La herencia más sucia

Un domingo por la tarde, como en los mejores tiempos, mientras todo el mundo estaba pendiente de la evolución de la pandemia del coronavirus, la casa real española aparecía con un comunicado inesperado, de un alto voltaje político. Por un lado, el rey Felipe V hacía pública la renuncia a la herencia de su padre que le pudiera corresponder, precisando que se trataba sólo de la parte de la herencia que no estuviera de acuerdo con la legalidad o bien con criterios de rectitud o integridad. Por otro, se informaba que su padre dejaba de percibir la asignación establecida en los presupuestos de la casa real, sin entrar a explicar, sin embargo, los motivos que justificaban la decisión tan drástica.

El comunicado llegaba mientras la opinión pública tenía todas las miradas puestas en la crisis de salud existente a nivel internacional, pero pocos días después de que la prensa británica hubiera descubierto que Juan Carlos había sido beneficiario de un ingreso de 100 millones de dólares y, también, que dos amigas especiales suyas se habían visto gratificadas con unos cuantos millones de euros por los servicios prestados a la corona. Y, a la vez que los técnicos de hacienda detectaban indicios racionales de delito fiscal y posible blanqueo de dinero por parte del padre de Felipe V, no se sabe si los 100 millones en cuestión son la excepción o bien, en realidad, constituyen la norma de vida del monarca durante todos los años de su reinado. Los partidos del régimen han impedido que una comisión de investigación sobre este tema se pudiera formar el Congreso de diputados, al igual que, antes, los órganos judiciales españoles lo hicieron también imposible en el Parlamento de Cataluña.

La ejemplaridad con la que el jefe del Estado español ha querido ataviarse, topa, sin embargo, con algunos muros infranqueables y, ahora incluso, tiene más de propaganda monárquica que de efectividad práctica inmediata. El objetivo fundamental, por encima de cualquier otro, es salvar la institución monárquica, a la que la constitución le otorga la condición de símbolo de la existencia y continuidad del Estado. Si la monarquía se tambalea, se desprestigia o sale mal parada, de rebote ocurre lo mismo con lo que, legalmente, simboliza.

Es de la altura de un campanario, además, el comportamiento de vasallaje provinciano, miserable, de la prensa cortesana y de todos los corifeos del régimen, que hacen lo imposible por disminuir el impacto mediático de las irregularidades reales, si no por ocultarlas por completo. Un hombre al que todos los poderes fácticos y los lameculos habituales rieron todas las gracias ha acabado dando la razón, finalmente, a las letras de las canciones del rapero Valtonyc, hoy en el exilio por decir, con música, lo que el viejo monarca desarrollaba con hechos. El cuñado del rey actual, yerno a su vez del anterior, no debía ir muy lejos para inspirarse en ciertas prácticas, al parecer.

Felipe V renuncia al dinero de origen sucio, pero, en realidad, la económica no es la parte más sucia de la herencia que le deja el padre. Y a ésta no renuncia, no la rechaza, de esta no dice nada, ni siquiera la menciona. Me refiero al origen sucio de la corona que ostenta, a una monarquía que es el legado que dejó el general Franco a su padre, a la reliquia con la que el viejo dictador asesino benefició a su padre, ahora caído en desgracia, ante tantas evidencias reiteradas.

Efectivamente, en marzo de 1947, Franco había definido España como un Estado católico y social que se constituía en “Reino”, aunque, en aquellos momentos, el Reino no tenía rey, ya que el jefe de Estado era el mismo general. Por aquellos días, Carrero Blanco, subsecretario de Presidencia, se entrevistó con Juan de Borbón para comunicarle, en nombre del dictador, que sería éste y nadie más quien nombraría el futuro rey, “cuando lo creyera conveniente”. Le dejó claro, también, que este nuevo rey sería el de la España del Movimiento nacional, católica, anticomunista y antiliberal. El 7 de abril, Juan de Borbón, heredero de la corona española tras la muerte de su padre, Alfonso XIII, en 1941, publicó un manifiesto denunciando la ilegalidad de la medida dado que el dictador había alterado la naturaleza de la monarquía española sin consulta previa alguna con el heredero al trono.

Y, cuatro meses después, entraba en vigor la ‘Ley de Sucesión en la jefatura del Estado’, que establecía que el entonces jefe de Estado -o sea Franco- propondría a las Cortes “la persona que estime deba ser llamada, en su día, a sucederle, a título de Rey o de Regente”. El 22 de julio de 1969, el dictador nombra a Juan Carlos como su sucesor con el título de “Príncipe de España”, aunque saltándose el orden sucesorio tradicional por el que le correspondía a Juan de Borbón. Aquel día, el Príncipe Juan Carlos juró, en las Cortes franquistas, fidelidad a los principios fundamentales del Movimiento Nacional y, en consecuencia, se convirtió oficialmente en sucesor de Franco. Dos días después de la muerte de éste, el 22 de noviembre de 1975, el Príncipe se convierte Rey de España y jefe de Estado. No fue hasta el 14 de mayo de 1977 cuando su padre, Juan de Borbón, abdicó de sus derechos sucesorios a la corona, 18 meses después de que, de facto, España ya tuviera rey, gracias a la ley franquista que así lo preveía.

El dictador, pues, no reinstauró la monarquía borbónica tradicional, ya que, para ello, su sucesor debería haber sido el padre de Juan Carlos, Juan de Borbón y no el joven Borbón, nacido en Roma en 1938. Franco, en realidad, instauró una monarquía de nuevo cuño, una nueva monarquía, la suya, la decidida por él, la monarquía franquista, un detalle que no es menor, sino que lo determina todo. De hecho, la Ley de Sucesión, base “legal” de esta monarquía, no fue derogada hasta el 29 de diciembre de 1978, cuando España ya tenía rey y una nueva constitución en vigor, que figura como democrática.

Felipe V, pues, no ha renunciado a la herencia del padre, ni siquiera en la parte más sucia de la herencia que no es, sólo, el dinero, ya que la suciedad mayor es justamente el cargo que conserva y del que no quiere, precisamente, desprenderse: la corona, su condición de jefe de Estado, herencia directa de la nueva monarquía impuesta por un dictador asesino y genocida, el general Franco. Una monarquía, pues, que no tiene los pies de barro, sino de otra materia de un color idéntico. Este y no otro es el origen de su poder.

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