Hay que reconocer que el Brexit ha sido una muy buena noticia para el sistema judicial español. Antes de la pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea, España tenía hasta 24 estados por delante suyo, superándola en independencia judicial, pero ahora ya sólo tiene 23, tras la salida británica de las instituciones europeas. Ha ganado, pues, un lugar en el ranking y sólo tiene tras de sí Bulgaria, Eslovaquia y Croacia. Para un Estado que se empeña en presentarse como una democracia seria y consolidada, no parece, francamente, que sea esta la mejor carta de presentación.
Pero quizás nos equivocamos al negar credibilidad a la independencia judicial en el Reino de España, sobre todo ahora con el gobierno más progresista de la historia. En realidad, no es que los jueces estén al servicio de un gobierno de una ideología determinada y le sometan sus decisiones, interpretaciones del marco legal, aplicaciones de la ley y sentencias, no, no. Lo cierto es que los jueces tienen su propia ideología política basada, fundamentalmente, en la defensa de la unidad de España, en el mantenimiento de la integridad territorial del Estado, y éste es un valor supremo que pasa por encima de cualquier otro aspecto. Un valor moral supremo, dirían los obispos de la Conferencia Episcopal Española, expresando así la coincidencia católica-judicial en un mismo combate.
Es esta unidad de destino en lo universal lo que, el 1 de octubre, defendía el coronel Diego Pérez de los Cobos, con procedimientos que no tienen nada que envidiar a los empleados por Putin en Rusia o Erdogan en Turquía, en vez de hacer prevalecer el respeto a los valores, derechos y libertades fundamentales, característicos de cualquier sistema democrático. Y su hermano, Francisco, poseedor de un elevado sentido de la ética, no tuvo ningún reparo en ocultar que militaba en el PP cuando accedió a la presidencia del Tribunal Constitucional o bien a mentir manifestando su dominio del inglés y el francés, cuando aspiraba a convertirse en magistrado ni más ni menos que del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pero siendo incapaz de contestar ninguna de las preguntas formuladas en estas lenguas. Años antes, se había despachado a gusto contra Cataluña y contra el Estatuto de Autonomía que el Parlamento había aprobado por 120 votos a favor y 15 en contra.
El nefasto Tribunal de Orden Público franquista se transformó en Audiencia Nacional en 1977, donde fueron a parar una parte de los magistrados del TOP, como otros lo hicieron al Tribunal Supremo. Así, sin solución de continuidad, el franquismo judicial se puso la toga democrática y así siguieron las cosas. Y eso lo explica todo, porque la famosa amnistía decretada en aquella época fue, sobre todo, una magnífica operación de imagen para amnistiar a los franquistas, para que el franquismo no fuera nunca considerado delito, ni ningún franquista fuera a parar a la cárcel por el hecho de serlo.
Desde entonces, todo ha sido posible amparándose en la propiedad del Estado y en la justificación ideológica de las élites que lo apoyan, como forma de vida y perpetuación de privilegios. Así sufrimos un Consejo General del Poder Judicial, con el mandato caducado, como antes sufrimos lo mismo con un Tribunal Constitucional reduciendo a cenizas el Estatuto, también con magistrados que ya habían superado el límite temporal fijado por la ley. Estaban, pues, fuera de la ley, pero era su ley, la que ellos mismos habían hecho y esto les daba y les sigue dando carta blanca.
No han sido pocos los jueces que, desde el inicio del proceso en Cataluña, han forzado interpretaciones de la ley de manera sesgada, han aceptado pruebas sin fundamento presentadas por los cuerpos de seguridad estatales, tergiversadas, manipuladas, exageradas, y han rechazadas otras que, aunque fuera de lejos, pudieran cuestionar el papel de del Estado, de su jefe, de su gobierno, su policía y sus servicios de inteligencia.
Ellos deciden quién puede ser president de la Generalitat y quién no, qué leyes pueden ser aprobadas y cuáles no, cuándo se hacen unas elecciones y cuándo no, interfiriendo hasta límites impensables en una democracia en la vida cotidiana, llegando a extremos increíbles. Para ciertos jueces, un lazo amarillo, una pancarta a favor de derechos democráticos fundamentales (expresión, vivienda, manifestación, trabajo digno, etc.), una bandera con el arco iris, una estelada o un clamor pacífico por la paz en un edificio público resultan ser mucho más peligrosos que una pandemia que siembra de muerte los cinco continentes.
La arbitrariedad de algunas decisiones queda demostrada con el hecho de que mientras el entonces alcalde de Agramunt puede ser condenado por un pretendido delito de colaboración no con banda armada, sino con un referéndum, la primera autoridad municipal de Roses fue totalmente exculpada a pesar de haber hecho exactamente lo mismo. Claro que, el antiguo alcalde, ahora es miembro del Govern de Cataluña. Todo hace pensar que, en las oposiciones para juez, no sólo no son los ciudadanos quienes eligen los miembros de la judicatura, sino que en el temario no hay pruebas de sentido común.
Felizmente, no todos los jueces y magistrados pertenecen al “partido” judicial, ni catalanes, ni españoles. Gracias a ello, escuchamos voces discrepantes de ciertas decisiones judiciales por parte de personas autorizadas por su prestigio y su experiencia profesional. Y tanto Adrià Carrasco, como antes Tamara Carrasco, se encuentran en libertad, después de haber sufrido un calvario innecesario. Y en 2014, una treintena de magistrados catalanes defendieron el derecho de autodeterminación de la nación catalana. Pero, sin embargo, la sensación de justicia injusta, en relación a la justicia española, sigue estando tan presente como la percepción de que seguimos teniendo, hoy todavía, cuando entramos en una dependencia judicial: no jugamos en casa, ni en territorio amigo. La sombra del franquismo sigue siendo alargada. Pero legal.
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