Ayer a primera hora seguían llegando a Bakú convoyes de tanques armenios capturados. Cruzaban en ferrocarril la llanura azerí ebria de petróleo y sin embargo reseca. Al mediodía, estos se añadían a los despojos del Desfile de la Victoria. O del desquite.
Parada militar un mes después del acuerdo que, tras cuarenta y cuatro días de ofensiva azerí, revertía las conquistas territoriales armenias de un cuarto de siglo atrás, alrededor de Karabaj.
El invitado de honor del presidente Ilham Alíev solo podía ser su homólogo turco, Recep Tayyip Erdogan. El día anterior habían cenado con sus respectivas esposas, mientras la perla del Caspio era una ciudad fantasma, bajo un estricto toque de queda sanitario entre las nueve y las seis.
El público autorizado ayer en las inmediaciones del desfile era también limitado, inferior a los tres mil soldados azeríes, a los que había que añadir una nutrida representación de tropas de élite turcas.
Aviones de guerra surcaban el cielo con los colores de Azerbaiyán, mientras a ras de tierra lo hacían los decisivos drones turcos y la bandera turca, que empieza a hacerse casi tan frecuente como la propia. “El Karabaj es nuestro” rezaban carteles por todas partes.
Erdogan, en el que tal vez sea el único país extranjero en el que no necesita traductor, dio la arenga esperada. “La lucha continúa en otros frentes”, aseveró, aunque nadie en Azerbaiyán lo interpreta como una invitación guerrera.
Los hidrocarburos han generado durante los últimos quince años bolsas de riqueza muy visibles en la espectacular capital azerbaiyana. Junto a joyas de la arquitectura firmadas por Zaha Hadid o torres que no desmerecerían en Dubái, el Estado azerbaiyano se ha dotado de un ejército muy superior tecnológicamente al armenio.
Al mismo tiempo, el bienestar casa mal con el ardor guerrero, algo de lo que ya empieza a haber síntomas. Bakú, que no informó de bajas militares a lo largo de los combates, reconoce ahora más de dos mil quinientos soldados muertos, cifra similar a la aducida por Artsaj. Erdogan ha atacado al Senado francés por pedir el reconocimiento de la autoproclamada república, algo que no ha hecho ni siquiera Armenia. El enclave armenio de Azerbaiyán sigue en el limbo, ahora disminuido y rodeado por todas partes, excepto por el cordón umbilical de Lachin, bajo control ruso.
Asimismo, Erdogan ha llamado a los armenios a “desoir a los imperialistas” y ha lanzado el anzuelo de la apertura de sus fronteras, que permanecen cerradas con Armenia desde hace décadas, precisamente, como medida de presión por la ocupación de siete distritos azeríes, ahora revertida.
El presidente turco también ha criticado “la incapacidad” demostrada por el grupo de Minsk (Francia, EE.UU., y Rusia) para desencallar el conflicto desde los noventa. De modo que ha propuesto a Erevan que se una a otra plataforma de resolución, junto a Azerbaiyán, Georgia, Rusia, Irán y Turquía. Con todo, nunca un país de la OTAN había sido tan decisivo en el Cáucaso, tradicional patio trasero de Moscú.
La victoria apadrinada por Turquía ha dado combustible al régimen personalista de Alíev y disimula sus fisuras. Aparte de las diferencias entre armenios y azeríes, que explotaron tras el desguace del paraguas soviético, crece hoy en Azerbaiyán el abismo entre la rica capital y el resto del país, instalado en el siglo pasado. Mientras en Bakú los Mercedes multiplican a los Ladas, en el Azerbaiyán rural circulan aún carros tirados por caballos.
En cualquier caso, Azerbaiyán rompe esquemas. Siendo el país más chií del mundo, es también el más laico de los musulmanes. Además de aliado de Israel, sin renegar de su hermandad con Turquía, basada menos en la sangre que en la circulación del gas y el petróleo. “Una nación, dos estados”, repite Erdogan, como antes el padre del dinasta Alíev.
LA VANGUARDIA