La fatiga cultural mal explicada

En 1955, Claude Lévi-Strauss escribía en ‘Tristes Tropiques’, su magnífico libro sobre las culturas indígenas de Brasil, que los estudiantes de la universidad de Sao Paulo tenían una curiosidad universal. Querían saberlo todo, pero sólo les parecían dignas de aprender las teorías más recientes. Las grandes creaciones intelectuales del pasado sólo las conocían por referencias y no les interesaban mucho. Por el contrario, sentían enorme entusiasmo por la novedad. Permítanme citar textualmente: ‘A sus ojos las ideas y doctrinas no ofrecían ningún interés intrínseco; las consideraban unos instrumentos de prestigio de los que había que asegurarse de la primicia. Compartir una teoría conocida con otros equivalía a llevar un vestido ya visto; uno se exponía a desprestigiarse’.

La observación de Lévi-Strauss no sólo es aplicable a las élites de los países que antes llamaban ‘en desarrollo’ y que quizás les procedía más el adjetivo ‘arribistas’ por el hecho de exhibir más aspiración que solidez. También sirve para describir a las personas. Buena parte de mi vida profesional ha transcurrido bajo la égida de la ‘teoría’. He sido testigo de los excesos y del fraude que a menudo ha comportado la manía por algo tan heteróclito e indefinido como es la ‘teoría’. He conocido y tratado algunas estrellas de esta constelación de prestigio -palabra que etimológicamente significa ‘truco’ o ‘juego de manos’- sin dejarme deslumbrar y he visto cómo muchos aspirantes a la titularidad en algún departamento del ramo se comportaban exactamente como los estudiantes brasileños hace tres cuartos de siglo. En los trabajos de curso y hasta en los artículos de revistas especializadas, los motivos se repiten de manera formularia, salpimentados de referencias a los mismos teóricos de moda. En una época hemos tenido espejos lacanianos a raudales, en otra, ‘diferencia’ y ‘alteridad’ por todas partes, más tarde cuerpos que importan e incluso que no importan, subalternos de todo tipo, masculinidades y feminidades para dar y para vender, ‘posts-‘ en abundancia y ‘trans-‘ a cucharadas. Algunos objetos de este vasallaje son o han sido pensadores de mérito; algunos otros son comodines que sirven para inflar una farol y seguir el juego.

Tengo montones de anécdotas vividas, pero con un par basta para dar una idea del ‘ethos’ de una época de degradación intelectual. Un teórico de relieve internacional y extraordinaria facundia disertaba intensamente sobre el cine de Rossellini cuando, de repente, detuvo la exposición y confesó que no había visto ninguna película del director italiano. En caliente me pareció de un cinismo insólito, pero quizás era una demostración práctica de cómo las aspas de un molino voltean más deprisa cuando en la muela no hay grano. Otra vez asistí a una mesa redonda en la que la figura capital de la deconstrucción, venida expresamente de París como las baguettes que se transportan a América en avión, trató en vano de hacer algún ‘calembour’ deconstructivo con la idea del ‘jetlag’. Por aquel intento de sutileza atascada debía cobrar un puñado de miles de dólares.

Después de años de liarla con el hilo del lenguaje, la consecuencia fue una reorganización de las disciplinas humanísticas sin el lastre del saber. Como en el Sao Paulo de los años cincuenta del siglo pasado, ya no era necesario conocer los textos originales. Bastaba referirse a ellos de segunda o tercera mano para estar ‘à la page’. Con el mismo espíritu del aristócrata que opinaba que el aburrimiento de tener hijos podía encomendarse a los criados. Una figura de las humanidades digitales -falta de conocimientos de informática- declaró que leer las obras literarias era un trabajo subalterno, apto para becarios y ayudantes de investigación. Esto evidentemente hace escuela. Hace varios años, en una reunión para asesorar a una universidad de nivel, el director de un departamento me habló de un doctorando que pretendía escribir una tesis sobre ‘Mimesis’, una de las obras capitales de la literatura comparada, sin leer ninguno de los libros que Erich Auerbach estudia en aquella magna obra.

Tan seguro como que las lecturas nos influyen es que delatan nuestra edad. Ciertas lecturas impregnan una época y desaparecen por un tiempo o para siempre. Quienes desprecian la literatura de otros siglos suelen creer que los libros no tienen valor intrínseco alguno. No los juzgan por su penetración sino por el reclamo de la novedad, que a menudo no es más que el efecto de la promoción, ya que no es original todo lo que luce un elogio en la solapa.

Desde joven que arrastro una biblioteca considerable por esos mundos de Dios. Una parte ha atravesado el Atlántico, incluso dos veces, otra ha recorrido Estados Unidos de costa a costa, también en ambas direcciones. He pasado horas incontables revolviendo librerías de viejo y puestos de libros en un puñado de países; podría, como Walter Benjamin, escribir todo un ensayo sobre las veces que he empaquetado y desempaquetado mi biblioteca, sobre la angustia de decidir qué libros transportar y cuáles dejar atrás como bichos abandonadas. A veces reflexiono con pesar la cantidad de horas que he consumido así y cómo la pasión por el papel impreso, o más exactamente la seducción de la promesa que emana de los títulos, me ha ‘amasado’, por decirlo al modo de Mercè Rodoreda. Hay momentos que, cuando pongo la mirada sobre las filas de libros que tapizan las paredes de casa, me entra el vértigo de considerar que, a mi ritmo de lectura, no tengo suficientes años para intimar con muchos de estos viejos conocidos.

Dicen que las amistades llegan en el momento adecuado. Con los libros pasa lo mismo. Hay lecturas que nos cautivan tras años de haberlas iniciado por primera vez. O no estábamos a su altura o el espíritu no convergía. Quizás las circunstancias no eran adecuadas o nuestra atención se empeñaba en otra parte. Libros que nos habían enardecido de jóvenes nos dejan indiferentes al releerlos de mayores. O nos dejan el sabor agridulce de una sensibilidad periclitada. Hay libros para cada etapa de la vida y libros para todas las etapas, libros que nos hablan con un lenguaje diferente en cada encrucijada. A veces pasan años hasta captar el efecto de una lectura, al igual que no nos damos cuenta de las consecuencias de una decisión que en su momento nos parecía insignificante o revocable. Digan que digan sobre las leyes de la historia los partidarios del materialismo dialéctico, la suerte o la desgracia de las personas y de los pueblos muchas veces pende de una acción o una omisión. Hay causas acumulativas, pero también momentos definidores. Es por ello que la vida tiene drama y, como los personajes de la tragedia, nos damos cuenta cuando se ha hecho tarde, cuando las cartas del destino ya están jugadas.

El crítico francés Roland Barthes hablaba de una ética de la lectura. A primera vista puede parecer banal, pero a poco que se piense se ve que es una idea multivalente. Por lo pronto se puede entender en el sentido de la responsabilidad del lector. Hay una deontología de la lectura que exige emplear toda la atención que requiere la obra, sin forzarla a decir lo que no dice, sopesando lo que dice y la manera de decirlo y respetando el contexto. No toda la letra de molde tiene la misma complejidad, por más que el alfabeto sea el mismo y las palabras, de una en una, resulten familiares. Pero Barthes aludía a otra ética, la que aconseja elegir cuidadosamente el objeto de lectura. La brevedad de la vida obliga a jerarquizar las experiencias en las que invertimos las horas disponibles. Tanto si nos damos cuenta o no, cada vez que tomamos un libro en las manos (o cuando no tomamos ninguna) hacemos una tasación del universo de lecturas posibles. Quizá no hay que ir al extremo de dar la vuelta al materialismo de Ludwig Feuerbach afirmando que somos lo que leemos; pero es lícito modificar el dicho popular proponiendo sin reservas: dime qué lees y te diré de qué pasta está hecha tu mente.

La pedantería tiene la piel muy fina y por principio ve la paja en el ojo ajeno. Ahora nos dicen, por ejemplo, que Barcelona pierde vigor cultural y se buscan responsables. En Barcelona y no sólo en Barcelona se habría instalado una cultura del llanto. Pero las grandes crisis sociales no son cosa de un día, sino que provienen de decisiones muy anteriores, tomadas persona a persona en la intimidad de la conciencia, contribuyendo todas a la apariencia de una fatalidad ambiental. El uso que hace cada uno de sus posibilidades termina estableciendo el tono de la sociedad. Lo que hace poco exportable la vida intelectual catalana no es ninguna tendencia conservadora a reciclar productos obsoletos -la industria catalana del libro engulle indiscriminadamente las ‘novedades’ con criterios a veces tan indigentes como el precio de la traducción-, sino el miedo a sondear los océanos del pensamiento sometiendo los pulmones a la presión de siglos, el miedo a moverse entre los peces insólitos que viven en las profundidades, antes de declarar con displicencia de boya que el mar es plano y todo del mismo color.

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