Nuestro objetivo debe ser la estabilidad y no la democracia”. Este graduado de la Escuela Nacional de Administración, antiguo consejero del Ministerio de Finanzas francés y vicepresidente de Airbus, era todo un precursor.
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