Papel, tinta y Covid-19.
Emmanuel Macron, en el Estado francés, mira fijamente a la cámara y dice seriamente «Estamos en guerra. El enemigo es invisible y hace falta nuestra movilización general».
Pedro Sánchez, en el Estado español, explica que «El enemigo ya hace tiempo que ha penetrado en la ciudad y la muralla para detenerlo se encuentra en todo lo que hemos puesto como país, como comunidad», mientras son militares y policías militarizados quienes dan las ruedas de prensa junto a los ministros.
Trump, en EEUU, habla insistentemente del «virus chino» y del «enemigo invisible» al tiempo que pide poderes especiales para liderar «la guerra contra la pandemia».
Boris Johnson, en Gran Bretaña, grita que «El coronavirus es el enemigo, la crisis sanitaria es la guerra», mientras evoca el espíritu de la defensa británica ante los bombardeos nazis.
Viktor Orban, en Hungría, insiste en que «Esto es una guerra, pero por suerte los húngaros somos todos soldados y como tales nos podremos comportar» mientras prácticamente disuelve el Parlamento y se convierte en el primer dictador, vía decreto, de la Unión Europea.
Son muchos, pero con estos ejemplos tenemos suficiente para hacernos una idea de cómo están tratando los mandatarios mundiales la pandemia del coronavirus a nivel de discurso público. Una vez más, el lenguaje militar ha ganado la partida a la hora de explicar qué se hace desde los gobiernos teóricamente civiles para detener y superar la crisis sanitaria en todo el mundo. Se ha extendido de forma importante en la mayoría de países líderes a nivel económico y militar, y es esto lo que lo ha convertido en protagonista y director de nuestras vidas.
No es casualidad que la comunicación en torno a la pandemia la hagan militares o políticos que utilizan el lenguaje militar, ni son casuales las metáforas relacionadas con el ejército, el enemigo o la guerra para hablar de una crisis sanitaria que con toda seguridad se convertirá en económica pero no necesariamente en bélica. Y antes de continuar dejémoslo claro: ningún ejército defiende la paz al igual que ninguna guerra puede sustituir las medidas sanitarias en ninguna parte.
No es casualidad la utilización de este lenguaje ni es nueva, de hecho se ha hablado de temas sanitarios con terminología militar desde hace mucho tiempo. Nos lo explica Susan Sontag en su ensayo ‘La enfermedad y sus metáforas’, Centrado en el cáncer y la tuberculosis y publicado en 1978, ampliado en 1988 con una segunda parte sobre el sida y sus metáforas. Explica la autora norteamericana que «La metáfora militar apareció en medicina hacia 1880, cuando se identificaron las bacterias como agentes patógenos. Se decía que las bacterias «invadían» el cuerpo, o que «se infiltraban» en él. Pero la forma en que hoy se habla del acoso y la guerra hablando del cáncer es de una exactitud literal y de una autoridad sorprendente. La descripción no se limita a la evolución clínica de la enfermedad y su tratamiento, sino que la enfermedad se convierte en el enemigo con el que la sociedad entera debe alzarse en pie de guerra».
Cuando escribió ‘La enfermedad y sus metáforas’, la escritora norteamericana era considerada una de las pensadoras más destacadas del mundo ensayístico estadounidense. Sontag se casó y tuvo, muy joven, una hija, aunque después se divorció y vivió una vida sentimental amplia y libre, con hombres y mujeres diversas. Formada en la Sorbona y Harvard, fue profesora de Filosofía en el City College de Nueva York y en 1968 escribió una de sus obras más destacadas, ‘Contra la interpretación’, que rápidamente se convirtió en lectura de cabecera de su propia generación. En ella Sontag trataba el tema de la distancia establecida entre la realidad en que vivimos las personas y cómo esta realidad es interpretada. En su segundo libro, ‘Estilos radicales’, recogió análisis y opiniones sobre nuevos fenómenos sociales en su momento como las drogas como herramienta cultural de evasión, la pornografía o la cultura de masas.
‘La enfermedad y sus metáforas’ se centra en el tratamiento tan diverso que han tenido, a nivel social, dos enfermedades como la tuberculosis y el cáncer; y en la segunda parte del ensayo, el sida. Sontag habla de cómo las diversas sociedades o momentos históricos generan discursos completamente diferentes a la hora de explicar las enfermedades que, aunque son diversas, nunca son tan diferentes como lo son las palabras que hablan de ellas. Las metáforas con las que nos referimos a las enfermedades, debido a que estas son siempre traumáticas para la vida de las personas, y más si son mortales, son construcciones lingüísticas absolutas que casi nunca tienen nada que ver con aquello a lo que se refieren, porque huyen, se escapan o, directamente si quien habla es quien manda, sirven a sus planes de dominación. El poder y los poderosos tienen un solo objetivo y todo lo que hacen, siempre, va en esta dirección.
El libro habla de cómo la tuberculosis era concebida en su momento, cuando ya estaba prácticamente erradicada, como una enfermedad casi poética, literaria, que a pesar de que provocaba sufrimientos y muerte había acabado teniendo lo que casi podríamos decir que era una cierta reputación. Una reputación que le otorgaban en buena parte algunos de los artistas que lo habían sufrido, músicos como Chejov y Chopin, pintores como Modigliani y, sobre todo, escritores como Poe, Balzac o Emerson y otros que acaban muriendo de ella como Novalis, Schiller, Chéjov, Whitman, Alfred Jarry o las tres hermanas Brontë. Esta positivización llegó a la creación de un concepto tan extraño médicamente hablando como es «la enfermedad de los poetas».
En el libro, Sontag habla también, en el contexto de 1977, del cáncer, una enfermedad mucho más tabú entonces que ahora cuyo nombre casi nunca se utilizaba. En catalán, durante mucho tiempo se han utilizado expresiones como «el mal malvado» o «una larga enfermedad» para referirse a ella, tal vez creyendo que no decir su nombre podía hacerlo desaparecer de la vida de las personas. Esta parte del libro deriva de la propia experiencia personal de la autora, ya que en el otoño de 1975 le diagnosticaron un cáncer de pecho avanzado que supuso un cambio radical en su vida. Sontag rápidamente observó que muchos pacientes del hospital que frecuentaba estaban casi avergonzados de tener cáncer o, como ella misma explica, se veían sometidos a «una conspiración del silencio». Hasta el punto de que muchos enfermos llegaban a pensar que el cáncer lo tenían porque eran culpables de algo. Contra estos pensamientos escribió ‘La enfermedad y sus metáforas’.
Dice Sontag que, cuando se habla del cáncer, «las metáforas claves no provienen de la economía sino del vocabulario de la guerra»: «Las células cancerígenas no se multiplican y basta: «invaden». (…). A partir del tumor original, las células cancerígenas «colonizan» zonas remotas del cuerpo, (…) Las «defensas» del organismo nunca son lo bastante vigorosas como para eliminar el tumor». Y la radioterapia usa las metáforas de la guerra aérea: se «bombardea» al paciente con rayos tóxicos y la quimioterapia es una guerra química. Y una de las consecuencias que, según ella, provoca la utilización de las metáforas militares a la hora de hablar de enfermedades es que estas «contribuyen a estigmatizar ciertas enfermedades y, por extensión, a quien está enfermo». Asimismo, y también hay que decirlo, normalizan lo que no es ni normal ni admisible, como es la institución que aporta el lenguaje y las palabras necesarias para definir la realidad de la que se está hablando. Expandir el miedo ante la gravedad de la situación sanitaria y la necesidad de la aplicación de medidas de control extremo sobre la población son otras de las consecuencias que hay que tener en cuenta aunque no separadas de las anteriores.
La militarización del lenguaje nos lleva inexorablemente a la naturalización del ejército desplegado por todas partes haciendo trabajos que, en una sociedad democrática, deberían hacer servicios sociales o sanitarios pero que, como consecuencia de la destrucción de los derechos sociales y laborales que el neoliberalismo ha ejercido desde finales del siglo XX, ahora no pueden hacer porque no llegan a ello. Una vez normalizado su lenguaje, el despliegue de los militares con la excusa de «ayudar» hace que primero se haga visible en todo el territorio una fuerza de choque para «hacer la guerra contra el virus» y después esta fuerza termine reprimiendo las movilizaciones sociales que habrá cuando la crisis económica que viene detrás de la sanitaria se manifieste en toda su crudeza. La presencia constante de los militares, además, es la mejor garantía para que, si es necesario, la mentira se convierta en «la verdad» porque, tal como dijo el dramaturgo griego Esquilo, «La verdad es la primera víctima de la guerra».
Los militares no sirven para detener virus alguno, pero sí sirven para intentar detener la verdad o cualquier insolencia de quien, por ejemplo, exija más sanitarios y en mejores condiciones y menos militares o, sencillamente, su desaparición. Un militar no sirve para nada más que para ejercer la violencia del Estado sobre las personas, ya sea matando, extorsionando o reprimiendo. La protección que se dice que nos dan no es nada más que la protección ante otro militar o ejército, que tampoco sirve para nada. Bomberos y sanitarios, gente de la Protección Civil son quienes deberían formar parte del grupo de gente encargada de tratar a los enfermos e infectados, nunca quien vive acatando órdenes y ejecutándolas sean las que sean pero a menudo relacionadas con la violencia contra otras personas.
El lenguaje bélico y la militarización de la crisis sanitaria apunta hacia el camino de la normalización de situaciones que no lo son, ni siquiera en la excepcionalidad. No es ni debe ser normal un ejército desplegado por el territorio en tiempos de paz. No puede ser normal sustituir sanitarios por militares, destinar muchísimos recursos a los segundos y poquísimos a los primeros en cada uno de los presupuestos aprobados hasta ahora. No podemos admitir ni acatar que nos ordenen que, como soldados, participemos de su «unidad imprescindible» ante “el enemigo externo” que nos quiere atacar. No somos soldados ni ganas de serlo. No hace falta disciplina sino conciencia, no hace falta unidad sino coordinación, no hace falta ejército sino sociedad.
Referencias
Susan Sontag (1996) “La enfermedad y sus Metáforas; el sida y sus Metáforas”. Editorial Taurus. Madrid.
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