Sin caer en ingenuidades del tipo “Será la fiesta de la democracia”, las próximas elecciones catalanas deberían ser vividas con esperanza más que como una amenaza. Y, ahora mismo, no estoy nada seguro de que las estemos encauzando en este sentido. Además de la subida de tono partidista y de los excesos demagógicos habituales, en el campo soberanista se adivina una batalla sangrienta para ganar lo que será, como se ve venir, una raquítica y patética hegemonía. Digo raquítica porque gane quien gane lo hará por los pelos. Y digo patética porque se producirá en un marco postautonómico, no por haberlo superado sino porque se trata de un escenario agónico, en ruinas y no recuperable.
Las recientes elecciones estadounidenses nos podrían servir para aprender alguna lección útil. En primer lugar, para ver cuán socialmente devastador es crear un clima de desconfianza generalizada y favorecer un voto crispado. Afortunadamente, los diez millones de votos añadidos a Trump respecto del 2016 no le han llegado a dar la victoria, pero apagar el odio de este plus de voto irritado que nunca había ido a votar será de una gran dificultad para el nuevo gobierno. Y, en segundo lugar, deberían servir para saber que una propuesta serena, sostenida con buenas formas y con vocación de convertir la diversidad en herramienta de cohesión, también puede derrotar la arrogancia, la provocación y el recurso a las malas maneras.
En nuestro caso, y desde una perspectiva soberanista, creo que la esperanza electoral se debería construir sobre dos horizontes complementarios. En primer lugar, en el imprescindible compromiso en la reconstrucción del país tras el asolamiento producido por la pandemia. Y, en segundo lugar, renovando la promesa de una autodeterminación efectiva. En cuanto al primer horizonte, la confianza en las propuestas de reconstrucción se debería apoyar en un buen equilibrio entre las propuestas de creación de riqueza y la garantía de un combate contra la desigualdad y la exclusión social. Sin prosperidad no hay bienestar, y es fundamental que el uno se vincule con la otra.
En relación a la promesa de autodeterminación efectiva, a mi juicio, el Govern de esta nueva legislatura debería tener dos grandes objetivos. En primer lugar, promover un diálogo interno fundamentado en este incombustible 75 u 80 por ciento de catalanes que dicen que quieren decidir su futuro político. Es la gran mayoría social que necesitamos, que ya tenemos, y que la división partidista suele enmascarar. Cualquier resolución definitiva exigirá la participación y el consentimiento de esa mayoría que, además, dice que está dispuesta a aceptar democráticamente lo que se decida entre todos. Se trata de despolarizar lo que los partidos y algunos medios de comunicación han tensado. Por tanto, no hablo de un diálogo entre partidos, sino de crear un espacio inclusivo autodeterminista donde se pueda debatir a fondo tanto la forma de ejercer este derecho como los pros y contras de las dos opciones: quedarse donde estamos o emanciparnos.
El segundo objetivo de un govern independentista debería ser desarrollar una propuesta de modelo de futura relación con España. Hace años que sostengo que un independentismo antiespañolista no tiene futuro, y que la independencia no debe ser para “desconectar” de España, como generalmente se sostiene, sino para “reconectar con ella” desde unas bases de buena vecindad y convivencia. Es una obviedad que una Cataluña independiente tendrá una estrecha relación con España. Primero, porque es un territorio donde muchos catalanes tienen fuertes lazos sentimentales; después porque hay vínculos -económicos, culturales, comunicativos, deportivos…- a los que sería estúpido renunciar, y, finalmente, porque también es donde quedarán buena parte el resto de los Países Catalanes.
Por mi parte, pues, me gustaría llegar a febrero pudiendo decidir mi voto en relación a las propuestas programáticas -y su fortaleza- en los cuatro ejes que he definido: prosperidad, bienestar, diálogo nacional democrático para una autodeterminación efectiva y proyecto de reconexión con los estados vecinos.
ARA