España desvertebrada

en el conocido libro de Ortega y Gasset España invertebrada nuestro autor expresa de manera meridiana la frustración que siente ante una realidad española poco acorde con el proyecto colectivo de una nación que persigue alcanzar el nivel de las que en Europa occidental disfrutan del status de estabilidad como colectividad humana coherente que se pretenden y organización política en el concierto internacional. En nuestra época la imagen de una España constituida por una sociedad con valores político-culturales similares a los estados europeos en que se contempla, es fuego fatuo que se pretendió alumbrar a partir del aggiornamento acometido por los gestores del cambio de imagen con ocasión de la denominada transición desde la dictadura al sistema de monarquía parlamentaria. El blanqueo, en este caso, reveló el fraude, tal vez porque sus protagonistas lo cargaron de excesiva cal viva. Nada extraño que no se despejen las equis ante la obstinación en no recurrir a la matemática más sencilla, que evidenciaría la inserción del aparato del Estado en sus más altos niveles en episodios de violación de los Derechos Humanos y, lo que es de mayor gravedad, la unión estructural de esas instancias que denuncian la entidad del aparato represivo en el diseño y ejecución de esa parte de la política de represión, que rebasa los límites de la legalidad proclamada. De aquí el permanente cuestionamiento –más fuerte en los momentos críticos– del carácter democrático del actual sistema político y su acomodo al Estado de Derecho.

En el momento presente retorna el convidado de piedra. Las viejas enfermedades de una presunta nación; desarticulación territorial y social, autoritarismo, intolerancia, corrupción, destruyen los oropeles con que se encuentra cubierto el pudridero, generador de un hedor que obliga a huir a los mismos que lo han propiciado. Primeramente, el fraude del pretendido Estado de Derecho aparece en la corrupción de quienes se prevalieron para hacerse con los resortes de la administración durante el Gobierno de Franco. Hoy en día ellos o sus hijos se encuentran a los mandos del Estado junto a los cooptados por los poderes reales que dictan la línea de gobierno. La corrupción se hizo patente en los decenios precedentes de fin de siglo XX. Ascendió con lentitud desde el fondo fangoso al que cubría la superficie calmada y azulada del lago apacible, conformada por los modales corteses de quienes constituían la clase política y las organizaciones económicas y culturales de empresarios y trabajadores; siempre interpretados por medios de información serviles que tienen encomendada la función de convencer de la autenticidad del sistema político y denigrar a los críticos.

La marea de la corrupción amenaza en el momento con ahogar a las organizaciones partidistas y símbolos institucionales más relevantes, incluyendo la Casa Real –ésta, presumible maquinaria de las arbitrariedades financieras de sus integrantes– y, en general, al conjunto de quienes vienen protagonizando la acción política a partir de la desaparición del dictador. Con todo, el riesgo del sistema se encuentra en la identidad autoritaria de profundas raíces españolas, que en sus momentos de mayor intensidad ofrece variantes de cruel tiranía, como la que sigue presente en nuestro imaginario reciente. El gobierno de Franco que atormentó durante varios decenios a las colectividades que sometió sin miramientos.

Abordemos, en cualquier caso, el aspecto de mayor gravedad de este análisis. Afecta a la entidad del sistema jurídico-político vigente, que plantea finalmente la cuestión de la posibilidad o no del Estado español para un ordenamiento legal, acorde con lo que se denomina Estado de Derecho y democrático, similar a los predominantes en Europa. Son numerosos quienes tocan la materia sin dejar de lamentar las limitaciones que presenta el funcionamiento real de la política y administración española vigente. Reclaman la absorción del déficit democrático, en un esfuerzo por afirmar que el sistema básicamente se acomoda al Estado de derecho y que los elementos procedentes del franquismo son realidad residual. Pero la auténtica realidad eclosiona en casos como el de Mikel Zabalza –como muestra un botón– mediante unos materiales de cargo que en las jurisdicciones europeas abocarían a la actuación de oficio por parte del fiscal. No son necesarios detalles, ni circunstancias, porque es universalmente reconocida la veracidad de lo que expresan tales materiales. Más allá de los hechos a que se refieren, los altos funcionarios de la seguridad del Estado que intervienen en tales documentos reconocen una horrible situación de hecho, como es, no ya la práctica de la tortura de un modo –denominémoslo– periférico, sino sistemático, impulsado, más que tolerado por los más altos responsables de las instituciones claves del mismo Estado.

No cabe intentar reducir el alcance y significado de la realidad. Una revisión de la gestión de la política de seguridad de España, a partir de la muerte de Franco, confirmaría abrumadoramente un hecho que –insisto– tiene reconocimiento general. La remisión de responsabilidades por su vigencia no recae sobre el dictador. En definitiva, afirmaba un compañero de éste en tiempos de la transición; “el ejército era franquista con anterioridad a Franco”€ Nos encontramos ante una problemática que tiene su raíz en la Historia, la correspondiente a la cultura política que impregna los valores dominantes de la sociedad española. Puede llegar a entenderse analizando las estructuras del poder de una sociedad en que el predominio de los poderosos ha unido acumulación de riqueza con el más férreo control de una colectividad sumamente vigilada y castigada con rápida contundencia a la menor manifestación de rebeldía.

España fracasó cuando abordó la reforma de su imperio que afectó al conjunto de las sociedades de Europa occidental a raíz de la revolución contemporánea. Los sectores sociales aristocráticos no toleraron cambio alguno en la estructura de la propiedad que transfiriese recursos elementales de subsistencia a las masas de campesinos miserables. Junto a ello, el control de los resortes del poder, más allá de la cooptación de elementos ascendentes de carácter oligárquico, dejó en manos de los poderosos el control de un sistema legal y político que garantizaba la extracción de riqueza de los pobres; el conjunto ratificado por fuerzas de orden y ejército.

En épocas históricas –Antiguo Régimen– los grupos dominantes, con el rey a la cabeza, extrajeron la plusvalía de una sociedad sometida mediante el autoritarismo justificado en el origen de un sistema social de origen divino. Quien se encontraba en situación de superioridad decidía arbitrariamente su conveniencia. La revolución contemporánea proclamó la libertad e igualdad de los individuos. Las sociedades europeas modificaron el viejo orden mediante la implantación de reglas de funcionamiento en las relaciones de intercambio entre individuos –privadas– y las que afectaban a la totalidad colectiva –públicas–, políticas. La arbitrariedad del poderoso se sometió a una normativa a seguir en la toma de decisiones, procedimiento obligado en la exacción del débil, que no terminaba con la explotación de éste. En lo que toca a España se proclamaron igualmente los principios de libertad e igualdad, pero fue simple pantalla de humo, dando lugar a un desajuste estructural entre los citados valores y la praxis de quienes controlaban el poder y dominaban de hecho la sociedad. La corrupción en España no es otra cosa que el desajuste entre lo que se proclama como valores y la realidad del ejercicio del poder por quien gobierna o administra. La cultura política española permite las decisiones arbitrarias de quien se encuentra en lo más alto. Aquí reside la explicación de un fenómeno –corrupción– que caracteriza al conjunto de la administración española. Quien dispone de un resorte del poder lo utiliza en su beneficio. En otras culturas europeas la corrupción no responde a una realidad estructural, sino a decisiones individuales de quien tiene poder, teniendo la precaución de que la acción corruptora pase desapercibida a los administrados y procurando guardar las apariencias. A los políticos españoles parece no preocuparles tal precaución. Se entiende así el alcance que llega a tener la tortura cuando afecta a una cuestión como la razón de Estado. La realidad de tal sistema represivo descubre el carácter autoritario de España. En definitiva, la tortura constituye el último recurso represivo, compromiso asumido por el Estado, por constituir el medio extremo que protege a quienes tienen en sus manos los resortes del poder a la hora de manipularlo en beneficio de los colectivos sociales que lo sostienen. La corrupción no es otra cosa que el acceso directo a los recursos, públicos o privados, al alcance de los fuertes. Camino éste que, en los sistemas jurídicos con Estado de Derecho, obliga a atenerse a una normativa clara y rigurosa para el acceso a los recursos materiales por parte de quienes integran los grupos dominantes, sin ventajismos y en igualdad de condiciones. Estas circunstancias no se dan en España, en donde el acceso a los recursos colectivos tiene lugar mediante el trato de favor, influencia y, particularmente, con el control de los resortes administrativos y de gobierno.

¡Estos son los factores que hacen de España una realidad desvertebrada! No es posible la modificación de tal sistema con tales mimbres, como se acostumbra a decir. De ahí las tendencias centrífugas, hasta ahora contenidas con la fuerza. ¿Piensan algunos en la posibilidad de repetir la suerte?

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