La serie Curro Jiménez probablemente no resultará desconocida. Fue bastante popular durante su estreno en TVE a finales de los 70, ha sido reprogramada posteriormente con éxito e incluso a mitad de los 90 se rodaron otros doce episodios que se sumaron a los cuarenta de las tres temporadas iniciales. Su argumento se centra en las aventuras de un personaje fuera de la ley que, en un contexto de ocupación nacional, la denominada Guerra de Independencia española, combate al ocupante, asalta a los ricos y castiga a los colaboracionistas. Arropado por un pequeño grupo que representa a sectores populares, la serie proyecta empáticamente una actividad criminal, recreando románticamente la aventura de un bandido y guerrillero que, en la relación con sus compañeros, recuerda a D’Artagnan y los mosqueteros; un mix entre Robin Hood y galán latino que, en lugar de París y una fratría de gascones, tiene a las andaluzas y la Serranía de Ronda como protagonistas. Dirigida a un público familiar, es una serie donde los episodios de violencia, en sus múltiples manifestaciones –asesinatos, asaltos, robos, secuestros o extorsiones, dan pie al entretenimiento. Todo lo contrario que la serie homónima de la novela Patria.
Mi interés por la novela de Aramburu, del que ya había leído alguna obra, se bloqueó tras su grandiosa presentación en Madrid, apadrinada por el entonces presidente del gobierno español, M. Rajoy, cuya misteriosa identidad, a pesar del idéntico sobrenombre recogido en la lista de Bárcenas, aún no ha sido desentrañada por la justicia española. El descarado empleo político de aquel acto publicitario, que ocupó la primera plana de la prensa afín, me pareció que trataba de canonizar un relato que, mostrando el angustioso sufrimiento de las víctimas, sirviera para beneficiar al nacional-constitucionalismo, culpabilizar a la sociedad vasca y desprestigiar al nacionalismo, es decir, permitiera novelar la ideología del resentimiento unionista.
Según una lógica maniquea que también emplea la Conferencia Episcopal española, si el terrorismo es un mal que alienta el separatismo, la independencia es pecado y la unidad de España un bien moral. Los elogios que Patria ha recibido, o la publicidad de la que ha disfrutado, hasta alcanzar una difusión masiva, más allá de su valor como trágico relato sobre el dolor de las víctimas y la degradación social que provoca la violencia, parecen confirmar su utilidad para el magisterio ético y como arma política.
Si la ocupación francesa de la península hubiera continuado hasta la fecha, una serie como Curro Jiménez posiblemente no existiría o, en su caso, sus simpáticos protagonistas serían presentados como miembros de una banda terrorista dedicada a provocar estragos y a extorsionar a la población. Encabezada por un siniestro líder, el relato, en vez de dirigirse al entretenimiento y la exaltación patriótica, abundaría en el objetivo de proyectar la trama como una maquina de dolor, donde la violencia resultaría repugnante, salvo desde la perspectiva de una ideología criminal o el trastorno psíquico. También cabe pensar que si Euskadi fuera una república soberana, ajena a la censura española, los relatos sobre la violencia serían diferentes. Así, ante los intentos por imponer una narrativa, no debiera obviarse que cualquier relato es una construcción, una ficción más o menos verídica y asentada en hechos, que de una multiplicidad de acontecimientos selecciona algunos y con frecuencia distorsiona el pasado para tratar de orientar el futuro. Incluso puede convertirse en una fantasía que se vive colectivamente. Así, según una encuesta reciente, la mitad de los españoles todavía cree que ETA sigue en activo.
Patria se centra en la tragedia y el dolor que procuró la violencia que impuso el revolucionarismo patriótico, malinterpretado como nacionalismo radical, y se proyecta como una antítesis oscura y amarga de la violencia que se recrea en Curro Jiménez, a pesar de que en aquel conflicto fueran cientos de miles de personas las que perdieron la vida. Patria se asocia con la violencia terrorista y Euskadi, aunque el término que le da título, de uso frecuente en el discurso político español, apenas se emplea en el País Vasco. En la Constitución española se recoge vinculado a una nación que se proclama indivisible e indisoluble, es decir afirmando su carácter supremacista. Es un término que también se publicita como divisa de la Guardia Civil, en cuyas casas cuartel se expresa en un sentido totalitario: “Todo por la Patria”. Traspasar ese umbral patrio, pongamos que en Intxaurrondo o La Salve, ha significado torturas y malos tratos; allí el ongi etorri al hogar patriótico ha estado asociado a la violencia y la brutalidad.
Aunque los territorios forales no admitían tropas foráneas, tras las leyes abolitorias, y por derecho de guerra, la Benemérita ha ido ocupando el territorio vasco sin atender las solicitudes de limitar su número o exigir su salida que se han dirigido desde el Parlamento Vasco y numerosos ayuntamientos. Hoy cuenta en Euskal Herria con más de medio centenar de acuartelamientos y dispone de alrededor de cinco mil agentes. Acusada de torturas por miles de ciudadanos vascos según protocolos internacionales documentados por el Gobierno vasco, estas denuncias se ignoran o descalifican, como si fueran falsas o inspiradas en manuales de ETA. Sin embargo, a lo largo de los años, los valedores de la unidad de la patria no han dudado en recurrir a la violencia o a amenazar con emplearla. El estado de la nación castellano-española, incluido su aparato judicial, ha contado secularmente con el tormento como recurso político. Y la amenaza de la detención abusiva, de la violencia policial y su impunidad han formado parte del conflicto. Pretender establecer un debate moral mientras se ignora o exculpa, como si fuera una fantasía, el terror y el maltrato asociado a los cuartelillos (o comisarias), tal y como se empeñan algunos espíritus poseídos por la “razón de Estado”, impide un tratamiento riguroso de la cuestión de la violencia.
Imponer a los nativos un orden colonial no solo se ha empleado en ultramar, también ha sido utilizado frente a la contestación social y nacional en la península. La eliminación del autogobierno vasco y catalán mediante la supresión de los Fueros, como antes la conquista de Navarra; y luego la imposición de la legalidad franquista y la supresión del Gobierno de Euzkadi o de la Generalitat de Catalunya, se hizo por la fuerza y acompañada de la ocupación del territorio. Dados los antecedentes, no debiera sorprender que la legitimidad del orden constitucional esté cuestionada desde hace años en Catalunya y haya sido siempre dudosa en Euskadi. Los más de siete mil negociadores que el Estado fondeó en el puerto de Barcelona para reprimir una votación, asistidos por las denominadas policía y justicia patrióticas, confirman un talante histórico represivo y una legalidad asociada a la violencia. El reciente trabajo de Henry Kamen sobre La Invención de España pone en evidencia la ficción de los relatos sobre la referencia patriótica dominante en la península.
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