Un error trágico

Una de las cosas que más me han sorprendido siempre que he ido a Jerusalén es la proximidad física entre los lugares sagrados de las tres principales religiones monoteístas. El muro de las Lamentaciones se encuentra a menos de cien metros de distancia de la mezquita de Al Aqsa, desde donde según el Corán Mahoma ascendió a los cielos, y a dos o tres kilómetros del templo del Santo Sepulcro, donde se supone que fue enterrado Jesucristo.

Esta densidad produce una impresión muy extraña: demasiada carga sagrada para tan poca tierra. Es lógico que haya conflictos. Parece como si Dios hubiera hecho lo mismo que Gran Bretaña, que en el curso de la Primera Guerra Mundial prometió simultáneamente la soberanía sobre este territorio, entonces parte del imperio otomano, al pueblo judío (declaración Balfour), a los palestinos (indirectamente, a través de la internacionalización prevista en el acuerdo Sykes-Picot) y al jerife de La Meca (a través de la correspondencia Husayn-McMahon). De este triple compromiso arranca el conflicto de Oriente Próximo, que hace décadas que envenena las relaciones entre árabes y judíos y es uno de los principales factores de tensión en las relaciones internacionales.

Ahora, tras un tenso impassediplomático que dura desde hace años, Israel está a punto de tomar una decisión que todavía puede enmarañar más las cosas. Si nadie lo remedia, en el curso de los próximos días el Gobierno de Beniamin Netanyahu propondrá al Parlamento la anexión de una parte de Cisjordania, llevando las fronteras israelíes mucho más allá de lo previsto en las innumerables rondas de conversaciones con las autoridades palestinas.

Nadie sabe aún a qué territorios puede afectar esta medida: si a todo el valle del Jordán, a una parte o solo a los asentamientos israelíes más cercanos a la línea de demarcación con Israel. Pero la anexión forma parte del programa de coalición acordado por Beniamin Netanyahu con su rival, Benny Gantz, y si se produce es lógico que sea antes de las elecciones estadounidenses, porque Netanyahu sabe que mientras Donald Trump sea presidente no debe temer ninguna reacción negativa de Estados Unidos. Al contrario, la Administración Trump – “el mejor amigo de Israel que jamás ha ocupado la Casa Blanca”, según Netanyahu– ya ha reconocido la soberanía israelí sobre Jerusalén Este y los altos del Golán y ha bendecido de antemano la anexión de parte de Cisjordania incluyéndola –con ciertas condiciones– en el llamado acuerdo del siglo propuesto por el yerno de Trump, Jared Kushner.

Ni que decir tiene que esta medida sería una tragedia para muchos palestinos, constituiría un grave atentado contra el derecho internacional y crearía un nuevo factor de desestabilización en la zona. Israel ocupó Cisjordania en 1967, en la guerra de los Seis Días, y ha construido cientos de asentamientos, pero hasta ahora nunca ha considerado formalmente que Cisjordania fuera territorio israelí. La anexión haría añicos las esperanzas palestinas de constituir un Estado viable y chocaría con la oposición frontal de los países árabes y de la comunidad internacional. Las posibilidades de resolver el conflicto con la fórmula de los dos estados que permitiera a israelíes y palestinos convivir en paz, respetándose mutuamente y garantizando las fronteras recíprocas, se evaporarían definitivamente.

La Autoridad Palestina podría perder el control de la situación en medio de una ola de violencia, con ataques con cohetes desde Gaza y atentados terroristas. Esto podría obligar a Israel a hacerse cargo militarmente de Cisjordania y quizás incluso de Gaza. Las relaciones de Israel con Jordania y con Egipto entrarían en crisis y a su vez esto crearía tensiones con los aliados de estos dos países en el golfo Pérsico. Irán y Hizbulah se apresurarían a aprovechar el desorden para afianzar sus posiciones.

Es posible que la reacción internacional no fuese mucho más allá de una avalancha de declaraciones condenatorias. La Unión Europea está demasiado dividida para adoptar una posición firme y mantenerla. El Reino Unido está concentrado en el Brexit. La rivalidad regional entre Irán y Arabia Saudí podría traducirse en una actitud permisiva de Riad, disimulada bajo la inevitable retórica condenatoria. La amenaza de rebrotes de la Covid-19 podría desviar la atención y hacer que el asunto desapareciera rápidamente de los telediarios y de las portadas de los periódicos.

Sobre el terreno, tal vez la situación no cambiaría tanto. Muchos analistas piensan que este paso sería simplemente la confirmación formal de una política que los críticos y los defensores más radicales de Israel sostienen que es la verdadera política israelí desde hace décadas, el reconocimiento de que Israel nunca ha estado dispuesto a ceder ni un palmo de los territorios ocupados en 1967.

Pero los problemas más graves para Israel no vendrían de la reacción internacional. Hasta ahora, el carácter temporal de la ocupación de Cisjordania y la necesidad de no prejuzgar cuestiones que debían resolverse en el acuerdo de paz definitivo han ayudado a Israel a sacudirse las preguntas más incómodas sobre la situación jurídica de los palestinos. Pero si Israel se anexiona un territorio habitado por millones de palestinos, deberá decidir si les otorga plenos derechos o no. En el primer caso, la identidad judía de Israel se tambalearía. En el segundo, Israel dejaría de ser una democracia creíble. Ninguna de las dos opciones promete nada bueno.

Según Beniamin Netanyahu, Israel se encuentra ante una oportunidad histórica y no debe dejarla escapar. Pero esta oportunidad puede convertirse en un regalo envenenado para la viabilidad del Estado de Israel. No es extraño que tantos amigos de Israel en todo el mundo le estén pidiendo que no dé este paso.

LA VANGUARDIA