Los conceptos políticos tienen historia y su análisis no sólo explica en su tiempo sino que sirve para explicar también la influencia que tienen en el presente. Es el caso, pertinente hoy, de esta ‘Hispanidad’ que sorprendentemente celebra como si nada la progresía española y que no sólo es un argumento recurrente del franquismo, sino que es un argumento, un concepto, nacido precisamente contra el republicanismo y contra las ideas progresistas.
Situémonos. La pérdida de las últimas colonias españolas de América es el punto clave para entender la evolución hasta hoy de la idea de España. Como bien explicaba ya en 1912 Rafael María de Labra, con la firma del Tratado de París, ‘España perdió su carácter de nación americana’. Este es un lenguaje que hoy nos puede extrañar -en definitiva todo lo que va más allá de nuestra vida biológica nos extraña- pero que hay que entender si queremos entender bien qué pasa hoy. España se veía a sí misma como una nación que había evolucionado a partir de ser un imperio y no se concebía a sí misma como una nación europea. Recuerden, al respecto, la frase con la que comienza la tan exageradamente adorada Constitución de Cádiz: ‘La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios’. Esta existencia de la nación en dos hemisferios, Europa y América, se veía como consustancial a la existencia de España como nación. Y era el contrapeso necesario a la obsesión y el complejo de no ser considerada como verdaderamente europea por los demás europeos.
Por eso, cuando España, menos de un siglo después de proclamarse constitucionalmente un pueblo en dos hemisferios, es derrotada en Cuba y pierde por lo tanto la condición de ‘nación americana’, la sacudida será inmenso, como no ha habido ninguna otra similar en la historia. Muy pronto, como reacción, aparecerán dos movimientos que nos marcarán y nos marcan profundamente aún hasta hoy: el colonialismo compensatorio en Marruecos, de donde saldrá de manera directa el franquismo, y el intento de reconstrucción de la “España americana’ a partir de la Hispanidad. Hoy me interesa éste.
El concepto de la Hispanidad aparece precisamente en medio de la confusión y el desconcierto por la pérdida de las últimas provincias americanas. Lo formula Unamuno en 1909, pero a partir de la segunda década del siglo derivará, sobre todo de la mano de Ramiro de Maeztu y su tenebrosa idea de la ‘reconquista espiritual’, en la base de la ideología nacionalista española, profundamente reaccionaria.
Contra esta tesis intenta emerger una visión alternativa progresista y sensata que intenta construir un proyecto multilateral, al considerar por igual la España europea y las repúblicas americanas. Este, y no el de la hispanidad racial y nacionalista, es el proyecto de la Segunda República Española, del gobierno de Azaña y muy en concreto de Luís de Zulueta. Zulueta dibujará un escenario de cooperación, paz, democracia y progreso en el que la España que había quedado en Europa sólo era una más, y no la principal, en el conjunto de las naciones independientes que habían aparecido en la España ‘de los dos hemisferios’. Este es un proyecto completamente abandonado después por todos, pero que debería servir al menos para que la actual izquierda española se diera cuenta del grave error que comete no oponiéndose a celebraciones como las de hoy -lo que ya sé que no pasará mientras continúe renunciando a analizar de manera crítica su práctica nacionalista española e incluso el mismo concepto nacional de España.
Es en medio de este intento de cambiar el debate, cuando en 1934 Maeztu reaccionó publicando el panfleto ‘Defensa de la Hispanidad’. Este era un texto doctrinal donde la derecha extrema interpreta el pasado como una propuesta de futuro: ‘Los pueblos hispánicos no hallarán sosiego sino en su centro, que es la Hispanidad’. La nación española tenía, pues, como misión la proyección universal del catolicismo -contra la Europa luterana- y la recuperación de los valores asociados al imperio, entre los cuales y de manera muy destacada estaba la jerarquía y un concepto muy macho y machista del honor, repudiando el liberalismo, el debate y la razón ilustrada. Básicamente esto que hoy vemos que expresan el Tribunal Supremo español y el poder judicial.
Esta doctrina fue el alimento principal de los movimientos reaccionarios que desembocaron en el franquismo, el golpe de estado de 1936, la guerra y la dictadura. Y personajes como Ramiro Ledesma o Ernesto Giménez Caballero la desarrollaron aún más, incorporando un profundo componente anticatalanista. Y agitaron ya entonces las calles de Madrid, muy al igual de como ocurre ahora. Los movimientos reaccionarios católicos, pero sobre todo el falangismo con aquella idea de la ‘unidad de destino en lo universal’, acabarían por dar forma política concreta al engendro. De lo que se trataba, según ellos, era de superar el reto que planteaba ya entonces el nacionalismo catalán recuperando el mito de ‘la España mayor’, es decir la España americana. Y alimentando, de paso, un neocolonialismo económico y cultural que también fracasó en ese momento en América y que curiosamente sólo funcionaría unos pocos años con el PSOE de Felipe González -y mira que esto no deja de ser significativo.
La Hispanidad, así, se convirtió en un arma ideológica de primer orden contra la Segunda República, contra aquella república que la derecha reaccionaria veía como laica, secularizadora y liberal, además de roja, masona, separatista y todo lo demás. Y sobre todo se convirtió en la referencia mítica y legitimadora de la dictadura, cuando Franco ganó la guerra.
Mítica pero muy activa. Serrano Suñer, partidario de los nazis, la utilizó en una versión anti-Estados Unidos, para intentar que Franco entrara en guerra al lado de Alemania y Japón, como venganza contra el papel de Washington en la independencia de la provincia española de Cuba. Y el régimen se esforzó en construir con este concepto un mito sobre qué es España, que todos los que ya tenemos una cierta edad padecimos e interiorizamos en la escuela franquista -aquellos libros ilustrados con los reyes católicos, Colón descubriendo América, la reconquista y la gloria imperial que todos mamamos y que por increíble que pueda parecer aún hoy forma parte del currículo escolar en muchas zonas de la España profunda.
Allí nos inculcaron la idea de que la historia de España, y muy en particular la Hispanidad, era una sucesión de hechos gloriosos y milagrosos, únicos, al servicio del catolicismo y alimentados casi por dios en persona, que conferían a España una misión universal ante la cual las particularidades ‘regionales’ eran algo no sólo ínfimo sino antinatural y ridículo. Como señala el profesor de la Universidad de Florida, Santiago Juan-Navarro, todo se puede acabar resumiendo en la frase: ‘Una sola fe, en una sola lengua’, extraída con gran perspicacia del texto que Amparo Rivelles haciendo de Isabel la Católica pronunció en el film ‘Alba de América’, estrenado en 1951: ‘Llevaremos sangre generosa para alumbrar la noble familia de las Españas y por encima del mar y del tiempo nos atará siempre una sola fe, en una sola lengua: será el milagro más hermoso de todos los siglos’. El milagro más hermoso de todos los tiempos, pues, es tener una fe, es decir, caminar todos juntos sin el recurso molesto a la razón, al debate o a la diferencia, y expresado en una sola lengua, que es evidentemente el castellano. Ya saben de dónde mama Ciudadanos…
Todo esto no es de ningún modo sólo un repaso histórico, cosa del pasado. Porque el desacomplejamiento de esta idea reaccionaria de España que hoy encarna sobre todo Vox, pero que ya empapa la mayoría de la sociedad española, funciona muy bien porque tiene muy viva esta raíz que nadie ha querido extirpar. Y esta raíz la tiene, sobre todo, porque la transición, como se hace claramente visible en un día como hoy, no sólo no alteró, modificó ni destruyó las bases ideológicas del franquismo, sino que las blanquó, las dignificó, de la igual modo que encaló y dignificó las instituciones de la dictadura.
Que sólo eso explica cómo en 1981 en vez de marcar una ruptura radical con sus lemas, en vez de penalizar la ideología franquista aunque sólo fuera para prevenir esta reaparición suya que vivimos hoy, en vez de extirpar las bases del nacionalismo reaccionario español, van las cortes democráticas y deciden nada menos que la fiesta nacional española siga siendo el día de la Hispanidad, el mismo día que se quiso instaurar precisamente contra la república de 1931 y para destruirla. Nada es inocente y aquellas bodas traen estos bizcochos.
- Como cada lunes Joan Ramon Resina nos regala un artículo para enmarcar. Este de hoy (‘ Privados de alma’) sobre los que piden al presidente Torra cosas fuera de mesura. No se puede explicar mejor.
Privados de alma
«El adjetivo que busco necesito para describir aquellos que, con un dualismo estrafalario, reprochan al presidente Torra no haberse impregnado de gasolina y haberse prendido fuego en medio de la plaza de Santiago como un monje budista»
Comparecencia de Quim Torra
Por: Joan Ramon Resina
10/11/2020
En castellano existe la expresión ‘desalmado’ para describir una persona sin sentimientos. El inglés tiene “soulless” para indicar la ausencia de alma, o en segunda acepción para referirse a una persona innoble o pobre de espíritu. El alemán tiene “Seelenlos” y el italiano “senz’anima”. En catalán ‘desanimado’ significa otra cosa y, como en francés, se debe recurrir a una paráfrasis aproximativa y decir ‘inhumano’ de quien ha perdido el alma, pues la definición doctrinal, de raíz escolástica, del ser humano es un compuesto de cuerpo y alma y una vez desaparecida ésta tampoco queda humanidad. La palabra ‘alma’ tiene una larga carrera poética, teológica y filosófica. Conceptualmente, la inventaron los griegos, y con esto no quiero decir que ellos inventaran la creencia en su inmortalidad. Al contrario, los griegos del siglo VII antes de Cristo, los de la religión de los dioses homéricos, distinguían categóricamente entre los inmortales y los simples mortales, a quienes la muerte convertía en tristes sombras insustanciales. Antes de adoptar la creencia en la transmigración de las almas, magníficamente expuesta por Platón en sus diálogos de madurez, para muchos griegos la inmortalidad no era más que la persistencia en la memoria de los vivos. De ahí el incentivo para lograr una muerte heroica y el esfuerzo de excelencia para conquistar la fama a los ámbitos artísticos o profesionales.
En catalán la falta de adjetivo adecuado limita la definición de la idea. No en vano Josep Pla decía que lo más difícil de escribir es encontrar el adjetivo. En Cataluña hay desánimo debido a los acontecimientos políticos y judiciales de estos últimos años. La gente está aplastada y mortecina, no tanto por Covid, que también hace estragos en otros países, como por la incapacidad de reaccionar a la espiral represiva y a los abusos judiciales. El adormecimiento contrasta con el entusiasmo de los años anteriores al Primero de Octubre, los del proceso, y para los que tenemos edad y memoria, con el clima social de los meses posteriores a la muerte de Franco. A pesar del contraste, da una sensación de regreso al pasado, de reloj con las manecillas revertidas. Las noticias que nos sublevan son de cosas que ya hemos visto: brutalidad policial, judicatura al servicio del poder, encarcelamientos y torturas políticas, protestas ante las cárceles, clamores de libertad y una creciente impresión de final de régimen, que sólo se aguanta con técnicas de soporte vital y que mientras aguante causará víctimas hasta el último momento. Cuando caiga saldrán de debajo de las piedras demócratas de toda la vida, que se habrán distanciado sin que nadie se diera cuenta. Héroes del nuevo sistema, de la república federal y hasta de la Cataluña independiente si es necesario, que, mira por donde, habrán vivido en angustioso desacuerdo con el 155 y con la represión que hoy apuntalan con su ‘laissez faire’ al Estado.
Pero, ¿cómo podemos referirnos a la falta no de ánimo sino de alma, cuando tampoco procede hablar de inhumanidad? También hay inhumanidad, por supuesto, y a raudales. Pero no me interesa escribir sobre los partidos del 155 ni comentar las declaraciones del representante de Ciudadanos en el último pleno del Muy Honorable Quim Torra o el abyecto absentismo del PSC. Esto son los desechos de la democracia, como lo son en los Estados Unidos los que todavía tienen las tripas lo bastante grandes como para desear un segundo mandato de Donald Trump.
El adjetivo que busco y que el idioma no me brinda lo necesito para describir a los que, con un dualismo estrafalario, reprochan al presidente Torra no haberse impregnado de gasolina y prendido fuego en medio de la plaza de Sant Jaume como un monje budista. Quienes le reprochan no haber hecho la independencia solo. Por dualismo no entiendo, pues, la oposición entre dependentistas e independentistas, pues estos son el anverso y el reverso de una misma realidad, de una alternancia que pivota sobre el prefijo “in” en términos digitales, de sí o no, sin medias tintas. Se es o no se es y punto, donde ser significa manifestar los hábitos, adoptar los gestos y llevar a cabo los actos que corresponden a la definición, con la naturalidad de quien no puede ser lo contrario sin anularse.
El dualismo al que me refiero es una actitud que algunos llaman purismo, cuando de hecho quieren decir radicalidad. En todo caso, aceptamos el despropósito y consideramos la antilogía de pureza política. Naturalmente, suelen invocarla los ‘impuros’ para atacar a los que, por definición, siempre serán minoría, pues la pureza no es la cosa mejor repartida en este mundo. Al definirse como pragmáticos, los impuros tienen a gloria afanarse por las cosas materiales, ser practicantes del ‘revolcón’, enfangarse en la realidad. Y como la realidad es el ámbito del devenir y no del ser, el pragmatismo en boga resulta cada vez más repulsivo y pringoso. Para el alma que se adentra en el asunto sin reservas, hay un punto de no retorno. Creo que a eso se refería el president Torra en su último discurso institucional, cuando decía que había que desprenderse de la autonomía.
Que el regreso al redil autonómica era un error, ya lo escribí en este diario el 17 de octubre de 2017, una semana justa después de la suspensión de la declaración de independencia y diez días antes de que la remataran con una declaración sin previsión de continuidad. Y un mes antes de las elecciones, el 24 de noviembre, escribí esto: ‘El Estado ahora sabe que el independentismo no está preparado para soportar la violencia y que, con su memoria de elefante, será fácil el inducirlo a acatar todo lo que sea necesario y derivar la frustración hacia la lucha interna por las migajas de poder autonómico’. No era el momento de insistir, porque los altavoces mediáticos retumbaban con mensajes sobre la urgencia de un gobierno efectivo, la necesidad de disponer de ‘todas las herramientas’ para ‘implementar’ la república, etc. Las herramientas, desgraciadamente, estaban embotadas e ir a elecciones para volver a levantar el decorado de la autonomía destripada por el tribunal constitucional y rematada con el 155 equivalía a refrendar el régimen del 78 por segunda vez. Era capitular ante un Estado que quita y pone urnas a conveniencia y tira los votos que no le gustan, impidiendo investir o destituyendo presidentes elegidos.
Pero no seré yo quien reproche a Torra haber invertido esfuerzos y arriesgado reputación e integridad física en una tarea sobrevenida. Nadie, ni sus enemigos, nunca podrán negar que este presidente haya soportado los máximos de presión psicológica a que se haya sometido a ningún president desde la democracia. Ni sus ‘amigos’ podrán negarle que, blindando de paciencia, haya opuesto una resistencia modélica no ya a los embates externos sino a las debilidades internas. No se va por el gesto gratuito de sostener una pancarta durante cuarenta y ocho horas; se va por haber sostenido la libertad de expresión y haber defendido los derechos civiles de los presos políticos. Su crimen es abogar por la libertad política, no hacer propaganda partidista, como dice la acusación de un partido de extrema derecha y de una fiscalía corrupta que se han tragado algunos medios acreditados como la BBC. Criticarlo por un desafío ‘simbólico’ de corta duración es poco honrado. Thoreau, con el gesto ‘inútil’ de pasar un día en la cárcel de Concord, Massachusetts, puso el fundamento ideológico de la desobediencia civil. Aceptando el riesgo de inhabilitación, Torra la ha fundamentada para todo el independentismo con la autoridad que emana de la más alta institución autonómica.
Puede que llegue tarde a la convicción de que la autonomía no sirve para acceder a la independencia, pero todavía son muchos los que, a pesar de haberlo comprobado durante tres años, no se dan cuenta de que no es que la herramienta no sea lo bastante útil sino que es inconciliable con el objetivo. Decirlo en condición de máxima autoridad, aunque fuera en el discurso de despedida, le honra.
Los puristas hubieran preferido que Torra abdicara antes, si hubiera podido ser justo después de la investidura. Que él mismo hubiera anulado el cuarto intento de formar gobierno aprovechando el breve instante de potestad para desengañar a los electores. Habrían querido, en suma, que en un acceso de ‘coherencia’ rubricara la voluntad del Estado expulsando a la mayoría independentista de la cámara.
Los puristas tienen el alma muy grande, pero de tanto torturarla y retorcerla la han acabado desprendiendo de la realidad. Si el alma es racional, como creía Platón, y hay que conducirla conjunto con la parte irracional del ser humano, al igual que el auriga diestro conduzca el carro tirado por un par de caballos de distinta naturaleza, el purista fustiga con exceso el caballo contumaz y acaba provocando la desgracia. Pensando excluir el mal, cae de bruces en él. En su estudio clásico sobre la purificación ritual, la antropóloga Mary Douglas habla de filosofías que admiten la suciedad y filosofías que la rechazan. Huelga decir que las filosofías, pero también las políticas, que aceptan la suciedad como una realidad tan objetiva, o si se quiere tan funcional, como la racionalidad, tienen una visión más completa y más compleja de los fenómenos. En general, las filosofías pesimistas tienen la ventaja de captar mejor la naturaleza del mundo y el carácter de las personas, pero no se puede conceder el estatus de pesimismo y ni siquiera de filosofía al dualismo exacerbado, pues, bajo mil formas y disfraces, termina enviando al alma al éter que sólo respiran los dioses, dejando que la pobre realidad cargue sola con la porquería que el alma pura desprende durante el ascenso.