Fotograma de la escena final de Senderos de Gloria (1957) de Stanley Kubrick.
Escucho una brillante intervención del periodista Pedro Vallín en la que, contra el prestigio fácil de los sombríos, reivindica el optimismo al mismo tiempo que se desmarca de la ingenuidad. Yo sostengo lo contrario: hay que ser pesimista y defender la ingenuidad. Vallín, que dice cosas muy sensatas, confunde planos paralelos. Todas las noticias –las sedicentes “nuevas”– proceden de la historia y si alguna excepcionalmente es buena tiene que ver con el heroísmo, es decir, también con la excepción. No puede ser noticia que “una madre ha cambiado a regañadientes, sin un gramo de optimismo, los pañales de su hijo y luego le ha besado el ombligo”. La normalidad, que es bonachona, no está en la historia y no hace la historia; remienda sus desaguisados y sostiene sus ruinas. Hace falta mucha ingenuidad para volver a empezar todos los días en un mundo tan malo; hace falta mucha ingenuidad para volver a encender el fuego, regar las flores, velar al enfermo. Constituiría una mala noticia, a mi juicio, que esos gestos cotidianos pasaran a ser noticia, pues indicaría que también la rutina salvífica se ha convertido en anomalía histórica. Abusando de una metáfora de “género”, podríamos decir que el optimismo es propio de los hombres, que se engañan sobre el futuro, sobre el gobierno, sobre sus propios méritos; y que se embarcan, con destructivo optimismo, en proyectos fantasiosos que bombardean ciudades y levantan patíbulos. Las mujeres no suelen engañarse sobre sus maridos ni sobre sus políticas; son pesimistas y lo son precisamente porque están acostumbradas a reparar daños que saben inevitables. Son pesimistas pero ingenuas. No esperan nada mejor de la historia, pero siguen creando en sus anfractuosidades las condiciones para que, mientras se viene abajo, el mundo siga siendo vivible. Por eso precisamente no se ha venido abajo.
Pero no se pueden confundir los dos niveles –el de la condición humana y el de la condición histórica del ser humano– y considerar que la banalidad del bien desmiente de algún modo el progreso histórico hacia la destrucción del mundo. Las malas noticias estridentes dicen mucho acerca de la historia, incluidos en ella los periódicos; las buenas inaudibles dicen mucho acerca de la humanidad. El optimismo consiste en confundir una y otra; en creer que la humanidad que engrana en la historia es la misma que remienda sus harapos; en pensar que la humanidad que cuida enfermos y da abrigo al friolero está al mando de la historia. El ingenuo acomete estas gigantescas minucias a sabiendas de que la sociedad y la vida son ya solo refugios frente a una nueva Naturaleza cuyas leyes severas se imponen una y otra vez al margen de nuestra solidaridad y nuestra abnegación. Nuestra sorpresa al ver a los buenos vecinos que ayer nos prestaron sal hacer el mal al día siguiente quedaría muy amortiguada si comprendiésemos este desdoblamiento vital: unos días trabajamos para la historia y otros para la humanidad. De hecho, trabajamos muchos más días para la humanidad sin que se note; pero el día –o la hora– en que trabajamos para la historia destruimos de un plumazo todo lo que hemos levantado. Por eso la historia siempre nos va a llevar ventaja; y por eso no podemos ni debemos ser optimistas. Debemos ser –más bien– ingenuos pesimistas capaces de coser lentamente un botón en medio de los escombros o de abrir trabajosamente un paraguas frente a la avalancha del tsunami (o de estudiar a fondo los gasterópodos y el teatro isabelino mientras se incendia la casa). El optimismo suele ser la antesala del cinismo, que es el más potente acelerador de la historia, pues desprecia a esa humanidad que se opone a ella con trebejos caseros, con cucharas y vendas y palillos. El que ha perdido la ingenuidad a fuerza de optimismo, se regodea en la impotencia; el cínico obtiene ventaja en ridiculizar el gesto ingenuo del bombero pesimista, de la madre regañona, del enfermero brusco. El trabajo en favor de la humanidad es un trabajo perdido, es verdad, salvo porque mantiene con vida a la humanidad, donde aún pasamos algunas horas al día.
Por lo demás, solo las películas tienen final. Las necesitamos por eso, porque –felices o desalentadoras– tienen final. Es muy cansado pensar en nuestra vida como en un flujo infinito con un solo límite: la muerte. Necesitamos asideros provisionales, rellanos simbólicos, cierres de ficción cuyo placer autocomplaciente estriba en la idea misma del cierre. Lo que nos gusta de los cuentos es que tienen principio y fin. Los relatos, sí, vienen a saciar nuestra sed de desenlace. La historia no los tiene: después de la paz viene de nuevo la guerra y con medios más modernos y más destructivos. Podemos creer que, puesto que hemos conseguido una vez la paz, la paz es la regla y no la guerra. Puede ser, y desde luego habrá que luchar sin cesar por la paz a sabiendas de que ya una vez –o mil veces– puso fin a una guerra. Pero basta hoy una guerra –una nueva excepción a la regla de la humanidad– para que la humanidad desaparezca. La humanidad, tarde o temprano, se cansa de la guerra; la guerra cada vez tiene menos en cuenta nuestro cansancio.
La diferencia entre la historia y la humanidad –el hecho de que trabajamos en ambos campos en días, o en minutos, alternos– se expresa de la manera más precisa y conmovedora en el que es, a mi juicio, el mejor final del cine clásico. Me refiero a esa escena de Senderos de gloria, de Kubrick, en la que Kirk Douglas, tras haber intentado salvar a sus hombres de la historia, asqueado de la corrupción de los generales, vuelve amargado a su despacho. Al pasar por la cantina, escucha el bullicio de los soldados. Acaban de fusilar injustamente a sus compañeros inocentes y deberían estar de ánimo luctuoso o rebelde. Pero no. Ahí están, esas bestias insensibles, entrechocando jarras de cerveza, contándose chistes verdes, celebrando su supervivencia con alegres risotadas. ¿Merecían tanto esfuerzo? El desengaño misántropo de Douglas se ve confirmado cuando el cantinero saca al escenario, para entretener a la soldadesca, a una temblorosa prisionera alemana, joven y guapa, a la que anuncia del modo más grosero, provocando en el público silbidos, pataleos y exclamaciones procaces. Los rostros de los soldados expresan la más abyecta vileza; se arrojarían sobre ese cuerpo doblemente enemigo –alemán y femenino– para saciar en él sus deseos ambiguos de carne y de venganza. Y de pronto la muchacha, aterrorizada, con lágrimas en los ojos, rompe a cantar. Primero canta muy bajito, sin que los gritos de la tropa permitan escuchar su voz. Luego, uno de los soldados de la primera fila alcanza a oírla y guarda repentino silencio, un silencio que va doblando, como el oleaje en retirada, uno por uno, los pinchos del griterío. De pronto todos callan y escuchan. Y se transforman más radicalmente que si les hubiera tocado la varita mágica del hada de Cenicienta. La muchacha alemana canta una sencilla canción de amor, El húsar fiel, que los soldados, obviamente, comprenden sin entender la letra. Ella canta, llora, se acuerda de su patria y de su novio y, a fuerza de cantar, se olvida de todo lo que no sea su canto. Las caras de los soldados, en medio de ese silencio sagrado, se transfiguran; la emoción más intensa los embellece; muchos de ellos –rudos soldadotes curtidos en las trincheras– dejan rodar gruesos lagrimones por sus mejillas. Ella canta, ellos tararean; ella llora, ellos lloran, y ya no hay alemanes ni franceses ni guerra mundial ni generales asesinos; la humanidad común se vuelca en esa balada que, en su sencillez universal, se convierte en alegato contra la historia, en lamento por los caídos y, por eso mismo, en curación ancestral. Volverán más tarde a la historia, claro, y matarán y se dejarán matar y sufrirán injusticias sin protestar. Pero cuando el asistente se acerca a Douglas para decirle que los soldados deben volver a las trincheras, éste le dice: “Déjelos dos minutos más”. Como quien dice: deles dos minutos más de humanidad. Porque los soldados lo necesitan; y porque él mismo, sacudida milagrosamente su misantropía, necesita esos dos minutos de humanidad de sus soldados para volver a creer en ellos. Y para seguir luchando contra los generales que hacen nuestra historia.
Coincidiendo con este diálogo mental con Vallín, leo un extraordinario artículo de Germán Cano sobre Mark Fisher, el crítico de la cultura tempranamente malogrado (al que confieso haber leído poco). Aún a riesgo de arrimar abusivamente el ascua a mi sardina, diría que no puedo estar más de acuerdo con él sobre ese paradójico elitismo de la izquierda que consiste en considerar democrática la estupidez y clasista el razonamiento y la cultura; ni sobre su propuesta de un “modernismo popular”. Pero no estoy seguro de coincidir en lo que se refiere al “realismo capitalista” y el “bloqueo de la imaginación” que lo acompaña. Fisher piensa las cosas como si no fuésemos capaces de imaginar una alternativa a consecuencia de un candado epistemológico que tiene que ver con la “cultura capitalista”. Es razonable. Es indudable. Pero hay que preguntarse enseguida, ¿el capitalismo ha bloqueado la imaginación o ha bloqueado también las salidas? Puede que yo sea incapaz de imaginar una alternativa porque la imaginación capitalista se ha apoderado completamente de mí –en una curiosa reproducción del determinismo marxista, trasladado ahora del ámbito de la producción al de la cultura– o puede que sea incapaz de imaginarla porque realmente no hay ninguna alternativa. El capitalismo, que se reproduce gracias a la convergencia de muchas imaginaciones negativas, no es, sin embargo, un producto de la imaginación. No lo es la amenaza nuclear ni el cambio climático ni el cerrojo tecnológico ni la desigualdad apabullante ni el consumismo des-almante. Desde la lógica de “la cancelación del futuro”, mi pretensión de que el capitalismo ha bloqueado todas las salidas sólo demostraría que yo, atrapado en el “realismo capitalista”, soy incapaz de imaginar una. Es posible. Es seguro. Pero aceptar ese principio inhabilita de entrada todo pensamiento que no conduzca 1) a inhabilitar mi propio pensamiento o 2) a enunciar una salida ilusoria que contradice el estado actual del mundo. El huraño y antipático Gunther Anders escribió en los años 80 del pasado siglo un texto titulado “Llámese cobardía a esa esperanza”. ¿Se puede vivir sin esperanza? Sí, pero no sin alegría. ¿Se puede vivir sin esperanza y ser amable, generoso, ingenuo, valeroso, chistoso, cuidadoso, estudioso, exigente, comprometido? Esa es la buena noticia: se puede. De hecho, creo que es la única forma de encarar con dignidad y sin cinismo –y sin renunciar a la historia– los tiempos venideros. Que empezaron, por cierto, hace ya mucho tiempo.