Es más fácil confinar totalmente a una población, por mucho que tenga graves consecuencias, que desconfinarla para la recuperación lenta de las rutinas anteriores. Estos días lo constatamos. Es más sencillo pararlo todo en veinticuatro horas -en un clima de miedo que volver a ponerlo en marcha por etapas, distinguiendo horarios, espacios, edades, zonas o tipos de actividades. En definitiva, hemos visto que era más llano pasar de la sensación de libertad a una reclusión estricta que asumir un paso ordenado de la clausura a la excarcelación.
Antes de embalarnos a hacer consideraciones moralistas sobre este hecho, hay que entender su dimensión práctica. El confinamiento total deriva de una orden clara y rotunda, fácil de obedecer -no hay margen de discusión- y de la que es posible controlar su cumplimiento. El desconfinamiento, en cambio, se convierte en un galimatías de normas a veces impracticables y, además, es imposible de supervisar. Entendido como un relajamiento normativo, el criterio personal, poco o muy responsable desde el punto de vista colectivo, se acaba imponiendo. Sólo en sociedades muy autodisciplinades es posible conseguir actitudes responsables sin muchas regulaciones externas. No es nuestro caso.
Sin embargo, la experiencia vivida también apunta a una dimensión ética más profunda. Es más fácil acomodarse a un clima autoritario, del cual se obtiene una sensación de control y de seguridad -aunque sea aparente-, que asumir el desafío de unos márgenes de libertad que obligan a una toma de decisiones de resultado incierto. Es más cómodo ceder la propia capacidad de decisión a un gobierno -y entonces criticarlo- que tener que hacerse cargo de decisiones personales arriesgadas en tiempos inseguros.
Uno de los terrenos en los que se hace especialmente visible la dificultad de volver a las rutinas de antes es el de la escuela. Por un lado, porque se le pide unos cambios transitorios para una excepcionalidad temporal incierta casi imposibles de materializar. Pero, por otro, porque lo que se puede recuperar provisionalmente no está nada claro que responda a lo que es más relevante de su papel como servicio público. La escuela es todo lo contrario del distanciamiento físico entre compañeros, y es inimaginable sin el contacto directo y constante con la autoridad, el liderazgo y el afecto del maestro. Según qué exigencias de ahora, social o laboralmente comprensibles, conllevan la devaluación de la función educativa de la escuela y confunden -tal como señalaba el historiador de la educación Antoine Prost en France Culture el 16 de abril- el “pasar el curso” -la adquisición de saberes- con el “dar clase”, es decir, adquirirlos pero organizando el trabajo, aconsejando, evaluando…
Tampoco parece muy razonable que se quiera aprovechar esta situación de excepcionalidad incierta que es el desconfinamiento para hacer propuestas de transformación social de fondo, presionados por circunstancias traumáticas. Lo sostengo en general, pero también muy particularmente para la escuela. Tal como afirmaba otro historiador de la educación en France Culture el 14 de mayo, Julien cahon -el debate escolar es una de las grandes pasiones francesas-, las crisis nunca han favorecido los procesos de reflexión educativa. En todo caso, han acelerado los que ya estaban iniciados, y sólo se han puesto en marcha más tarde y de manera progresiva. Ceder al oportunismo de quienes quieren aprovechar que el agua baja turbia para imponer sus criterios, sería imprudente.
Es cierto que dos meses de confinamiento han sido un batacazo social y económico de una magnitud aún difícil de evaluar. Sin embargo, ahora hay que velar por que el desconfinamiento no deje marcas aún más severas. Así, hay que tomar conciencia de que sin asumir unas dosis razonables de riesgo, como hacemos con otras enfermedades y prácticas sociales, no volveremos a poner las cosas en su sitio y, en cambio, podríamos pasar fácilmente de la añoranza del autoritarismo a la irresponsabilidad social, o aún peor, a ambas cosas a la vez.
ARA