La absurda discusión con ERC sobre el nacionalismo (I)

Decía Joan Fuster que ‘sería inimaginable un nacionalismo sin otro nacionalismo enfrente’. El genio de Sueca encontró en su admirable rigor intelectual y en su enorme capacidad pedagógica la clave para reducir un debate difícil, que hoy nos hace perder tanto tiempo, a sus términos exactos. Lo remata con una sola frase: ‘Sería inimaginable un nacionalismo sin otro nacionalismo enfrente’. Y yo y mucha más gente como yo tuvimos la suerte de leerlo muy jóvenes para poder entenderlo.

La segunda mitad del siglo XX fue una época convulsa como pocas en nuestro país, pero entre las pocas suertes que teníamos entonces era la existencia de unos intelectuales extremadamente lúcidos y preparados que nos servían de guía, nos ahorraban debates absurdos y nos iluminaban siempre con su honestidad y conocimiento. Y sinceramente ésta es una de las cosas que echo de menos más en nuestro país de hoy.

No digo que no tengamos intelectuales, dios me libre. Es cierto que dudo de que los tengamos de la talla de aquellos, pero siempre me pregunto después si esto no será porque me voy haciendo viejo y se me apodera la añoranza. Ahora bien, no tengo duda alguna de que la presencia pública de los intelectuales de talla que tenemos hoy es marginal, porque el debate se ha llenado de charlatanes de tercera división que inundan los platós de televisión y las radios y que dirigen, y así nos va, la estrategia de los partidos políticos. El mundo ha cambiado y ahora resulta que en vez de escuchar a la gente que sabe y proponer rutas después de escucharlos, dejamos que ignorantes o cínicos, que no sé nunca dónde está el límite, proponen rutas que luego algunos nos intentarán vender con teorías ‘ad hoc’, muy a menudo infumables. Y como ejemplo aquí tenemos esta cosa del no-nacionalismo, esta obsesión contra el nacionalismo, a la que ERC tanto se ha aficionado últimamente.

Desde el marxismo más pedestre (y manipulador) el debate se podría rematar enseguida. Por ejemplo, la pasada noche, Laura Rosel preguntaba al presidente del parlament si una Cataluña independiente tendría controlado mejor el coronavirus. Es una pregunta totalmente legítima, que no tiene nada de extraño. Es como preguntar si el PP lo habría hecho mejor que el PSOE, si Oriol Junqueras lo habría hecho mejor que Quim Torra o qué hubiera pasado si en vez de Donald Trump la presidenta de los Estados Unidos hubiera sido Angela Merkel. Pero, curiosamente, su respuesta no es decir que sí, que no o que no lo sé, sino hacer un discurso donde primero dice que ‘lo último que pide esta crisis es que hagamos planteamientos nacionalistas’, para luego afirmar que lo mejor que le puede pasar al movimiento independentista es ‘sobre todo huir de determinadas connotaciones que pueden ser consideradas nacionalistas’ y rematar diciendo: ‘Yo no soy nacionalista, yo soy independentista’.

He dicho que el debate se podía terminar rápidamente porque a mí me parece muy difícil discutir que estas afirmaciones tan osadas, el Muy Honorable Roger Torrent las hace, sobre todo, desde su condición de clase y defendiendo sus intereses de clase. Y no hablo de la obrera, a la que no pertenece, sino del partido -y ya me perdonarán la hipérbole-. Uno de los dirigentes republicanos actuales más importantes lo reduce todo magníficamente, pero supongo que sin darse cuenta de lo que dice, con una expresión deliciosa: ‘¿Es que no es la hora de que mi abuela, que limpiaba escaleras, gane?’ Me disculparán si no era la abuela exactamente quien aparecía en la cita, pero es igual. Porque, al final, la frase, que se entiende perfectamente, lo delata todo. Él en realidad quiere decir: ‘¿Es que no es la hora de que yo gane?’ Y curiosamente no dice: ‘¿Es que no es la hora de que gane este país?’. Lamentablemente, aquí radica la clave del momento, me parece a mí. Porque es para conseguir este objetivo doméstico, que no es ganar la independencia sino ganar la gestoría administrativa en que se ha convertido la Generalitat, por lo que se hace todo lo que se hace.

Que ERC gane las elecciones autonómicas y gobierne o que lo haga Juntos por Cataluña me es, a mí, indiferente por completo. Me es igual quien haga de presidente, porque en 2017 ya descubrimos que desde la autonomía no se pasa a la independencia y que, por tanto, el camino a la república catalana, que es lo que yo quiero tener, es otro. Nunca voy a entrar en esa guerra de partidos, nunca, de ninguna manera, y si alguien me quiere utilizar, desde aquí ya le niego ese derecho, aunque sé que esto no servirá de nada. Que se lo jueguen entre ellos y ya se pelearán por el respetable voto de electores y resto de ciudadanos. Yo no escribo contra los unos ni a favor de otros. No es mi guerra.

Ahora bien, como periodista y como ciudadano, no estoy dispuesto a callar cuando se degrada peligrosamente el discurso público y se brutaliza el intelecto colectivo hasta el extremo de erosionar la razón. Y de erosionar, también, las bases teóricas que sostienen y han sostenido este país, las mismas que nos deben llevar a ser de una vez por todas un Estado independiente. Y no callaré, especialmente, si creo que esto, que lo creo, nos lo podríamos ahorrar porque en realidad se hace puramente por intereses espurios. De manera que hoy pediré a los lectores una pequeña indulgencia que les llegará en forma de una serie de tres artículos entre hoy y el lunes. Porque el ataque a la razón que representa este discurso antinacionalista de ERC es tan monumental que yo no lo puedo ventilar en un artículo. Me explicaré, pues, ‘in extenso’, y luego estedes, como siempre, hagan lo que quieran.

Toda esta charleta de tebeo contra el nacionalismo (ojo, ¡contra el nacionalismo catalán!) Viene de lejos, porque algunos intelectuales de ERC, entre ellos gente que considero amiga y con quienes me he peleado muy a gusto, tienen el mala costumbre de hacer su trabajo a la inversa. En vez de analizar el mundo o el país para ayudar a la gente a entenderlo, ellos trabajan para vestir las decisiones pragmáticas del comité central, o como se diga la burocracia pertinente, con la visión puesta siempre en la conquista del máximo poder. Cuando la lucha con los convergentes, o como se llamen ahora, se acentúa, y la cosa es cíclica, como cualquier lector con una mínima edad recordará bien, entonces el método científico de pensamiento se altera. Ya no es cuestión de encontrar la manera de tumbar al nacionalismo que, en palabras de Joan Fuster, tenemos enfrente, esto es, el español -en este caso concreto y sin olvidar el francés-, sino de tumbar el proyecto político que ellos creen que tienen enfrente, lo que, en cualquier caso, les ha frenado hasta ahora a la hora de tener la presidencia o la mayoría parlamentaria.

Y como el marketing y la palabrería lo comen todo en nuestras sociedades, identifican las cuatro cositas que, aliñadas con la dosis pertinente de demagogia, maximizan su identidad contra los convergentes y las lanzan entusiásticamente como dardos para tratar de convencer a la población para que les votan a ellos y no a los demás. Y cambiándose la camisa, si es necesario, a una velocidad que no ves ni cómo se desabrochan los botones. La proclamación de la independencia en 2017 y la represión posterior parece que los decidió a dar unas curvas de una velocidad nunca vista y ahora resulta que son ellos los moderados, tan y tan moderados que ya han pasado el punto de ser públicamente antinacionalistas. Lo que no decían, o no resaltaban, cuando el combate por la república era inminente y la divergencia dentro del campo independentista, desdeñable.

Pero la cosa tiene dos problemas. El primero y más importante es que las diferencias entre convergentes y republicanos, que en el pasado eran más que notables, hoy son, francamente, de matiz -¿quién me negará que Pere Aragonés y Elsa Artadi podrían estar en el mismo partido, y que Carles Puigdemont y Marta Rovira también?-. Durante muchos años, los dos partidos eran dos universos, sobre todo fuera de Barcelona. En muchos lugares del país, ERC era un bastión contra el caciquismo que se había hecho fuerte en Convergencia y contra el clientelismo, la corrupción, que llegó a dominar el partido de Jordi Pujol. Y no hace falta decir que durante muchos años ERC podía sufrir represión porque era la independencia y CiU no porque era la autonomía -proyectos irreconciliables, por tanto-. Pero hoy las diferencias se han acortado tanto que medio país vota a los unos o a los otros sin fidelidad a las siglas, sólo según la elección que toca o el candidato que hay. Y ambos partidos tienen presos políticos y exiliados, cuya libertad reivindicamos entera, sin hacer matices por su adscripción a estos o aquellos.

En consecuencia, los dos partidos se diferencian poco porque la España de hoy, negra, negrísima, hace imposible el matiz. En la corte madrileña hacen eso del ‘divide et impera’ que tan bien les ha ido siempre. Pero no es fácil olvidar que Oriol Junqueras, con una injusticia especial por la que le niegan ser el eurodiputado que es, se encuentra en prisión, ha estado y estará seguramente un buen puñado de años más, por más simpático que el pobre Rufián, tan acostumbrado a los halagos y los abrazos de Madrid, quiera ser y lo intente.

Y como, a pesar de lo que querrían y necesitarían, en realidad hoy ERC y Juntos por Cataluña son todos unos, cuando los dos partidos han de pelearse, y por desgracia para todos nosotros eso es lo que hacen, los recursos que deben utilizar son por fuerza esotéricos. Hay uno, uno solo, que sea serio: la renuncia a la unilateralidad o no, que es igual que decir la renuncia a la independencia o no. Pero este debate en el que tanto se esfuerzan algunas fantoches de ERC sobre si somos nacionalistas o lo dejamos de ser es infumable, pura estrategia dirigida a arañar cuatro votos a los demás, aunque sea al precio, indigno, de abrazarse a la campaña permanente del españolismo y sacar provecho del viento de cola que provoca.

Esta estrategia antinacionalista que parece haberse apoderado de Esquerra, aunque debo decir que muchos militantes que conozco ni lo entienden ni les gusta, les llevará un día u otro a un callejón sin salida irreconciliable con lo que son, eso es evidente. Y a mí me parecerá particularmente grave. Porque la irracionalidad no se puede frenar una vez disparada. Pero me imagino que, en el cálculo, esperan que el electorado no se de cuenta cuando vuelven a dar el cambio, si es que toca hacerlo. Y esto es así porque su experiencia pasada les dice que la memoria del votante es corta. Ya usaron el argumentario antinacionalista, lo recordarán perfectamente haciendo un poco memoria, para justificar el segundo tripartito, no lo bueno de Maragall, sino el nefasto de Montilla. Y todos sabemos que no les ha ido mal después.

De modo que ellos irán tirando. Vuelven a recurrir a un argumento que, si se fijan, mientras la lucha por la independencia era real y a corto plazo, desapareció. Y lo harán a riesgo de que, en algunos casos, declaraciones desmesuradas, de aquellas que desafían la lógica más básica, puedan originar un pequeño escándalo o la vergüenza incluso de los suyos.

Se aprovechan de que la discusión sobre el nacionalismo es siempre elusiva porque la materia es difícil de definir. Eugeni d’Ors refutaba, incluso, que se pudiera hablar del tema ‘porque ni Paul Valery, ni el papa, ni usted, ni yo sabemos qué es una nación’. No le faltaba razón. Nunca nos pondremos de acuerdo al 100% dos personas sobre qué es una nación y qué no lo es y, por tanto, tampoco en qué es un nacionalismo y qué no lo es. Pero de eso a dejar que una parte de ERC se dedique a imitar la inconsistencia del señor Horst-Grunert y mine así el proyecto colectivo de país hay un abismo peligroso.

Me explico: el tal Horts-Grunert es el protagonista, olvidado, de una de las historias más ridículas que conozco sobre el nacionalismo. No recuerdo el detalle de cuándo era, en los años setenta más que probablemente, cuando este individuo de profesión diplomático de la extinta República Democrática Alemana intentó convencer a la ONU que ya no había una nación alemana sino dos. El canciller Brandt había invocado la unidad nacional alemana por encima de los dos estados existentes en ese momento en un discurso en Nueva York y el tal Horts-Grunert se enzarzó en una réplica, cómica vista desde hoy, pero plena de argumentos irrisorios.

Debería buscar el panfleto -lo debo tener en algún lugar de casa- que la diligente agencia de propaganda de la Alemania del Este imprimió con el discurso de este señor. Pero así de memoria recuerdo que dijo que el hecho de hablar la misma lengua, tener el mismo nombre y haber compartido hasta hacía cuatro días la misma historia no podía ser tenido en cuenta para resaltar la existencia de una nacionalidad común a la RDA y la RFA. Pero que, en cambio, había que tener en cuenta el socialismo y la existencia del muro de separación, el muy animal llegó a decir esto del muro, como señales indiscutibles e irrefutables de que la RDA era toda una señora nación por sí sola. Al margen, completamente al margen, de la pérfida y capitalista RFA.

Según esta ‘teoría’, ni Lutero, ni Goethe, ni Wagner, ni los junkers prusianos ni la ‘Drang nach Osten’ hacían a los alemanes ser ‘unos’. Pero el muro, en cambio, sí. El argumento no se tenía en pie ni entonces, pero unos años después, la historia lo ha condenado con una eficacia irrefutable. Mientras escribo este primer artículo de la serie -mañana más-, tengo delante cuatro piedrecitas del muro berlinés que yo mismo arranqué con las manos el 10 de noviembre de 1989, unas piedrecitas que suelo tener a mano en mi estudio para no olvidar nunca que en política no hay nada, absolutamente nada, que no pueda pasar. Y, sobre todo, que es mejor pensar las cosas y las consecuencias de decirlas dos veces, lo que me temo que no ha hecho el president Torrent, antes de hacer un ridículo que le perseguirá años después, por toda la eternidad.

 

 

El ariete del enemigo como argumento de la censura (II)

Vicent Partal

‘A juzgar por lo que dicen los periódicos, las radios y nuestros contertulios que se contentan con repetir sus tonterías, parece que ha llegado el momento de la cancelación de los nacionalismos’. Vuelvo a empezar hoy donde comenzaba ayer en el primero de los tres artículos de esta serie: con Joan Fuster.

La frase en concreto corresponde a una entrada de su Diario, escrito en los años cincuenta del siglo pasado, en plena dictadura franquista. Y es reveladora de que la trampa ya era la misma que los nacionalistas españoles han recuperado y perfeccionado en el siglo XXI. En los años cincuenta, en pleno apogeo, pues, del nacionalismo franquista más totalitario, cuando unos cuantos intentaban levantar de manera tímida las nuevas bases de los ‘nacionalismos periféricos’, la reacción del nacionalismo español era, más o menos, la misma que es hoy: negar -quien tiene a su servicio el Estado, la bandera, los generales, las embajadas, el fondo de reptiles, el mercado, la burocracia, el rey y el ‘sursum corda’- el derecho a que algunos no nos pensemos a nosotros mismos, no nos identifiquemos, como miembros de su nación. Y que no asumamos, por tanto, su nacionalismo banal como explicación de qué somos como personas. Y aún menos que podamos tener la ocurrencia de confrontarnos al mismo con uno propio.

Joan Francesc Mira lo explicaba en una conferencia en Gandia en 2006, cuando afirmaba que para las personas ‘ni el espacio de nacimiento o residencia ni los límites que lo definen tienen ningún valor significativo a los efectos de ser una cosa u otra’. Y seguía: ‘para que este ser no está en los hechos, en el territorio mismo, sino en la conciencia que del mismo se tiene: es decir en saber que éste es nuestro lugar, éste es el ámbito que nos define como lo que somos y que eso que somos es importante’.

La definición de Mira implica por fuerza acción, una lucha cultural, política o ambas cosas a la vez. Porque no puedes entender que no eres lo que te dicen que eres y quedarte quieto y mudo, sin hacer nada al respecto. La conciencia nace de una lucha liberadora que siempre es en primer lugar interna, la lucha con uno mismo para descubrir su identidad, que después se hace pública, colectiva, para normalizar eso que sientes, eso que tú eres, con quien se siente como tú.

Yo nací en un pueblecito que en plena dictadura franquista aparecía como pasablemente español, pero yo, como muchos de mis vecinos, he dejado de ser español, salvo en el momento de los trámites burocráticos más imprescindibles. Esta es una circunstancia que les ha pasado, seguro, a muchos de ustedes. Y esto ha sido posible, a pesar de todos los pesares, gracias a un largo proceso ideológico de introspección personal y nacional y como resultado de un contraste, a menudo doloroso, con la realidad del día a día.

El fenómeno no tiene nada de extraño. Pasa cada día en este mundo en que vivimos a millones de personas. El lugar donde naces y la bandera que ondea cuando naces no te definirán necesariamente como lo que tú eres. Y por todo el planeta, cuando esta lucha personal para descubrirse a uno mismo alcanza el nivel de combatir ‘también’ por una identidad colectiva, entonces nos reconocemos unos a otros, generalmente diciendo que somos nacionalistas. Para que eso, el nacionalismo, es lo que practicamos, le queramos dar este nombre o no, que la nomenclatura no cambia la cosa.

Y consiste en que somos un conjunto de ciudadanos libres que nos queremos reconocer a nosotros mismos como una nación y que queremos que esta nación, y por tanto sus derechos, sean reconocidos por los demás. Es así de sencillo y la definición no creo que la discuta hoy nadie, se haga llamar nacionalista, soberanista o independentista. Los independentistas no nacionalistas, los nacionalistas independentistas, los soberanistas y cualquier otra de las tribus en que parece que nos dividimos firmaríamos este proyecto ahora mismo. La pregunta, pues, es: ¿a qué viene ahora el anatema de los unos para los otros si nos podemos poner santamente de acuerdo? ¿A qué viene ahora la negación, a quienes se quieren definir como nacionalistas, del derecho de remar en la misma dirección?

En la polémica que nos ocupa estos días hay por lo mismo un par de detalles que me llaman profundamente la atención y me preocupan hasta el extremo de haberme obligado, sin ganas, a levantar la voz. El primero es el intento evidente de negar el derecho de discusión, por lo tanto el derecho de ejercer esa introspección necesaria para definirnos, un paso que es tan llamativo como nuevo.

Ahora resultará que hay independentistas que niegan el derecho a pensar, discutir u opinar sobre si una Cataluña independiente estaría en mejores condiciones de servir a su sociedad. Por ejemplo, a discutir si habría gestionado la pandemia mejor o peor. Al presidente de la Cámara de Comercio de Barcelona se le ha tirado al cuello un montón de gente por haber opinado que una Cataluña independiente lo habría hecho mejor. Yo no me atrevería a ser tan taxativo como él, pero me parece que es muy razonable opinar que es difícil hacerlo peor que como lo ha hecho el gobierno español. Muy difícil. Y que, por tanto, hay unas posibilidades muy altas de que una Cataluña independiente, unas Tierras del Ebro independientes, el Empordà independiente o un barrio de Lleida independiente, da igual, lo hubieran hecho mejor.

Según este punto de vista, matizado y prudente como lo pueden comprobar, no puedo sino decir que me sorprende enormemente la negación del hecho mismo de poder opinar. Si hacer esta pregunta, sólo la pregunta, ya se considera un comportamiento nacionalista rechazable, deberé de entender, pues, que tampoco podemos discutir sobre si una Cataluña independiente gestionaría mejor los trenes de cercanías, invertiría más en Sanidad o redistribuiría mejor la riqueza. Y ya me deben entender, por tanto, la reducción al absurdo: si no podemos pensarnos alternativamente ni discutir si el proyecto independentista puede ser mejor o no que permanecer en España, entonces qué salida razonable nos queda sino quedarnos donde estamos por los siglos de los siglos amén?

La otra cosa que me llama la atención y de la cual nace buena parte de la inquietud que estos días manifiesto es el paso adelante que implica canjear lo que hasta ahora parecía una propuesta por lo que ahora aparece cuanto más avanza como una prohibición. Ahora, como se ve, ya no se trata sólo de proponer como proyecto colectivo ‘el independentismo no nacionalista’, sea lo que sea esto, sino que ya se niega el derecho, la validez, la opción, de que haya independentistas que no tienen ningún problema en llamarse, como marca la tradición y se reconoce fácilmente en todo el planeta, nacionalistas. El paso, y la diferencia, son muy grandes. Especialmente si se hace de la manera como se hace, hablando en abstracto, sin matices e igualando el nacionalismo español y el catalán con una alegría conceptual tan hiriente como insultante. Como si fuesen la misma cosa.

Es que resulta que el nacionalismo no es una sola cosa que se pueda definir así de manera cerrada. Depende. Nacionalista, ¿como quién? Nacionalista, ¿como cuándo? Hay nacionalismos constructivos y nacionalismos destructivos y hay nacionalismos que han sido secuencialmente de liberación y opresores o viceversa. Como hay comunismos que han luchado a muerte por la libertad y comunismos tiranos. Como hay liberales preocupados por el bien común y liberales rapaces. Como hay repúblicas donde yo quisiera vivir y repúblicas donde no quisiera estar ni un minuto. Y si ya no entendemos ni eso y se quiere reducir el debate a un nivel tan gallináceo que ni las palabras se pueden utilizar con propiedad, tal vez mejor ir retirándonos y dejar de interrogar nuestra conciencia. Dejar de esforzarnos por entender el mundo. Y aún más para cambiarlo.

Denigrar el nacionalismo sólo porque es nacionalista, ya me entienden el trabalenguas, sería cómico si no fuera porque es trágico que lo utilicen personas que al final lo son también. Nacionalistas. Esta es precisamente la trampa que la España posfranquista ha construido para recuperar el nacionalismo español y persistir así con el su proyecto de siglos. Muerto Franco, el nacionalismo español molestaba por arcaico y poco presentable. Y lo han resucitado, derechas e izquierdas, que ellos en esto sí que no tienen los problemas que tenemos nosotros, a fuerza de hacer ver que ellos no son nacionalistas y que sólo lo somos los demás, que somos unos raros, una especie de degenerados. Demonizándonos si pretendemos hacer lo que ellos mismos hacen cada día con normalidad -es eso de lo que habla Michael Billig-, y obligándonos en la práctica a tener que disculparnos casi permanentemente sólo porque somos como somos y queremos lo que queremos. Para tenernos así, ya en el minuto uno, en inferioridad de condiciones.

Cuando Hitler llegó al poder, Goebbels llenó Alemania de carteles que decían ‘La culpa de todo la tienen los judíos y los ciclistas’. Estoy seguro de que la mayoría de los lectores ya habrán caído en la trampa tendida por aquel asesino que a su vez era un genio del marketing. ‘¿Y por qué los ciclistas?’, se habrán preguntado muchos de ustedes sin darse cuenta de que en su mente esta operación transforma ‘naturalmente’ y de manera automática a los judíos en culpables. La maniobra tiene un paralelo diario en las televisiones españolas, en los debates políticos, en el paisaje cultural del país vecino. La negación de la existencia del nacionalismo español es la forma de apuntar hacia nosotros como culpables del mal. Y les funciona tanto que la mayoría de los ciudadanos españoles han llegado a asumir que los nacionalistas catalanes, vascos, gallegos, canarios, incluso castellanistas, somos gente mala porque somos algo que nadie más en el mundo quiere ser. Sobre todo porque se creen, contra todas las evidencias, que ellos no lo son. A pesar de serlo más que nadie.

En los comentarios al artículo de ayer, Pep Agulló lo resumía todo con una metáfora que me parece muy adecuada: es muy peligroso y no es decente utilizar un argumento contra el adversario, tan independentista como tú, que al final no es otra cosa que la utilización del ‘ariete del enemigo’. No es decente ni prudente, diría yo. Incluso egoístamente prudente.

En el nacionalismo, como en cualquier otra ideología, lo que importa es el adjetivo y no el nombre. Franco era nacionalista. Y Ho Chi Minh. Y Fidel Castro. Muriel Casals era nacionalista. Y Salvini lo es. Y lo son los niños de Hong Kong que se enfrentan al autoritarismo chino y lo es Xi Jinping. Nacionalista era Malcolm X. Y Hitler. Y Stalin, que era un pedazo de nacionalista ruso, a pesar de haber nacido georgiano. Y lo es Putin. Y Castelao y todos los ‘irmandiños’. Y Mandela, que fundó una organización ‘terrorista’ que se llamaba la Lanza de la Nación. Y es nacionalista la reina Isabel y todos los monarcas de todas las monarquías. Nacionalistas son las mujeres kurdas que luchan en Levante y también los soldados de Irak a los que se enfrentan. Y los republicanos irlandeses. Y la presidenta del Taiwán que ha sido un caso de éxito a la hora de frenar la pandemia. Nacionalista es José Mujica y lo es Lula. Y lo son también Bolsonaro y Trump.

¿Cómo podemos aceptar, pues, reconociendo esta complejidad, que se intente anatematizar el nacionalismo, sin más matices, sin más criterio ni interés que la batalla de partido, tratando de mover unos cuantos escaños arriba o abajo? ¿Pero qué clase de debate sin ninguna base ni cordura es este a donde nos quieren llevar? Y sobre todo: ¿qué país quieren que construyamos a base de fomentar de este modo la ignorancia y la demagogia? ¿Es que no estábamos aquí para hacer, siguiendo la preciosa consigna de Estellés, ‘una patria alta y libre’?

Voltaire, que al fin y al cabo es como un analgésico de los que milagrosamente valen para casi todo, como resulta que creía en el poder transformador del conocimiento, nos explicó a la perfección que una vez llega el tiempo de pensar ya no se puede quitar a los espíritus la fuerza que han adquirido’. Cuando el señor Arouet decía ‘espíritus’, creo que ya se entiende, quería decir personas, seres humanos. Y esta extraordinaria constatación escrita por un hombre del siglo XVIII sólo puedo decir que, efectivamente, es así, todavía ahora en el siglo XXI. Una vez piensas por ti mismo no hay quien te pueda quitar la fuerza que te crece dentro. De hecho, puedes encontrarte solo como una rata contra el mundo y sin embargo ser fuerte. Y, por supuesto cómo te sientes de fuerte, feliz y libre, si son muchos a tu lado, como lo éramos el Primero de Octubre.

El ‘tiempo de pensar’ es, pues, y por ello, la clave de todos los futuros. Pero esto reclama el debate abierto, valiente y sin complejos, del respeto al otro y el diálogo con él y no puede permitir de ninguna manera el anatema propagandístico ni mucho menos cualquier intento de censura, directa o socializada. Y es de eso, lo quieran entender o no los protagonistas de la polémica, de lo que trata todo esto.

 

 

Volvamos a hacerlo (y 3)

Vicent Partal

Soy nacionalista. De Bétera. Me parece que lo soy desde los diecisiete o dieciocho años y no voy a cambiar ahora. Creo que mi país llega a Salses y salta sobre el mar, y trabajo para convencer a los que me rodean que podemos ser un país europeo normal, un país independiente. Esto soy yo y no puedo decir mucho más hoy. Hay momentos en que sientes el calor del país y momentos en que piensas que todo se irá por el desagüe. Ahora únicamente sé pensar que tengo que hacer mi trabajo (escribir este artículo por ejemplo) como único antídoto que me queda contra el mercadeo político y el desánimo.

Quizás hay miles de personas que piensan como yo. No sé cuántas, pero sé que las hay. Conozco a muchas personalmente y, estos días, muchas me aparecen cada pocos minutos en la bandeja de entrada del correo. No sé si todas se sienten hoy tan impotentes por esto que pasa como yo me siento. Las hay que me lo han dicho, pero no he contado cuántas son ni me importa. Lo que me importa es saber dónde estamos.

He apoyado siempre a los partidos nacionalistas: son los míos. He intentado con más o menos fortuna no olvidar lo que me enseñaron los más viejos valencianistas, aquellos que vivieron el peor momento de la dictadura: que los males siempre vienen de Almansa (1) y que debemos unirnos. Ha habido ocasiones en las que esto ha parecido posible. Las ha habido en que pareció imposible. Pero, cuanto más tiempo pasa, estoy más de acuerdo con ello.

Y ahora veo que el futuro político inmediato es más confuso que nunca. Y que los políticos que me representaban, de partidos diversos, no saben, no pueden o no quieren cambiar de rumbo. Como colectivo, en conjunto, no tengo la menor duda de que los políticos nacionalistas hoy no son capaces de hacerme sentir cómodo con mi voto, con mis preferencias o con mis actitudes. Pero no por ello dejo de ser lo que soy.

En consecuencia, únicamente sé lo que puedo saber seguro: que no me esconderé. Mi nacionalismo no se deshace porque unos pacten rebajas, porque los otros formen en cuatro días gobiernos aberrantes o que los de más allá no sean capaces ni siquiera de hacer una coalición, cualquiera, para representarme. Me gustaría que este país fuera diferente. Me gustaría confiar en mis políticos. Me gustaría más generosidad y más humildad, más diálogo y más inteligencia, menos oportunismo y menos prepotencia. Me gustaría no tener la sensación de que el viento va moviendo los campos de cebada mientras nadie parece dispuesto a respetar la opinión ajena sin hacer salir todos sus fantasmas particulares y no ver en eso sino una posición contraria o interesada.

Yo no diré que el país esté enfermo. El país no está enfermo. Un país no cae enfermo. Quizás su gente cae o está enferma. O una parte de su gente. O los que dicen que lo representan. Pero el país no vive fuera de cada uno de sus ciudadanos, y el futuro del país, su salud, no depende de nadie que no seamos nosotros. Hoy no sé qué designa este ‘nosotros’, cuánta gente representa, pero sé que hay mucho trabajo por hacer y que no nos podemos permitir el lujo de cruzar los brazos y rendirnos, por más desilusionados que estemos. Y si somos muchos los que decidimos no rendirnos todo estará por hacer y todo será posible.

***

Discúlpenme por haberles confundido con el comienzo de este tercer artículo de la serie que he publicado todo este fin de semana. (‘La absurda discusión con ERC sobre el nacionalismo’ y ‘El ariete del enemigo como argumento de la censura’). Porque todo esto que han leído hasta aquí es el editorial de VilaWeb, sí. Pero el del 7 de noviembre de 2006. De hace trece años y medio. Y supongo que estarán de acuerdo conmigo en que lo habría podido escribir hoy. Es a partir de esta confusión interesada, pues, como me gustaría rematar estos tres artículos.

El editorial que acaban de leer fue escrito nada más saberse que ERC, tras las elecciones de 2006, rechazaba un pacto con CiU para un gobierno nacionalista y daba paso, así, al tripartito de izquierdas presidido por José Montilla. El PSC acababa de matar políticamente al president Maragall. Pero, sin embargo, a pesar de que los partidos de gobierno habían perdido escaños y pese a que ERC había sido expulsada meses antes del gobierno por haber votado no al recorte del estatuto en Madrid, sorprendentemente, en pocas horas se negoció la formación de aquel gobierno. El recuerdo de los años nefastos del segundo tripartito es suficientemente nítido como para no reclamar más explicaciones. A pesar de que los anti-ERC militantes también deberían recordar, para enmarcar ajustadamente los hechos, que años antes Jordi Pujol había rechazado con insistencia las propuestas de pacto de los republicanos, y las había rechazadas para abrazarse al PP en aquel infame acuerdo que se llamó del Majestic.

Muchos se deben preguntar por qué hoy les pongo ante este espejo de la historia. Es muy sencillo: para haceros conscientes, en un momento de desencanto como el actual, de todo el trabajo que ha realizado desde entonces hasta hoy, de la forma en que ha cambiado el país y ha hecho posibles sueños impensables. Y también, sí, para explicar que la mediocridad de nuestros políticos no es cosa de ahora.

La ruptura entre ERC y CiU que hubo a raíz del segundo tripartito hacía prever que el nacionalismo, el independentismo, no levantaría la cabeza en décadas. Divididos, enfrentados, insultándose unos a otros, amenazando y agrediéndose… La tensión era insoportable y en Madrid, bien lo recordarán, se sentían tan seguros de que no supieron ver el chaparrón que se les venía encima. Tres años después de aquel editorial, el 13 de septiembre de 2009, mientras aún gobernaba Montilla, en Arenys de Munt, un grupo de gente organizó una consulta popular. Ese mismo día, allí mismo, Pugès y Strubell imaginaron algo que se llamaría Asamblea Nacional Catalana, que no se haría realidad hasta el 25 de mayo de 2011. Y en medio, el 27 de junio de 2010, el Tribunal Constitucional español emitió la sentencia contra el estatuto y la calle se llenó de esteladas.

Todos ustedes, o la mayoría, han vivido de primera mano el proceso histórico que les explico. Con una intensidad que nadie nos podrá quitar y que Stefan Wollin explica mejor de lo que nunca haría yo cuánta y cuánta fuerza y determinación crea de cara al futuro. Hay un montón de recuerdos que se acumulan en mi cabeza sobre este periodo pero conservo uno de ellos muy especial. Era el 20 de febrero de 2010. Ya se había hecho la primera tanda de las consultas populares y algunos no cesábamos de hacer actos públicos para la segunda, que se tenía que llevar a cabo una semana después. Aquel día me tocó ir a Breda, una población que en ese momento estaba de moda, especialmente, porque se rodaba la serie ‘Ventdelplà’ -y de hecho en el acto tomó parte también el actor Miquel Gelabert, el ‘Jaume’ de la serie. A la salida me encontré por primera vez convergentes y republicanos pegando carteles, juntos, por las calles de un municipio. En cuadrilla. Recuerdo como si fuera hoy la conversación que tuve con ellos. El odio, porque era odio, que las cúpulas de los partidos se tenían mutuamente en Barcelona, en Breda se había disipado por completo. Porque los unos y los otros habían entendido que era posible conseguir la independencia y que eso pasaba por encima de todo.

El resto de la historia ya la saben. El camino fue complicado pero todos juntos llegamos al primero de octubre de 2017 y veintiséis días después, a las 15:27 de la tarde, con 70 votos a favor, 10 en contra y 2 en blanco, el Parlamento de Cataluña votó la declaración de independencia. Visto a partir del desencanto amargo y profundo que yo mismo reflejaba en 2006, desde aquella falta total de perspectiva que me ahogaba, eso que llegamos a hacer en 2017 nos cuenta algo esencial que es lo que quiero resaltar hoy: que si lo queremos, podemos.

Tres años después de la proclamación de la independencia, es evidente que no vivimos en la república que queríamos. No lo supimos hacer a la primera y esto, como es muy evidente, tiene un precio especialmente grave estos días de muerte y pandemia. Tan evidente como que nuestros políticos van absolutamente perdidos. Pero es por eso, precisamente por eso, por lo que quiero recordarles que nuestros políticos iban tan perdidos o aún más en 2006 y que esto no pudo frenar la primera gran ola del proceso.

Empecé esta serie de tres artículos por culpa de la indignación intelectual que me causaron unas declaraciones del Muy Honorable president Roger Torrent, probablemente el arquetipo más arquetípico, con el consejero Buch, de esta clase política que nunca nos llevará a ninguna parte. En el artículo de ayer cambié de registro para dejar claros algunos conceptos teóricos necesarios y básicos, porque estoy convencido de que hay cosas que no pueden ser estrujadas impunemente sin que eso afecte a la calidad del proyecto colectivo. Me parecía imprescindible. Hoy les pido que me dejen volver a cambiar de registro y bajar, finalmente, a tierra.

Tres años después es evidente que la estrategia del ‘gobierno efectivo’ es un fracaso completo, a pesar de la buena voluntad puesta por el president Torra y unos cuantos más. Tres años después, es evidente que el Consejo para la República no ha funcionado y que el president Puigdemont, por la razón que sea, o no quiere asumir o no sabe asumir o no se ve capaz de asumir el papel que la legitimidad histórica ha depositado en sus manos. Tres años después, el mundo que se reúne en torno a Juntos por Cataluña sigue sin atreverse a romper definitivamente con los restos de la peor Convergencia y consiente, por activa o por pasiva, aberraciones como el pacto con el PSC en la Diputación de Barcelona. Tres años después, ERC huye por piernas del nacionalismo y la unilateralidad, huye, aunque ellos no quieran saberlo, de la independencia, soñando ser el PSC S.A. de nuestro futuro. Y han encumbrado a un personaje, Gabriel Rufián, bastante irresponsables para hacer broma con 155 monedas en medio del momento más difícil. Lo conozco personalmente y sólo puedo decir que nada de lo que pueda decir o hacer me sorprenderá. Tres años después, la CUP ha desaparecido y nadie sabe dónde está. No sé ni siquiera si está partida o no. Tres años después, los intentos de hacer algo nuevo, de inventarse alguna alternativa, no han tenido éxito. Tres años después, hemos visto nítidamente cómo hay gente que con una mano nos fabrica tsunamis y con otra nos zurran con los Mossos. Tres años después, los presos continúan injustamente en prisión y la consejera de Justicia de la Generalitat, que tiene al dirigente de su partido encerrado los Lledoners, incluso los discrimina negativamente y se lo hace pasar peor que a cualquier otro preso.

Todo esto es verdad y desespera. Pero, ¡ojo!, tres años después también han pasado, pasan y pasarán cosas mucho más importantes y extraordinarias que no deberíamos perder de vista.

Como resulta que el envite catalán de 2017 ha dejado España hecha añicos y Pedro Sánchez la arrastra ahora hacia el pozo más profundo que podamos imaginar. Y además se los lleva a los comunes y toda su demagogia hipócrita. Tres años después, la pandemia del coronavirus y la mala gestión de Madrid ha puesto más que nunca de relieve la urgencia de construir una república propia independiente como única manera sensata de construir a corto plazo un país mejor para todos. Y tres años después, incluso confinados, no tengo duda alguna de que en las calles sigue habiendo la gente necesaria para hacer posible la revolución, de los conceptos, de las prioridades, de la vida, que tan urgentemente necesitamos ahora.

Hablo de gente que vimos caminar durante tres días eternos, sólo hace medio año, en las Marchas por la Libertad, convocadas por la ANC. Yo toqué las alpargatas destrozadas por el asfalto y cuando lo hice supe que nada la detendría.

Son gente que vimos mientras construían barricadas en el centro de Barcelona con una capacidad técnica y una decisión política inauditas. No sé su nombre, pero ellos, con la capucha puesta, en la esquina del paseo de Gràcia con València, me supieron explicar todo a la perfección, tanto que entendí perfectamente que nada los detendría.

Son gente que vimos derrotar a la policía en Urquinaona y obligarla a retirarse después de cuatro noches, en la victoria más inesperada de todas las que habría podido imaginar.

La misma gente que vimos abroncando a Pedro Sánchez en los pasillos del hospital, vestidos con las mismas batas blancas que hoy utilizan para luchar contra el coronavirus hasta el límite material del agotamiento.

Son la gente que vimos llenar plenos de alegría y confianza las calles de nuestra Perpinyà, hace cuatro días mal contados, desafiándolo todo, ignorando todas las órdenes y todas las divisiones y superando con creces incluso las cifras ya enormes que los organizadores pensaban que podían conseguir.

Los días, semanas y meses que vienen ahora no serán fáciles. Pero no lo era tampoco aquel 2006 y bien que lo supimos resolver, ¿no? Alguien puede opinar que la historia no es cíclica ni se repite. No necesariamente. Pero no creo que nadie entre ustedes pueda defender honradamente que este país hoy está menos preparado para la independencia, y para defenderla, que en 2017 y aún menos que en 2006. Aunque esté menos dispuesto a cambiarlo todo ahora, cuando, después de haber visto la cara real del sistema gracias a la pandemia, más gente que nunca ha entendido que no bastará con cambiar de bandera y de himno. Que la independencia significa crear una nueva sociedad.

Mi trabajo no es hacer de político. Yo no sé cómo se debe hacer esto, como no lo sabía tampoco en 2006. Me limito a saber cuál es mi trabajo. Mi trabajo sólo es hacer este diario con la voluntad de ayudar a entender el mundo, hacerlo tan fuerte como sea posible para que así pueda incidir en lo posible en nuestra sociedad; y hacerlo tan honradamente como lo sepa hacer, respetando siempre a los lectores pero hablando siempre con el corazón abierto. Por eso les digo que hoy no creo en los políticos que tenemos ni en la forma en que nos gobiernan. Pero añado inmediatamente que, dicho esto, he aprendido, aprendí de 2006 a 2017, que la gente, la calle, es capaz de inventarse nuevos actores o incluso de llevar a los viejos por el camino correcto. Si deja de pensar que los necesita y reclama de manera audaz su protagonismo en la historia. Con su voto, sí. Pero también, y diría que sobre todo, con sus pies -a mí, un viejo internacionalista militante como soy, siempre me gusta recordar que en la antigua RDA, cuando aquella sociedad luchaba por lo imposible de tumbar el muro, al ir a una manifestación lo llamaban ‘votar con los pies’. Volvaemos a hacerlo.

(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_Almansa