Si no hay un milagro, a las elecciones que se celebrarán dentro de una docena de semanas pueden concurrir también una docena de candidaturas independentistas. O para ser más precisos, poco o muy independentistas, porque ya no todas estas ofertas electorales tienen este horizonte como prioridad. Pasa como con los partidos socialistas, en los que el socialismo se ha desdibujado hasta el punto de no tener significado preciso alguno. Es decir: puede muy bien ser que haya un independentismo que termine cómoda e indefinidamente instalado en una Cataluña permanentemente autonómica.
Nos falta perspectiva para analizar con rigor las razones de esta implosión de ofertas más allá de la obviedad de decir que es resultado de la desaparición de la expectativa de una inmediata independencia. Lo que ahora no sabemos con precisión es la responsabilidad que han tenido las viejas estructuras de partido, los personalismos, los resentimientos, los oportunismos reformistas o revolucionarios, los reventadores y quién sabe si algún caballo de Troya bien untado.
En cambio, sí que ya se pueden anticipar algunas de las consecuencias de esta fragmentación de ofertas que en ningún caso responde a la existencia de una tan gran diversidad de estrategias para hacer efectiva la emancipación. Más bien al contrario, la fragmentación pone en evidencia que no se tiene ninguna estrategia efectiva. Y esto ha dado paso a un estallido de retóricas que sirven más para enmascarar el callejón sin salida que para salir del mismo.
Así, y en primer lugar, en la medida en que esta diversidad de ofertas no responde a una demanda plural del electorado independentista, previsiblemente, se acentuará el clima de confusión y de decepción. Los datos demoledores sobre los que a estas alturas creen que finalmente se conseguirá el objetivo -sólo el 26% de los votantes de JxCat, un 27,6% de los de la CUP y un misérrimo 13% de los de ERC, según el ICPS- son una diáfana expresión no del abandono de la aspiración, que aguanta bien, sino del desengaño por las oportunidades perdidas y el descrédito de los liderazgos.
En segundo lugar, la fragmentación de la oferta independentista hará visibles las contradicciones insuperables en que se ha dejado atrapar. Por un lado, la falsa oposición entre gobernabilidad y confrontación. Si lo desean, entre ‘portarse bien’ y aplazar el desafío a la espera de un hipotético mejor trato por parte del Estado, o la confrontación para provocar un no menos hipotético rápido desenlace, bajo la amenaza de pagarlo caro. Por otra parte, también se pondrá en evidencia la paradoja de que las estrategias más contemporizadoras -como confiar en un referéndum pactado- son las menos plausibles, mientras que las más arriesgadas -activar la declaración de independencia del 27-D- son poco factibles.
Finalmente, la fragmentación del voto independentista implicará la pérdida de una parte de su representación parlamentaria. El 14-F podría haber perfectamente más de un cincuenta por ciento de voto independentista, pero que sólo un cuarenta por ciento consiguiera representación parlamentaria. Y eso, en unas elecciones en las que existe la amenaza de la entrada de la extrema derecha españolista de Vox, al que la división del independentismo estimulará. Por si fuera poco, el independentismo se habrá hecho incontable. Es decir, que no habrá acuerdo -ni dentro de este mismo mundo- sobre quién se puede considerar y quién no, sobre todo después de una campaña centrada en saber quién hace más tiempo que es más o quien lo es más genuinamente, y entre quién es más cobarde, más traidor o más impostor.
El milagro del que hablaba al principio sería que, en estas próximas semanas, se revirtiera esta lógica autodestructiva. Me parece una obviedad que quien fuera capaz de aglutinar en una candidatura el mayor número de voluntades dispersas sería quien generaría más confianza electoral. ¿Se estará a tiempo? De otro modo, quizá sí que habrá que dejarlo para futuras generaciones.
ARA