“Los años sesenta en el País Valenciano fueron muy intensos y clandestinos, se organizaban los primeros núcleos de un valencianismo político y de izquierdas, y el primer partido socialista valenciano. Por primera vez había una conciencia de un espacio político propio, ¡y el trabajo era nuestro porque no vinieron de Madrid a organizar nuestra clandestinidad!”
“Pasé de entender el mundo desde la filosofía clásica a querer entenderlo desde la filosofía marxista. Un día me fui a Alemania donde trabajé en una fábrica durante dos años y allí me compré las obras de juventud de Marx en alemán, su obra filosófica y antropológica, y llegué a tener un conocimiento del marxismo considerable.”
“Ahora que hay producción científica y literaria buena en valenciano, lo que no tenemos es público lector. Y esta es la clase de sociedad en que vivimos y esto tiene mala solución, mientras nuestros políticos no se lo tomen en serio. A modo de ejemplo, mire, hace nada han dejado morir un diario digital escrito en valenciano como era ‘La veu del País Valencià’ (‘La voz del País Valenciano’)” .
“He traducido ‘La Divina Comedia’ de Dante, que es la base de la cultura moderna, la ‘Odisea’ de Homero, los cimientos de la cultura clásica, y los Evangelios, sobre los que se construye la cultura religiosa, y quizás cuando me muera encontraré a San Pedro a las puertas del cielo esperándome con un salón preparado para mí con un sillón, música de Bach y una buena biblioteca porque he puesto a disposición de los valencianos los tres pilares básicos de la cultura occidental”.
Cuando llego y veo a Joan Francesc Mira apoyado en la pared de la entrada del Centro Octubre de la calle de Sant Ferran, en el corazón de Valencia, Jesús Císcar me ha ganado en rapidez y ya está allí charlando con él. Hace años que se tienen vistos porque le ha retratado varias veces. Los periodistas gráficos acaban conociendo a mucha gente, casi más que los periodistas de letra.
El señor Mira fuma un cigarrillo con fruición, es una escapada a Valencia un sábado de mañana en el que tiene la agenda plena: un buen desayuno, cigarrillo, entrevista, reunión… Allí donde lo veis, este señor, nacido en el barrio valenciano de La Torre en 1939, o sea que en 2019 hizo 80 años, es uno de los intelectuales más destacados del país, de este país incierto y a veces brumoso, que tanto amamos y que tantas veces nos han negado.
Al saludarnos le confieso que esta mañana estoy un poco nublada -quizás por el vino de la noche anterior- pero que iremos tirando, y él, socarrón, me pregunta si cometí muchos pecados, a lo que Jesús le contesta : ¡Hombre! ¡Eso no se pregunta! Rompemos a reír los tres y yo me reservo el derecho a no decir la verdad.
Mientras tanto, Jesús comienza a disparar instantáneas. Desde dentro de la librería ‘Fan set’ observo por una rendija del escaparate cómo lo retrata. Cuidando no ser vista: los gestos, las sonrisas leves, la conversación casi sin palabras, este diálogo implícito en el arte de retratar.
Joan Francesc Mira pertenece a la mítica generación de los años sesenta, un hornada clave y productiva, llena de personalidades y caracteres excepcionales, tales como Lluís Vicent Aracil, Eliseu Climent, Alfons Cucó, Manuel Ardit, Vicent Álvarez, Èlia Serrano, Josep Vicent Marqués, Josep Lluís Blasco, Valerià Miralles, Celia Amorós, entre muchos otros. Sin embargo, antes de llegar a esa experiencia compartida, Mira ya había sumado varias vivencias y recorrido mundo con sus inicios eclesiales, de seminarista con los escolapios, y sobre todo el desembarco en la Universidad Gregoriana de Roma cuando tenía dieciocho o diecinueve años. Allá, como él mismo cuenta, se le hizo muy difícil mantener la vocación, mientras observaba pasear las jóvenes romanas arriba y abajo ante la Fontana de Trevi y la Plaza Navona. La tentación vivía en Roma.
Desde aquellos años romanos ha llovido mucho, pero Mira lo recuerda hoy con viveza, y le viene a la mente el ambiente internacional universitario que conoció, un gran contraste con la Valencia en blanco y negro de los años cincuenta. “Todavía tengo en la cabeza las letras de las canciones que cantaba con los compañeros estudiantes estadounidenses”, dice, y espontáneo, como si nada, se pone a tararear ‘My Funny Valentine’, una tonada muy americana. A continuación, me confiesa que recuerda muchas más, y no se priva de cantármelas. No quiero pensar qué hubiera sido de esta conversación de habernos encontrado a las once de la noche en lugar de las once de la mañana y tener delante un vaso de whisky en vez de un severo café con leche.
Muchos años después de Roma, el señor Mira también hizo las Américas, donde fue un año como profesor invitado. Una vez allí no se lo pensó dos veces y cruzó los Estados Unidos de oeste a este en coche. Lo cuenta con entusiasmo, y en este punto yo dejo el bolígrafo en la mesa y le miro fijamente, quiero saber qué piensa de los americanos. Lo escucho con ansia y compruebo que coincidimos: “Me sorprendieron los Estados Unidos -dice- yo iba con mis prejuicios de progresista y descubrí que era un país muy diverso y una gente muy amable y acogedora”.
El señor Mira ha hecho muchísimas cosas: ha sido profesor de lenguas clásicas en un instituto de Secundaria y en la Universidad Jaume I de Castelló, es ensayista, ha teorizado sobre el tema del país (‘Crítica de la nación pura’, ‘Sobre la nación de los valencianos’), es antropólogo, es novelista, memorialista -en breve saldrá en Proa el segundo volumen de sus memorias, ‘Todos los caminos’-, traductor galardonado (de la ‘Odisea’ , de ‘La Divina Comedia’, del Evangelio, también de novelas de Antonio Tabucchi, Claude Simon o Francesca Duranti), articulista durante años en ‘El Temps’ y otros medios, presidente de Acción Cultural del País Valenciano hasta hace nada, y últimamente, miembro de la Academia Valenciana de la Lengua. Ha tocado tantas teclas que sólo le falta tocar el piano.
En todo caso, aunque nos podría sorprender porque no le falta vitalidad. Y tal es en parte la medida, la disciplina y el orden que aprendió muy joven lo que lo mantiene tan activo. Por ello, Joan Francesc Mira comienza el día en la cocina, con un buen desayuno y acabando camina durante una hora y después -confiesa- como que es un “infoadicto” da un repaso, primero por la prensa internacional: New York Times, Le Monde, la Repubblica, el Frankfurter Allgemeine Zeitung, la BBC, la CNN. Y luego por la más cercana, como La Vanguardia, diario.es, Valencia Plaza, y El Mundo, “Para ver por dónde van los tiros”, asegura.
-Acaba de cumplir ochenta años: ¿Siente usted que se le han reconocido sus méritos y trabajos aquí, en nuestra casa, como le gustaría?
-Acabo de cumplir mis primeros ochenta años [risas]. [¡Por muchos años! Le digo. Y ya se me ha ido del tema.]
-Volvamos al reconocimiento que le decía… Tal vez la sociedad valenciana es dura a la hora de reconocer nada a nadie en vida.
-Teniendo en cuenta la clase de país en el que vivimos no me gusta lamentarme de nada. Si algo me ha faltado es por culpa de la sociedad que tenemos donde, dependiendo de tu ideología y a qué te dedicas se te reconoce poco, pero me da igual.
-¿De veras?
-Bueno, creo que mi trabajo de muchos años tiene más repercusión en Barcelona que en Valencia. Sin ir más lejos, hace poco en Barcelona, con motivo de mi ochenta cumpleaños, me prepararon un acto muy bonito entre la Institución de las Letras Catalanas y el Instituto de Estudios Catalanes donde hubo presencia política también. Pero claro, el reconocimiento en mi casa no depende de mí, ni de mi trabajo, es la sociedad valenciana y también, en parte, la vida automarginal por elección propia, pero a estas alturas ¡qué más me da! En todo caso, en Valencia el reconocimiento ha venido más del mundo académico que del mundo institucional o político.
-Viajemos en el tiempo. Joan Francesc Mira, un niño en medio de “l’Horta” (“la Huerta”). ¿Cómo se veía Valencia desde La Torre en los años cuarenta?
-Valencia se veía como algo remoto, al igual que se veía desde el Cabanyal. Te encontrabas más cerca de otros pueblos que de la ciudad. Tenías un pie en l’Horta y otro en la ciudad, los dos mundos a la vez, lo cual era muy enriquecedor.
-Y de l’Horta valenciana a Roma, después de haber estudiado los Escolapios y en el monasterio cisterciense de Iratxe. ¿Llegó a llevar hábito cuando era seminarista?
-Fui a estudiar al seminario de los escolapios después de la muerte de mi padre, cuando yo era todavía niño, y esa pérdida fue muy dramática. Allí, durante el noviciado, hacía vida de monje, una preparación de la que estoy muy satisfecho porque ese ritmo de vida ordenada y las virtudes de fondo que comportaba me duró toda la vida, independientemente de mi creencia religiosa. Más tarde fui a Iratxe, a un monasterio cisterciense cerca de Estella y allí durante tres años estuve jugando al fútbol con hábito. ¡Claro que llevé hábito!
-Y del fútbol en sotana a la libertad de Roma, donde estudió en la Facultad de Filosofía y Teología de la Universidad Gregoriana. ¿Es allí donde perdió la vocación? Convendrá conmigo en que siendo un joven estudiante plantar cara a las tentaciones y las seducciones mundanas sería duro…
-Aquella era una universidad muy seria, la casa madre de los escolapios, junto a la emblemática Plaza Navona. Allí nos juntábamos diez o doce estudiantes de todo el mundo en una residencia y una universidad muy internacional. El primer año llevé hábito, el segundo, ya no, porque iba por mi cuenta y me busqué la vida. Fue un tiempo duro, pero también un gran aprendizaje. Cuando cierro los ojos y miro hacia atrás estoy agradecido con aquella vida de monasterio y con Roma, que me enseñaron a hacer frente a las dificultades y adversidades de la vida. En la Universidad Gregoriana teníamos los mejores jesuitas, recuerdo un profesor de filosofía marxista, un jesuita con cara de Lenin. Las clases eran en latín, que era la lengua vehicular dentro de las aulas, y cada profesor lo hablaba a su manera. Fuera de clase hablábamos en italiano, aunque cada uno era de un lugar. Yo aprendí a hablar el dialecto romanesco (1) y siempre lo he hablado muy bien. Entre los compañeros que conocí, recuerdo muy bien unos colegas estadounidenses -fue mi primer contacto con americanos y la cultura americana- que me invitaban a su residencia y allí cantábamos y tocábamos la guitarra. Era un mundo muy abierto y durante aquellos años incubé un amor desesperado por la ciudad de Roma para siempre.
-En todo caso, era un contraste inmenso con la oscuridad de los años cincuenta en nuestra tierra…
-Pasar de los españolistas franquistas a la Roma en los años 1958 y 59 fue un cambio brutal. Entre otras cosas, vi proclamar Papa a Juan XXIII en la Plaza de San Pedro. Pero sobre todo era aquel ambiente de Roma, yo hacía vida en el centro, cada día pasaba por delante de la Fontana de Trevi. Eran los años del rodaje de la ‘Dolce Vita’.
-La ‘Dolce Vita’ en todos los sentidos por lo que escucho…
-[Joan Francesc Mira se ríe] y reconoce que era encantador ver pasear las chicas romanas arriba y abajo.
-Y un día volvió a casa: ¿Cómo era el País Valenciano que usted conoció al volver a Valencia en los años sesenta y cómo es ahora?
-Simplemente, no era. No había país. Al volver me instalé de nuevo en casa, en La Torre, que entonces era un barrio muy apagado. Y pronto vine a vivir a Valencia, en el barrio de Pelai, detrás del Trinquete y delante de la librería ‘París Valencia’ que justamente la abrieron viviendo yo allí. Empecé a dar clases particulares de griego, el griego ha sido durante años mi pasión y en el año 65 gané las oposiciones como profesor de lenguas clásicas en un Instituto de Segunda Enseñanza en Castelló. Aquellos años fueron muy intensos y clandestinos, se organizaban los primeros núcleos de un valencianismo político y de izquierdas, y el primer partido socialista valenciano. ¡El trabajo era nuestro porque no vinieron de Madrid a organizar nuestra clandestinidad! Por primera vez había una conciencia de un espacio político propio, una presencia propia valenciana que no fuera una sucursal madrileña y española, y al mismo tiempo, empezamos los contactos con Cataluña.
-Aquel grupo de amigos y amigas de los sesenta fue sonado, diría que casi excepcional, y muy productivo. Nombres como Lluís Vicent Aracil, Eliseu Climent, Manuel Ardit, Èlia Serrano, Josep Vicent Marqués, Josep Lluís Blasco, Valerià Miralles, Celia Amorós, y Alfons Cucó, entre otros. ¿Qué significa para usted el nombre de Alfons Cucó?
-Alfons Cucó es el amigo en mayúsculas. En la vida puedes tener un amor por encima de los demás y un amigo por encima de los demás. Este amigo era él. Cuando murió es como si me hubiera quedado viudo. Alfons y yo fuimos grandes amigos, fue un gran compañero. De jóvenes escuchábamos música francesa: Brassens, Aznavour, escuchábamos sus canciones y las cantábamos. De Brassens recuerdo la ‘Chanson pour l’Auvergnat’ (2).
-¿Y ha pasado usted también de querer “Comprender el mundo” a no entender nada, como dijo Cucó?
-Yo, por mi parte, pasé de entender el mundo desde la filosofía clásica a querer entenderlo desde la filosofía marxista. Un día me fui a Alemania donde trabajé en una fábrica durante dos años y allí me compré las obras de juventud de Marx en alemán, su obra filosófica y antropológica, y llegué a tener un conocimiento del marxismo considerable. De hecho, entre lo que me había enseñado aquel profesor jesuita y lo que leí, llegué a entender bastante el marxismo, después ha evolucionado como ha evolucionado. Ahora bien, yo no tengo ninguna teoría general. La antropología social a mí me ha enseñado a observar y mirar y comparar con perspectiva. Para mí nuestra historia contemporánea comienza en los griegos, y cuando pienso en comprender el mundo me digo: ¿pero qué mundo, cuál es ese mundo, cuál es el mundo contemporáneo hoy, África, la India? Encuentro que ilustres intelectuales y pensadores dicen hoy unas estupideces elementales y aplican conceptos sin pensar en que los aplican, desde un etnocentrismo del que no son conscientes, en parte, por la falta de interés que tienen por otras realidades. A mí la antropología me ha dado la capacidad de entender realidades completamente diferentes de la mía, observar la vida de otros y entender las mentalidades y las actitudes, interpretarla y compararla. Explicar ya me da igual.
-Realidades que quizás otros no ven o ignoran, insinúa…
-A ver, los socialistas sólo se preocupan del arte contemporáneo, y el arte contemporáneo es la producción de un grupo muy reducido de la sociedad que lo ha transmite a sus obras. En cambio, la etnología pone los ojos en el arte del pueblo, son las producciones culturales del pueblo, materiales e inmateriales: trajes, herramientas, cuentos, canciones, creencias. Por ejemplo, el utillaje que utilizaba un pueblo nos habla de su capacidad de adaptación y nos muestra su delicadeza estética. Es una creación con un valor estético, y eso no les interesaba a los socialistas. Los objetos materiales con valores estéticos les importaba una mierda a Ciprià Císcar y Joan Lerma. Lerma era un patán absoluto, Císcar no tanto, pero Lerma era un hombre que debería haber trabajado en una funeraria. Era lo peor que nos podía pasar a los valencianos, un hombre que escuchaba a Concha Piquer en el coche.
-Usted ha dicho: «somos memoria» «Recuerdo; por tanto, existo». El arte de evocar y hacer memoria es clave en la literatura, usted lo practicó en ‘El tranvía amarillo’ (2013), y ahora, de nuevo en Proa, podremos leer la segunda parte: ‘Todos los caminos’. ¿Se siente más a gusto recordando o haciendo ficción?
-‘Todos los caminos’ habla desde la muerte de mi padre hasta la muerte de Franco. Escribir memorias son horas de trabajo y sufrimiento hasta que sientes que fluye, que te sale bien o te sientes satisfecho con lo que has escrito. La memoria implica hacer una proyección hacia atrás, pide un esfuerzo interior y una honestidad para recuperar aquello que ni sabías que existía, cosas que quedan escondidas. Y poner todo esto en palabras es muy difícil. Una vez lo tienes en la cabeza te dices: ¿Y ahora cómo lo hago? ¿Qué pretendo: una simple descripción o quiero transmitirlo al lector?
-¿Usted es lector de memorias?
-No tengo muchas, pero las pocas que tengo y he leído, las admiro: Nabokov y ‘Habla, memoria’, Margarite Yourcenar, y ‘El laberinto del mundo’, o ‘La lengua salvada’ de Elias Canetti son mis referentes. Canetti, que es judío de origen sefardí, su nombre originario o remoto era Cañete, y forma parte de aquella cultura centro europea tan rica e interesante que vivían entre tres o cuatro lenguas y que desapareció con la llegada del nazismo. Realmente yo los admiro, eran algo único, luego fueron dispersándose por el mundo. Y de Yourcenar te diría que cuando la leo, me enciendo y me pregunto: ¿cómo puede escribir tan bien, una prosa tan bella! Y me da envidia. En todo caso, para mí la gran narrativa del siglo XX es la narrativa norteamericana. Saul Bellow el número uno, libros como ‘Him With His Foot in His Mouth and Other Stories’.
-Como estamos hablando de memoria le voy a pedir que rescate una imagen de infancia, lo que recuerda con más placer y ternura y le evoca una sonrisa cuando piensa.
-Cuando acompañaba el señor Manolo con su caballo por l’horta a entablar, a deshacer los terrones y allanar. Recuerdo una madera larga, la tierra fina que te pasaba por encima de los pies y el señor Manolo blasfemando con el caliqueño en la boca y el olor del sudor del caballo. La huerta de Valencia es un prodigio estético, con la tierra tan prodigiosamente trabajada, en el sentido físico. Es de una perfección absoluta, y por suerte, todavía quedan trocitos, en Alboraia. Tengo amigos que no entendían por qué las horas de trabajo añadidas a la tierra sólo para hacerla bella y hermosa. Y la cuestión es que tal vez así cuando el vecino que lo ve, se quede embobado y sienta cierta envidia también. Es un plus de trabajo para buscar la belleza, la perfección, la admiración. En realidad es un trabajo rigurosamente inútil, y es un misterio el porqué lo hacen.
[Me admira cómo se apasiona hablando de l’Horta y no puedo dejar de confesarle que uno de los mayores placeres para mí es pasear al sol mientras contemplo unos alcachoferos o unos campos de cebollas, así que ya tenemos unas cuántas complicidades: los viajes por los Estados Untis, Nabokov, Canetti y l’Horta].
-¿Y de la juventud, qué imagen rescataría?
-Los paseos nocturnos por Valencia con Manuel Ardit, Lluís Aracil y Alfons Cucó. Conversábamos durante horas y horas, sin parar. Leíamos a Sartre, a los existencialistas, hablábamos de la vida y de la muerte, de la política. Algunos iban a París y de allí traían libros que todos leíamos. Recuerdo como si fuera ahora los cuatro sentados alrededor de la fuente de la plaza del Correu Vell, al lado de la iglesia de Sant Nicolau, mientras hablábamos de toda cosa cognoscible. Si cierro los ojos, veo esa imagen de conversaciones de “intelectualillos podridos” [Y le viene una sonrisa amplia al rostro].
-¿Qué es lo que más ha apreciado siempre en sus amigos?
-La capacidad de conectar, comunicar, la confianza y la lealtad. La sintonía para poder vibrar en la conversación. Tener intereses parecidos, un entendimiento. Con Alfons Cucó no necesitaba intérpretes, ya sabíamos ambos lo que queríamos decir.
-Usted ha dicho en alguna ocasión que los valencianos hemos conseguido «reconstruir la cultura moderna, sobre todo la cultura escrita en nuestra lengua». ¿Qué no hemos conseguido, entonces?
-Hemos conseguido lo que hasta los años sesenta parecía imposible. En terrenos como la sociología, la antropología, la filosofía, la literatura, hemos conseguido una producción escrita y editada en valenciano. Esto en los años treinta, cuarenta y cincuenta parecía una fantasía. No existía una prosa humanística en nuestra lengua, ni los escritores valencianos se habían preocupado por la reconstrucción de una cultura moderna. Lo que ocurre es que, ahora que la producción es buena, lo que no tenemos es público lector, proporcionalmente a lo que debería ser. Y esta es la clase de sociedad en que vivimos y esto tiene mala solución, mientras nuestros políticos no se lo tomen en serio. A modo de ejemplo, mira, hace nada han dejado morir un diario digital escrito en valenciano como era ‘La veu del País Valencià’.
-No lo percibo muy optimista. ¿Cómo ve el panorama literario y cultural valenciano de hoy? ¿Tiene futuro la cultura catalana?
-Antes que nada hay una idea clara, y es que debes creer en tu país. La patria es el patrimonio físico, ambiental, cultural, literario, lingüístico, artístico. Creo que el tema de la lengua, la actitud ante la lengua, es patético. Aún no le he escuchado decir a Ximo Puig que el valenciano es nuestra lengua y punto, porque si lo dice no les gustaría a ciertos sectores. En cambio, es muy bonito eso de ser bilingües y tener dos lenguas. Por no hablar de la vicepresidenta. A Mónica Oltra parece que le han prohibido decir País Valenciano.
-Usted ha sido Presidente de Acción Cultural del País Valenciano durante muchos años. Ahora viene el relevo.
-Sí, me retiro. He estado vinculado a Acción Cultural, dentro del grupo dirigente, desde los inicios, antes de que existiera Acción Cultural como tal. Era mi guerra externa, la del servicio público. Quería hacer algo positivo para mi país y creo que el balance es irregular, porque no sólo cuenta lo que haces, sino sobre qué sociedad has trabajado y en qué condiciones, que en nuestro caso eran las que había heredado la sociedad valenciana en los años sesenta. Hasta entonces, nadie se tomaba la lengua del país en serio, ni siquiera la Renaixença. La gloriosa lengua, que la conservaban tanto, tanto que no la usaban para que no se desgastara.
-Se percibe usted como un maestro al que le gusta guiar los pasos de los más jóvenes…
-No es mi autodefinición.
-¿Cuáles son los grandes retos de la traducción en literatura? Usted que ha dedicado parte de su tiempo a traducir.
-No sabría decirlo. Yo no me considero un traductor, he traducido algunas cosas por encargo, como es el caso de ‘El tranvía’ de Claude Simon para Bromera. Un autor que Josep Gregori sabía que a mí me gustaba mucho, porque sus libros parecen de ganchillo, de a la vez delicados y bien trazados. Y cuando me lo propuso, puse una condición: “la traduciré, pero a mí me pagarás el doble de lo que pagas habitualmente” [Y lo recuerda rebosante de convencimiento y con una sonrisa].
-¿Y lo aceptó?
-¡Por supuesto!
-No hay duda de que usted es un buen hombre de negocios. Y el resto de traducciones, algunas reconocidas con premios, ¿le salieron a cuenta?
-En el terreno personal han sido muy satisfactorias. Creo que he traducido los tres pilares de la cultura occidental: ‘La Divina Comedia’ de Dante, que es la base de la cultura moderna, la ‘Odisea’ de Homero, los cimientos de la cultura clásica, y los Evangelios, sobre los que se construye la cultura religiosa moderna. La cuestión es que para traducir conviene haber interiorizado la lengua de joven, y en el caso de ‘La Divina Comedia’, yo lo había hecho con el italiano, que lo conocía muy bien. Para traducir bien la lengua te ha de resultar familiar interiormente y poder trasladarlo a la lengua nueva manteniendo el tono lingüístico original. Por ejemplo, la traducción castellana que hizo Ángel Crespo de la Divina Comedia es un Dante pasado por Góngora. No llegas a saber qué decía Dante. O en el caso de la Odisea traducida por Carles Riba, era la Odisea de Riba, no la de Homero. Y Homero era un poeta popular que lo recitaban los rapsodas. Yo he estudiado el griego desde los quince años y lo he enseñado y trabajado toda mi vida. Para mí tanto el griego como el italiano son lenguas que las tengo interiorizadas desde joven, no estudiadas posteriormente.
Creo que cuando me llegue el día encontraré San Pedro a las puertas del cielo esperándome con un salón preparado para mí con un sillón, música de Bach y una buena biblioteca porque he puesto a disposición de los valencianos los tres pilares básicos de la cultura occidental.
-Y ya puestos, que le dejen un vasito de whisky y agua sobre la mesilla.
-No estaría mal.
(1) https://es.wikipedia.org/wiki/Romanesco_(dialecto)
(2) https://www.youtube.com/watch?v=wk4NPukvnIM
https://www.eldiario.es/cv/eldiariocultura/Illustres-intellectuals-estupideses-apliquen-etnocentrisme_6_993260678.html
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