Cada vez más, en la esfera pública, la búsqueda de un gesto, un comentario, las palabras que señalen a un emisor como “impropio” se han convertido en modelo de comportamiento habitual. Las redes sociales son el principal escenario de esta práctica policial. Localizada la inconveniencia, se suceden en cascada los juicios, la condena moral, la invitación a la retractación, en el peor de los casos, la excomunión. Por desgracia, estas prácticas no son solo una cuestión académica y de redes, sino que han alcanzado también los espacios de organización política más variados. En un momento de baja movilización y con una correlación de fuerzas muy desfavorable, el clima político se vuelve oscuro y depresivo, desde luego no dan ganas de sumarse. Esta tonalidad de resentimiento nos separa además en un momento en el que sería imprescindible la composición de las diferentes luchas.
El moralismo y la moralización se han convertido en la forma política de nuestro tiempo. Su estilo y una cierta lógica inquisitorial empapan a la izquierda y a la derecha, aunque la izquierda parece ensañarse especialmente con los suyos. Se trata de una política con efectos desastrosos para el debate. La consecuencia de estas persecuciones es un antiintelectualismo donde el pensamiento acaba penalizado, donde a veces cuesta atreverse a hablar de determinados temas. La sorpresa está en que este es también el estilo de quienes supuestamente defienden la libertad de opinión y la libre discusión como la mejor forma para el intercambio y la producción de ideas y horizontes de lucha.
“El Twitter de izquierdas puede ser a menudo una zona miserable y desesperante”, dijo en 2013 el crítico cultural inglés Mark Fisher a raíz de una de tantas campañas contra Owen Jones, una figura pública de izquierdas. Este tipo de campañas fue lo que le impulsó a pronunciarse. “Lo que habían dicho estas figuras era en ocasiones cuestionable, pero la manera en que fueron personalmente vilipendiadas y perseguidas deja un residuo horrible: el hedor de la mala conciencia y el moralismo de la cacería de brujas. La razón por la que no me he pronunciado sobre cualquiera de estos incidentes –me da vergüenza decirlo– es el miedo. Los matones estaban en el otro rincón del patio de recreo. No quería atraer su atención”, escribió.
En privado, son mayoría –periodistas, influencers, simples ciudadanos– los que comentan que no se atreven a hablar de determinados temas, que no se puede decir, que no se puede dudar, que no se puede pensar y que no te puedes equivocar… por miedo a ser aplastado. La deriva moralizante de la discusión se convierte así en una condena a la autocensura, en ocasiones a la autocomplacencia o la continua repetición de lo que se considera políticamente correcto, en definitiva, a una eterna impotencia. Al fin y al cabo, sobre lo que más se discute en este espacio público no son propuestas de acción, menos de organización que nos permitan avanzar. En las redes sociales domina una suerte de “policía semiótica”, un señalamiento de este cartel, esta frase, esta imagen, este tuit. En los últimos tiempos, el ambiente en redes puede ser bastante asfixiante.
Fisher llama a esto “el Castillo del Vampiro” y dibuja unas pocas reglas que parecen definir los problemas de la discusión actual. La primera era “individualiza y privatiza todo”, incapaces de una crítica estructural, la práctica nunca se centra en nada excepto en el comportamiento individual. La segunda es “haz que la reflexión y la acción parezcan muy, muy difíciles”; no ha de haber ninguna ligereza y, por supuesto, ningún tipo de humor. La tercera es una exhortación: “propagad tanta culpa como podáis”, cuanta más culpa mejor, la gente tiene que sentirse mal, muy mal. La última es “esencializa”: el enemigo ha de ser siempre convertido en algo inmutable. Como los deseos que animan el castillo del vampiro son en buena medida los deseos del sacerdote de excomulgar y condenar, ha de haber una clara distinción entre el Bien y el Mal.
La consecuencia de esta dinámica es un antiintelectualismo donde el pensamiento acaba penalizado, donde a veces cuesta atreverse a hablar de determinados temas
Hace ya casi veinte años –los debates estadounidenses llegan tarde aquí, es lo que tiene ser un país semiperiférico–, la también crítica y activista Wendy Brown describía este moralismo de los debates actuales como una “antipolítica”. Donde no hay un horizonte de emancipación claro y ante la crisis de las grandes narrativas, las sensaciones de impotencia y de desorientación, explosionan estas prácticas en las que las verdades morales se han convertido en sustitutas de la lucha política. Moralizar tiene por objeto prohibir ciertas cosas, palabras y actos, despolitiza, dice Brown. Si no analizas el mundo actual, si no conoces como funcionan las lógicas de poder, no puedes pensar hacia dónde dirigir la acción de transformación.
Históricamente la izquierda criticaba los problemas estructurales, las fuentes del sufrimiento. Hoy se señala a personas y actitudes, declaraciones o imágenes y se les culpabiliza como si fuesen la causa de la opresión. Esto mata la crítica, dice Brown, porque configura la justicia política como un problema del discurso y no como un problema de formaciones de poder históricas, político-económicas y culturales. Por decirlo así, podrías llegar a conseguir que nadie haga ningún comentario machista o racista, pero después de eso, seguirías teniendo la división sexual del trabajo y la ley de extranjería.
En definitiva, con este tipo de prácticas se juzga a personas y no sus ideas y, al final, se emite la sentencia. En los casos más extremos, puede que a esas personas se les cierren puertas, o incluso que se intente que esas personas sean despedidas de sus trabajos. No es raro que haya miedo a salirse del guion. Pero incluso si el objetivo reconocido es el de “transformar actitudes”, habría que señalar que el miedo no cambia a las personas o sus actitudes, tan solo las “corrige”. Si realmente se piensa que es importante intervenir en estas expresiones culturales, en las formas del debate público, la vía no debería ser la punitiva.
El moralismo corresponde pues con una profunda impotencia analítica, así como con una total falta de objetivos políticos. Moralizar tiene por objeto prohibir ciertas cosas, palabras y actos, es una suerte de no práctica, una reacción (en realidad) que se hace pasar por práctica. La propia Brown reconoce el par subjetivo de este dominio del “moralismo”, que no es otro que el “victimismo”, el sentimiento de ofensa por todo aquello que supone que reabre la herida de nuestra identidad (sea esta cual sea). Las extremas derechas se impulsan además en esta polarización buscando precisamente la ofensa que viraliza sus mensajes.
La salida del Castillo del Vampiro es, según Fisher, una invitación a recuperar un marco de discusión e intercambio de ideas y propuestas, que estén vinculadas a proyectos de organización y acción colectivos. “Hemos de aprender, o volver a aprender, cómo construir camaradería y solidaridad en vez de hacer el trabajo del capital condenándonos e insultándonos los unos a los otros”, dejó escrito. Es una invitación a rechazar al policía que llevamos dentro, a cualquier concepción unívoca de lo que está bien y está mal. Se trata de algo muy elemental: recuperar la capacidad para el libre examen, sin otorgar ninguna prioridad a la identidad propia o supuesta en los otros. Una invitación a seguir apostando por el deseo como motor de la política, una política de la amistad –de lo que se construye en el curso de la acción colectiva que diría Paolo Virno– y no una del enemigo irrenunciable.