En su inmortal obra así titulada, publicada en 1835-1840, Alexis de Tocqueville identificó la contradicción fundamental que en la perspectiva de las élites intelectuales europeas encierra la democracia republicana, tal como se puso en práctica en los nacientes Estados Unidos de América. El autogobierno de los ciudadanos de a pie puede conducir a la mediocridad de los gobernantes que no pueden distanciarse excesivamente del bajo nivel cultural de la población. Y si lo hacen están expuestos a la reacción de sectores populares que afirman sus propios valores y resisten los privilegios de las élites en nombre del principio de igualdad.
Este dilema sigue subyaciendo, lo que para observadores externos parece incomprensible al constatar la fuerza del trumpismo en un país que se sitúa en la vanguardia económica, tecnológica y académica del mundo. Aunque Trump haya perdido la elección por escaso margen en el Colegio Electoral, ha demostrado su arraigo popular en particular, pero no solo, entre los hombres blancos de menor educación. Es la crisis identitaria de ese grupo social, con un fuerte componente racista, sexista, xenófobo y homofóbico, lo que proporcionó el sustrato de la demagogia de Trump, que rompió las reglas de la civilidad democrática en aras de un ultranacionalismo mezclado con un nuevo asalto a la razón, incluyendo el negacionismo de la ciencia y la manipulación mediante fake news .
Aunque en principio haya ganado Biden, no sabemos exactamente con qué margen de libertad
Precisamente porque Estados Unidos es la más antigua democracia liberal, el contraste es más pronunciado entre la libertad individual como valor supremo y la aceptación del otro, base de la convivencia. La tensión con la que se ha vivido la elección en todo el mundo responde al temor de que un liderazgo cuestionador de las instituciones de la democracia pudiera enquistarse en la presidencia del país más poderoso del mundo, desvirtuando su tradición democrática.
La movilización de la mayoría de la sociedad, en particular de las mujeres, de los jóvenes y de las minorías, frente a ese peligro ha demostrado la vitalidad de una sociedad civil que asombró a Tocqueville en su momento. El movimiento Black Lives Matter, una amplia protesta multirracial contra el racismo institucionalizado, el movimiento MeToo contra el sexismo, iniciado desde Hollywood, corazón de la cultura estadounidense, y las movilizaciones pacifistas contra las guerras en Oriente Medio han ido creando una nueva conciencia que no desistirá de la lucha por el cambio social tras la victoria electoral.
Ahora bien, la fuerza de esos movimientos y la violencia de los enfrentamientos con la policía en momentos de indignación incontenible han provocado una reacción de temor al caos que Trump aprovechó para sumar a sectores de la clase media blanca, y también del exilio cubano y venezolano, a su núcleo básico de seguidores. Esta ampliación de la base trumpista es lo que no detectaron las encuestas. Y es lo que explica que los demócratas hayan retrocedido en las elecciones legislativas con respecto al 2018, aunque conserven la mayoría en la Cámara de Representantes. La movilización de la protesta social ha incrementado la participación electoral, sobre todo de los jóvenes, que permitió derrotar a Trump en último término. Pero al mismo tiempo galvanizó al fanatismo trumpista y redujo la influencia demócrata entre los sectores moderados.
De modo que el país seguirá dividido entre la nostalgia de un pasado imaginario, que defienden grupos ultranacionalistas supremacistas armas en mano, y un proyecto de futuro por explorar que se está gestando en las grandes ciudades y en sus suburbios. Estas son las claves en profundidad del proceso que estamos viviendo y que puede conducir todavía a una violenta confrontación en los tribunales y en las calles, con el trasfondo de una pandemia fuera de control y un Trump igualmente fuera de control que sigue siendo presidente hasta el 20 de enero.
Afortunadamente las instituciones democráticas han sido revitalizadas por la amplia participación electoral (más de dos tercios del censo), los demócratas retienen el control de la Cámara de Representantes y una parte de la élite republicana, refugiada en el Senado, se desmarca de los excesos del presidente para contribuir a la estabilización del sistema político.
Aun así, la crisis económico-social asociada a la pandemia y la radicalización de un trumpismo extrainstitucional prefiguran un periodo de conflicto social y político que se había contenido a la espera de la elección. Conflicto que no hace sino empezar en estos momentos, con múltiples demandas legales de Trump en los tribunales de varios estados, confiando en que algunas de estas demandas lleguen hasta un Tribunal Supremo con mayoría conservadora y que anule alguna de las votaciones en estados decisivos, lo que provocaría disturbios necesariamente. Por eso, aunque en principio haya ganado Biden, no sabemos exactamente con qué margen de libertad, porque, aun con tres millones de ventaja en el voto popular, depende de unos miles de votos en Arizona, Georgia, Nevada y Pensilvania, amén de posibles recuentos en Michigan y Wisconsin.
La crisis de legitimidad que asola a la democracia en América (y en el mundo) empieza a suscitar tormentas impredecibles mientras el virus corroe nuestra vida cotidiana. Lo que hace más necesario que nunca reafirmar nuestros principios democráticos y tener el coraje de defenderlos.
LA VANGUARDIA