José María Aznar se equivocó de medio a medio en su pronóstico sobre aquella división de los catalanes que debía impedir llegar a la independencia. Efectivamente, él imaginaba una sociedad catalana dividida y enfrentada internamente entre independentistas y españolistas. Y cuando digo que ‘imaginaba’, quiero decir que él y todo el unionismo anticatalán -es decir, todo el españolismo- se pusieron a imaginar qué podían hacer para dividirnos. ‘Ciudadanos’ tenía este propósito, y a fe de dios cuánto mal ha hecho. Es cierto que quien escupe al Cielo, le cae a la cara. Y aquel invento que ilusionó al propio Aznar ha terminado contribuyendo a la división… de la derecha española. Allá ellos.
Digo que Aznar se equivocó del todo por lo que ahora ya es una evidencia contrastada: la división que impide que seamos independientes es… la del independentismo. El nacionalismo español, ni en su delirio patriótico más elevado, se habría podido imaginar cuál sería el verdadero talón de Aquiles del independentismo. Es cierto que la división del independentismo tiene que ver con la lógica represiva del Estado español. Que Junqueras esté en prisión y Puigdemont en el exilio, unos de los factores que ilustran más claramente la división de la que hablo, es resultado directo de esta represión. Pero no nos podemos engañar: cuando eran president y vicepresident, la desconfianza, los recelos, tal vez los celos, ya eran un hecho incontrovertible. Un desencuentro, hay que decirlo, de responsabilidades desigualmente repartidas en el que ahora no hurgaré porque ni conozco toda su psicopatología ni soy nadie para pasar cuentas.
Incluso es conveniente apuntar que la división entre lo que antes llamábamos “nacionalistas”, ya viene de antiguo. Los historiadores nos podrían orientar sobre sus orígenes lejanos y sus causas sociales, ideológicas e intelectuales, según el momento. Pero por no ir más lejos, el autonomismo ya fue marcando la grieta por la que ahora se produciría la ruptura y de la que ahora el independentismo es víctima. Pujol-Carod Rovira; Maragall-Mas, Puigdemont-Junqueras o Torra-Aragonés, si lo queremos sintetizar en las confrontaciones entre líderes. Mi opinión no es, sin embargo, que todo venga de las lógicas -lamentables, sin embargo- rivalidades personales entre líderes, sino que, en cierto sentido, de las que ellos mismos han acabado siendo víctimas, o portadores, o símbolos.
Lo más triste de todo es que esta división no sólo se aligeró cuando una buena parte del nacionalismo autonomista se convenció de que no había otra salida que la independencia, sino que se agravó. No fue bienvenida por todos. Las reiteradas apelaciones de Junqueras a los “independentistas de toda la vida”, es decir, a los auténticos, a él mismo, era un claro reproche a los recién llegados. Ya es curioso que cuando los -relativamente- recién llegados se desacomplejaron, la necesidad de marcar distancias en el plano retórico -no sé si se corresponde exactamente con el estratégico- acabara forzando un intercambio los papeles.
Hubo un breve período en el que la fuerza de la sociedad civil logró imponer una cierta unidad táctica. Entre otras, se puede mencionar la consulta del 9-N de 2014 que fue aceptada a regañadientes por ERC porque la lideraba Mas, y fue posible por esta presión popular que hacía imposible quedarse al margen. O bien podemos hablar de la lista única del Juntos por el Sí de 2015, aceptada con desagrado por ERC y que volvió a ser un acuerdo resultado de una presión inteligente pero agónica, en el último momento y después de un verano de negociaciones dramáticas, forzadas por Muriel Casals y Carme Forcadell, representantes de ese momento único en el que, como se solía decir, la gente se daba la mano en la calle sin preguntar a quien votaba, fueron sus artífices. Ahora, no nos engañemos, esta presión no la siente ninguno de los partidos independentistas… porque no existe. Quiero decir que si desde 2006 el movimiento independentista fue de abajo hacia arriba -‘bottom-up’, si se quiere decir con pedantería politològica-, ahora mismo vuelve a ir de arriba a abajo, y, por tanto, transfiere la confrontación partidista hacia la calle. Y quien dice a la calle, dice a la Red-‘taberna de Mayol’, aquella en la que la canción dice que “ha habido puñaladas” y, finalmente, que “han cerrado las puertas en señal de duelo”. Del ‘bottom-up’, pues, al ‘rocky ground’, es decir, por el pedregal.
En definitiva, la verdadera división del país que ha impedido el logro de la independencia cuando la hemos tenido más cerca no es la pronosticada por Aznar sino una semilla de división propia, larga y más profunda. Una ruptura con que no había contado y que, ingenuamente, consideraba superable. O, al menos, aplazable para cuando tuviéramos el país emancipado. Así pues, la reconstrucción del país después de la pandemia deberá ir acompañada también de una reconstrucción del independentismo popular o de base, que pienso que es el único que puede volver a desbordar la casi atávica rivalidad entre los actuales mundos independentistas.
EL TEMPS
Publicado el 29 de marzo de 2021
Núm. 1920