Los últimos párrafos son importantes y el último párrafo de ‘Tornarem a vencer’ (‘Volveremos a vencer’) (Ara Llibres), el libro de Oriol Junqueras y Marta Rovira, comienza así: “En el camino [a la independencia], sin embargo, será necesario construir una cultura de la resistencia, del sacrificio”. El sacrificio es el punto de fuga ideológico del independentismo, el nudo que une todas las ideas dispersas, las gafas 3D que permiten ver lo que de otra manera no tendría sentido. Este artículo no es una crítica del libro, escrito en una prosa ‘de procedimiento’ de programa electoral. Tampoco es una crítica de las contradicciones, mentiras, incompetencias e irresponsabilidades de los partidos independentistas durante el proceso. Esto es una crítica de la razón independentista a propósito del volumen recién publicado, es decir, un intento de explicitar la filosofía abrumadoramente hegemónica dentro del independentismo hoy, que abarca puigdemontistas, postconvergentes, republicanos y cuperos. La razón independentista es una razón del sacrificio.
El ‘Manual de desobediencia civil’ (Saldonar) ha sido y sigue siendo la obra clave para entender la filosofía política del independentismo. Escrito por Paul y Mark Engler, es un texto claro y sistemático que cristaliza todo lo aprendido y propugnado por el movimiento planetario de la desobediencia civil no-violenta, una corriente más o menos organizada de activistas, pensadores y ‘lobbies’. La adscripción del independentismo en este universo no me lo invento: la institución más importante del mundo en el ámbito de la desobediencia civil no-violenta es la ‘Albert Einstein Institution’, un ‘think tank’ radicado en Estados Unidos, cuya directora, Jamila Raquib, firma nada más y nada menos que el prólogo de ‘Lo volveremos a hacer’ (Ara Llibres), el texto más político de Jordi Cuixart, escrito en prisión. En el discurso institucional de Quim Torra el 11 de septiembre de 2019, el president se dirigió a la ciudadanía desde su despacho en el Palau de la Generalitat. Sobre la mesa se exhibía una copia del libro de Engler.
Pues bien, el Manual ofrece una fórmula de tres pasos para aquellos que quieran conseguir sus objetivos políticos: ‘disrupción, sacrificio y escalada’. Primero rompes un consenso sacudiendo la opinión pública, preferiblemente con una protesta vistosa, después tienes que demostrar y escenificar que estás dispuesto a asumir costes personales para defender la causa que has señalado, que previsiblemente conllevará un grado mayor o menor de represión y finalmente vas incrementando la tensión hasta que se produce la transformación por la que luchabas, sea una ley o una independencia. Las premisas fundamentales son la energía sacrificial y el ‘aikido moral’: la fe en que cuando un colectivo sufre y asume el sufrimiento sin responder con violencia, se genera una energía emocional y política (espiritual sería el término preciso) que el resto de ciudadanos, sentados en el sofá y desmotivados o directamente contrarios a la causa, captarán. La idea del ‘aikido’ es que la fuerza de la represión se volverá contra los represores en forma de empatía por los reprimidos. Cuando independentistas como Junqueras dicen que hemos ganado, se refieren a que el movimiento ha acumulado capital sacrificial en una partida de ajedrez moral a muy largo plazo. El campo de batalla es el corazón de la gente.
Permítanme una digresión importante: el espejo más importante para el independentismo hoy es el poscomunismo o, más concretamente, el anticapitalismo. Y uno de los rasgos más relevantes de la filosofía política izquierdista, tan obvio como obviado, es el giro cristiano. Slavoj Zizek, Judith Butler, Simon Critchley, Giorgio Agamben, Terry Eagleton… en los últimos años, los filósofos más populares e influyentes de la izquierda han estudiado la lógica política del cristianismo y han acabado reivindicando la ética cristiana secularizada para su causa. En el anticapitalismo de hoy, un ateísmo militante y un odio por la Iglesia institucional cohabitan con las premisas del cristianismo radical, es decir, de cuando Jesús y sus discípulos eran una secta disidente perseguida por el poder. Es una ética radical del sacrificio, del amor, y de la fe, la fe en que una revolución llegará tarde o temprano y dejará un mundo diferente del presente, transformado para bien. La traducción laica de la idea del sacrificio, el puente entre el gurú cristiano y el millenial que no ha pisado la misa ni una sola vez en la vida, es la empatía. “Empatía” es una de las palabras con más prestigio entre la juventud atea, pero la lógica subyacente al concepto es profundamente antigua y religiosa. Martin Luther King, pastor y teólogo, es el principal referente de la desobediencia civil no-violenta secular de hoy. En una entrevista que hice a Paul Engler, el politólogo se definió a sí mismo como un “místico cristiano”. Oriol Junqueras reivindica su catolicismo siempre que puede. Jordi Cuixart se convirtió al catolicismo y se casó por la iglesia una vez en prisión. En definitiva, para entender el anticapitalismo y el independentismo, hay que empezar a leer las cartas de San Pablo.
Y ahora, una segunda digresión comparativa: Ada Colau. El auge y victoria de Colau es un caso paradigmático de todo lo que sostiene el ‘Manual de desobediencia civil’: disrupción, sacrificio y escalada. El sacrificio y, concretamente, la ‘escenificación del sacrificio’, vuelven a ser la clave de bóveda. Sin la fotografía de unos policías sacándola por la fuerza cuando intentaba evitar un desahucio, Colau no habría llegado a la alcaldía. El 1 de octubre se puede entender como una repetición de Colau, como el ejercicio del independentismo para conseguir la foto de policías desahuciando un país entero. Por eso el éxito de Colau es tan importante como sus fracasos: pocos años más tarde de aquella foto, Colau gobierna con Jaume Collboni y gracias a Manuel Valls y los precios de los alquileres en Barcelona son más altos que cuando ella llegó al poder. El clima es de desencanto, el lustre místico y revolucionario se ha desbravado y el movimiento se encuentra en declive.
Precisamente porque este desgaste es natural en la política, debe ser uno de los espejos incómodos para el junquerismo. Uno de los ‘leitmotivs’ que el libro de Junqueras y Rovira repite como un mantra es “gobernar bien”, la idea de que el independentismo debe mostrar una calidad política superior al resto de alternativas, análoga con la superioridad moral que siempre ha sido la señal de identidad de los Comunes. Loable o no, el problema de esta premisa es que mezcla la moral y la política de maneras que vuelven como un boomerang: Colau quería gobernar bien, pero gobernar erosiona y su balance es magro. Durante la pandemia, las consejerías de ERC han sido las más exigidas y no han podido demostrar ninguna calidad sustancialmente superior a la de los ministerios españoles. Algo parecido ocurre con la autoexigencia personal: Colau se redujo tanto el sueldo que cuando lo ha comenzado a subir o se han filtrado contratos públicos millonarios a sus afines, ha perdido credibilidad, la mansión de Pablo Iglesias no generaría ninguna contradicción si no hubiera hecho un cierto tipo de discurso, y el caso de acoso sexual que Alfred Bosch encubrió erosiona a ERC de manera proporcional a la retórica de “todo el mundo sabe que somos buenas personas”. Como he escrito otras veces, sólo las leyes y las transformaciones materiales concretas dan sentido y dirección al independentismo sin efecto bumerán. El independentismo no va de cambiar el carácter, sino el ‘demos’.
Llegamos al fin de la calle: lo que tienen en común anticapitalismo e independentismo es que el capitalismo y España no paran de ganar; hace siglos que ostentan una mala salud de hierro. Por más capital moral que acumulen los movimientos revolucionarios y por más reformas y victorias pequeñas, hay una sensación de derrota y de estancamiento, al ver que los que manejan el cotarro son los otros. Intenté capturar un punto ciego de los dos movimientos en un artículo hace tiempo (2): que el independentismo y el comunismo comparten una disposición aceleracionista. Perdonen la jerga: básicamente, el aceleracionismo es una filosofía emergente que dice que no hay que hacer una revolución tradicional contra el capitalismo salvaje porque el progreso tecnológico que el mismo capitalismo genera supondrá su fin. La fe en que las contradicciones del enemigo lo llevarán inherentemente a la autodestrucción justifica cualquier paso atrás y tranquiliza a los militantes de la causa: España, al igual que el capitalismo, se destruirán ellos solitos si nosotros denunciamos sus agujeros.
Y entonces, ¿qué? ¿Venceremos o volveremos a vencer cuando tengamos suficiente energía sacrificial?, ¿o todo es una zanahoria con un palo y una cuerda atada sobre nuestras cabezas que se mueve con nosotros y no atraparemos nunca? Como todo en política, la cultura del sacrificio es un acto de fe, una premisa imposible de demostrar empíricamente, una apuesta con el destino. En ningún caso es una apuesta idiota: es un hecho que gracias al ‘aikido’ moral se han logrado transformaciones históricas. La sangre de los mártires cristianos fue la semilla de la Iglesia y no fue necesario ningún ejército: la Iglesia es una institución que ganó la batalla y ejerció y ejerce el poder. Gandhi ganó la independencia de la India y el movimiento por los Derechos Civiles consiguió el derecho a voto de los afroamericanos.
Así pues, la pregunta no es si la cultura del sacrificio que piden Junqueras y Rovira en su libro es buena, sino si existe la alternativa. Y la única cultura alternativa a la del sacrificio es la del poder. Al igual que se han conseguido muchas transformaciones gracias a poner la otra mejilla, se han conseguido innumerables cortando cabezas. La violencia también puede ser liberadora y fundacional, derribar tiranías y establecer una base para regímenes mejores, y la mayoría de cosas que consideramos buenas y que han roto respecto de pasados oscuros se han hecho poniendo la violencia al servicio de causas nobles. De manera inversa, la no violencia y las tácticas de la empatía también las saben utilizar movimientos sociales reaccionarios (un ejemplo son los antiabortistas estadounidenses, que han subido mucho gracias a campañas de empatía en positivo, llamándose ‘pro-life’). La soberanía reconocida de Escocia que tanto envidiamos reposa sobre victorias violentas que aquí no se han dado en 300 años.
De todas formas, no parece que venga un siglo propicio a la violencia: la práctica totalidad de movimientos sociales en el mundo de hoy lo fían todo a la lógica del sacrificio, a la desobediencia civil no-violenta, que en el contexto de paz postmoderna en que vivimos, lo consideran más eficaz. Ahora bien, la práctica totalidad de los movimientos sociales del mundo de hoy no han parado de perder: desde la emergencia climática a la precarización de la clase media, pasando por crisis migratorias en todo el mundo, el balance de los últimos años no es muy esperanzador para el progresismo. La única excepción es el feminismo, que es un caso aparte tanto porque las mujeres son el 50% de la humanidad como porque las exigencias básicas son más fáciles de asimilar por las dinámicas materiales del orden neoliberal que, por ejemplo, la descolonización del Sur o la socialización de los medios de producción. Por si fuera poco, es evidente que la historia está virando hacia un momento más duro, donde la geopolítica es más cruda y ciertas alianzas internacionales serán aún más complicadas.
En Cataluña, el junquerismo, pero también podríamos llamar el ‘cuixartismo’ sin cambiar casi nada, es la filosofía política hegemónica. Cuando Carles Puigdemont habla de ‘confrontación inteligente’, lo hace desde las mismas premisas de la desobediencia civil no-violenta: simplemente aporta un matiz en el tono, en la apuesta por qué retórica generará más capital moral, pero ninguna alternativa en la lógica política profunda. La CUP y el espacio de Primarias proyectan una insatisfacción mayor con este clima e insinúan un anhelo de incorporar una relación constructiva con el poder, pero ninguno de los movimientos ha sido capaz de traducir esto en una síntesis atractiva entre ética del sacrificio y ética del poder para el siglo XXI. Sólo la vía Junqueras, la vía Engler, la vía Cuixart, etc. tienen manuales y manifiestos claros y concisos, son capaces de explicar su estrategia y reconocen los límites al tiempo que presentan un principio de esperanza soportado por argumentos. En un contexto en el que los objetivos del independentismo, al igual que los de la izquierda radical, no se han cumplido, la razón del sacrificio y un cristianismo secularizado en forma de lucha por la empatía siguen marcando los límites de lo que podemos pensar.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Aikid%C5%8D
(2) https://www.nuvol.com/pantalles/cultura-digital/cap-a-on-estem-accelerant-97403
NÚVOL
https://www.nuvol.com/llibres/assaig/critica-de-la-rao-junquerista-120265