Dos bandos se enfrentan a la Codiv-19: el de la razón y el del oscurantismo. Uno apela al razonamiento, la ciencia, el conocimiento, la argumentación y la demostración rigurosa. El segundo, a la fe, las convicciones, unas voluntades de carácter místico, la idea de la conspiración o de unas potencias maléficas.
El combate no es nuevo, es también el combate por los derechos humanos y los valores universales. Aunque la razón ha conocido épocas favorables, en Europa con el Renacimiento y luego la Ilustración, y aunque hoy en todo el mundo la ciencia y la tecnología son fuerzas cruciales en los esfuerzos colectivos por proyectarse hacia el futuro, semejante combate sigue siendo incierto.
Es más, nunca lo ha sido tanto. Son numerosos, desde luego, quienes esperan que medicamentos y vacunas eficaces estén disponibles en los plazos más reducidos. A los médicos clínicos o de otro tipo, a los epidemiólogos, los virólogos y otros expertos, se los escucha con más confianza que a los agentes políticos. El combate por la razón supone también que velemos por que los niños no pierdan el contacto con el sistema educativo y hace de la vuelta a la normalidad una prioridad para las universidades, que son lugares clave de la producción y la difusión de los conocimientos. La razón no excluye el debate democrático; por el contrario, presupone la deliberación para resolver las tensiones que surgen de unas obligaciones contradictorias: ¿salvar vidas humanas en lo inmediato, aceptando los riesgos de parálisis de la economía, o asegurar el retorno al empleo, el trabajo y la vida económica, a riesgo de no frenar la pandemia?, ¿aplicar medidas de excepción que restringen las libertades para luchar contra la propagación del virus o apelar a los principios fundamentales del Estado de derecho y la separación de poderes, indispensables para la democracia?
Sin embargo, también vemos prosperar la irracionalidad. En todo el mundo, a veces animados por los responsables políticos, algunas iglesias evangélicas, cristianas apostólicas y de otras denominaciones se niegan a someterse a las obligaciones que impone la acción frente a la pandemia. En Estados Unidos, los feligreses siguieron reuniéndose para rezar por cientos o miles durante todo el mes de marzo. En Miami, por ejemplo, el 15 de marzo, el pastor de una megaiglesia convocó a sus fieles y les dijo: “¿Creéis que Dios reuniría a su pueblo en esta casa para que se contagiara con el virus? Claro que no”. Otro, en Luisiana, anunció durante el oficio su intención de “pasar pañuelos ungidos” con “virtud sanadora” contra el coronavirus. Esos ejemplos no son excepcionales. La religión, también en su rechazo a la ciencia, es aquí indisociable de la política; y el presidente Trump le ha dado muchas muestras de apego a lo largo de su mandato, incluso desde la aparición de un virus del que negó toda peligrosidad.
En Brasil, los lugares de culto evangélicos no se han quedado vacíos: el país estaría supuestamente protegido por el Espíritu Santo, las autoridades religiosas creen que un ayuno de doce horas es un medio para combatir la epidemia y también en esto tienen garantizado el apoyo del presidente Bolsonaro.
En Oriente Medio, Daesh explica que el virus es una “manifestación de la cólera de Dios contra las sociedades paganas”, un “castigo divino” dirigido a los infieles, e insta a sus seguidores a “atacarlos y debilitarlos”: también ahí se aúnan política y religión anticiencia.
En Israel, los judíos ultraortodoxos se niegan a acatar las restricciones establecidas por el Gobierno y siguen reuniéndose: el ministro de Sanidad, Yaakov Litzman, miembro de un grupo jasídico, considera que esas medidas son “gravemente discriminatorias” y ve en el coronavirus un “castigo divino contra la homosexualidad”. Ahí, de nuevo, religión y política se alían frente a la medicina y la ciencia… y la seguridad sanitaria.
Al mismo tiempo, por todo el mundo proliferan rumores y fake news inventando culpables de la pandemia: judíos, élites globalizadas, poderes económicos… Se considera la pandemia como una conspiración china, estadounidense o de otro tipo para someter a la humanidad a unas fuerzas más o menos ocultas. Se afirma también que las medidas básicas, como lavarse las manos, son inútiles.
En Francia, una polémica pública enfrenta a los partidarios del profesor Didier Raoult, que propone un tratamiento cuya eficacia es posible pero no está rigurosamente demostrada, y a sus detractores, que esperan pruebas concluyentes: los bandos se enfrentan como hinchas de dos equipos de fútbol rivales.
De modo que la razón se ve amenazada por unas fuerzas socialmente destructoras desde el punto de vista sanitario y que empujan en la misma dirección política: hacia la desestabilización de los sistemas democráticos y, peor aún, hacia el fortalecimiento del conservadurismo y el autoritarismo. Cuanto antes se alcen diques eficaces contra la Codiv-19, antes podrán contenerse esas fuerzas.
LA VANGUARDIA