Una de las intuiciones más demoledoras de Nietzsche, el filósofo que proclamó la muerte de Dios, fue que somos prisioneros del lenguaje, que no hay correspondencia lógica alguna entre el mundo y el pensamiento, que la racionalidad de la historia proclamada por Hegel y el marxismo era una superstición, el último refugio de la metafísica, una búsqueda de consuelo. El superhombre (que es como suele traducirse el término ‘Übermensch’, con el que el alemán evita la dualidad de género de las lenguas neolatinas) no es un individuo dominante, un macho alfa producido por el darwinismo social, sino un ejemplar de una rara especie capaz de soportar la vida por sí misma, sin imponerle sentido alguno y por lo mismo sin el delirio de cualquier esperanza en un futuro mejor. La sociedad es una enorme construcción lingüística y los conceptos un pesado legado que arrastramos para toda la vida. “Todo pensamiento racional es una interpretación de acuerdo con un esquema del que no nos podemos librar”, dice Nietzsche. Y esto tanto vale para el mundo físico (¿qué son los átomos y las partículas subatómicas sino metáforas de eventos observados en condiciones controladas, es decir, provocados a partir de esquemas interpretativos previos?) como para el mundo humano, es decir, para la historia.
La interpretación del pasado hecha en clave de futuro, es decir, desde el deseo o la esperanza, es para Nietzsche una debilidad humana, demasiado humana. Consultar los hechos de la historia como si fueran hojas de té, buscando confirmar un ideal, tiene aproximadamente el mismo sentido que jugar a la bolsa basándose en los valores previamente alcanzados. Hay analistas que se entretienen en confeccionar tablas con curvas históricas y sugerentes comparaciones de máximos y mínimos. Estas proyecciones geométricas aguantan en períodos de estabilidad relativa, de pequeñas variaciones de los valores, de subidas y bajadas dentro de unos límites previsibles, de alteraciones del tamaño que los economistas llaman “una corrección”. Pero todo esto se desploma como un castillo de naipes cuando aparece lo inesperado. “Lo que es inesperado” es la materia de la historia, más que la regularidad probabilística en los intervalos de “normalidad”.
Hay predicciones infalibles, las hay plausibles y las hay osadas e incluso irracionales. Las de Nostradamus, por ejemplo, o las de Deulofeu, el Nostradamus catalán que aún tiene seguidores entre los supersticiosos de la matemática de la historia, variante moderna de la numerología. Predicciones infalibles son que un terremoto potente (el ‘big one’) sacudirá la zona de la bahía de San Francisco, donde mientras tanto muchos vivimos con la inconsciencia de quien expulsa los acontecimientos insólitos de los parámetros de la inminencia simplemente porque la incidencia no es calculable. O la predicción banal de que debemos morir más o menos como todo el mundo, por más desagradable que resulte este pensamiento o que sea de mal gusto hablar del mismo. Pero, como dice el Evangelio, nadie sabe el día ni la hora, y la ignorancia de este detalle absolutamente determinante nos permite ir tirando mientras vamos viviendo.
Las más interesantes son las predicciones plausibles, porque tienen el carácter de las apuestas y se explayan en un espacio imaginario con una cierta intervención de la voluntad. La independencia de Cataluña es una de ellas. Todo lo que ha pasado de 2012 hasta ahora se basa en una predicción que recibió el rango de plausible de una mayoría tal vez corta pero significativa de catalanes. Sin fe en la posibilidad de romper con el pasado, de doblegar la curva histórica, el Primero de Octubre no habría ocurrido. Lo que sobrevino no se deducía de las premisas históricas. En la firmeza de la gente ante la violencia desbocada del Estado había un elemento inesperado, algo nuevo y ‘a priori’ incalculable. A este elemento nuevo de resolución y dignidad espontáneas debe atribuirse que aquella fecha se convirtiera en el referente de un cambio de rasante histórico.
La historia en sí no ofrece esperanza alguna, más bien al contrario. Desde este punto de vista estricto tienen razón quienes afirman que la independencia era una ficción, un engaño si quieren añadir la impertinencia de un juicio moral inapropiado. La república catalana es una ficción porque no tiene ningún fundamento en la historia y en cambio las destrucciones españolas son hechos que se pueden comprobar en el presente en el miedo, la cautela, el servilismo, la indecisión y el “seny” (la “cordura”) interiorizados y convertidos en característicos. Estos rasgos de la identidad catalana son sus efectos retardados. Como lo son la paciencia infinita y el acatamiento ilimitado, que estimulan el sadismo de los celadores constantemente renovados de la cárcel histórica del pueblo catalán bajo todas las formas de gobierno ensayadas por la nación española. Y todavía hay otro factor del sometimiento: el relativo bienestar en la ecuación riesgo-beneficio. Citando el Evangelio una vez más: es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de Dios. Y es claro que con la parábola de la puerta estrecha Jesús hablaba del coste de ganar la libertad.
Quizás no se ha reflexionado lo suficiente sobre el hecho de que aquel fundador de una secta que con el tiempo se convirtió en una nueva religión se explicara con parábolas, es decir, con metáforas. Y que las pocas veces que se refirió a la historia, en el sentido de los documentos culturales de la identidad de Israel, fuera en referencia a las proclamaciones de los profetas y aún haciéndolo con estudiada ambigüedad, a menudo pidiendo la opinión de los apóstoles: “¿y tú y quién dices que soy?” No hay que perder de vista que el primer Evangelio, el de Marcos, fue escrito cuatro décadas después de la crucifixión, ni que los primeros cristianos tenían intereses creados para demostrar el carácter predictivo de las profecías, tanto de las clásicas como de las atribuidas a ‘su’ Mesías. Lo importante, y lo señalo sin ánimo de iniciar ninguna discusión teológica, es que con su estilo de comunicación alusiva y con la fenomenología del “milagro”, Jesús buscó superar el límite de lo que se podía pensar en su tiempo y en su comunidad. Por ejemplo, el perdón de los pecados (la conmutación de la deuda) o el rechazo de la fiscalidad imperial. “Dad al César lo que es del César” se suele entender como un acatamiento de la imposición extractiva, sin ver el rechazo evidente de la moneda romana. Una distinción tan radical en el hilo de la moneda oficial llevaba la consecuencia no de separar la economía de la religión, ni la religión del Estado -un contrasentido en cuanto a la teocracia israelita-, sino de reclamar la independencia moral y también la económica. Pues dar a Jahvé lo que es de Jahvé no era precisamente una admonición apolítica de tipo alguno. Esto sólo se les podía ocurrir a los cristianos que en el futuro tomarían el lugar de César y continuarían imponiendo tributo.
Nietzsche se dio cuenta de la ingenuidad de equiparar el lenguaje con la realidad. De hecho, lo consideró un prejuicio peligroso. Porque pensamos encorsetados por las formas del lenguaje, proyectamos contradicciones y problemas en todas partes. La respuesta de Jesús a la pregunta si había que pagar tributo a los romanos era un modo de eludir la contradicción en que pretendía ponerle la pregunta. Un sí pero no característico de un líder de una nación subyugada. Una respuesta que trata de romper la lógica oposicional y situarse más allá del pensamiento dual. Nietzsche dice que tenemos que dejar de pensar si no queremos hacerlo dentro de la prisión de las palabras. Y, según eso, ¿cómo deberíamos pensar si no es con las muletas del lenguaje?
La muerte de Dios significaba, para Nietzsche, el derrumbe del sentido. Pues si al principio era la palabra, y si la palabra era ‘el’ principio, al morir Dios se hizo el silencio metafísico. Ciertamente, el mundo siguió siendo ruidoso, incluso más que nunca, con la volubilidad de discursos que caracteriza la época moderna. Pero el revuelo resultante era justamente eso: ruido vacío de significado. En el caos resultante, los discursos de la historia pierden todo su valor cuando se exponen a la anarquía desiderativa de las personas.
Querer la independencia no es garantía alguna de obtenerla. No lo es ni siquiera consiguiendo el objetivo de una república. La independencia es algo muy difícil de lograr y aún más de preservar. Y no es de clarividentes someterla a operaciones cosméticas antes de haberla hecho ni hacer la independencia dependiendo de requisitos “sociales”. Palabras como democracia, feminismo, igualdad, justicia, sostenibilidad; toda la panoplia del pensamiento bienpensante son útiles de esquematización. Nos servimos de ellos para reducir la realidad a objetos mentalmente manipulables. Las situaciones no son nunca idénticas y convertirlas en una misma cosa con el fórceps de la analogía es un simulacro de verdad. Una operación en la que nos guía “la persuasión de la utilidad”, tal como lo veía Nietzsche. A no ser que, también con Nietzsche, se adopte desesperadamente la doctrina del eterno retorno. Esto es, el determinismo absoluto.
La única salida del nihilismo al que aboca el levantamiento del velo de la calculabilidad de la historia es aceptar que somos huérfanos, no sólo metafísicos sino de la historia misma. Lo cual no quiere decir únicamente que Cataluña no cuente con más defensores que los catalanes mismos, sino que no puede contar ni con los modelos pretéritos de catalanidad. Porque todos o casi todos han terminado en fracasos y regresiones. La alternativa a la parálisis inducida por la represión consiste o en empeñarse en pensar con las categorías conocidas, topando, como la vaca ciega, con un tronco y otro una y otra vez, o bien en pensar más allá de las palabras alisadas por los carriles del hábito. Esto significa desnudarse de la complacencia, que suele ser poco más que un estéril mecanismo de defensa, y crear una realidad no reflejada en el espejismo del futuro, que literalmente no es nada, sino visualizada en el sentimiento de lo que se esconde en el presente. Que más que esconderse, se expone a la vista de todos, como en un escaparate; sólo que la opacidad de las palabras que se pegan al pensamiento como un chicle al zapato nos esconde su visión.
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