La mentira como desconexión

El actual conflicto político entre España y Cataluña se traduce en la práctica en una batalla entre, por un lado, la represión política del Estado -desde los comportamientos policiales y judiciales hasta el control de la acción del Gobierno de Cataluña- y, por otro, las actitudes de resistencia -que pasan por las acciones de desobediencia civil y los desafíos de las instituciones políticas catalanas. Pero esta confrontación necesita un discurso que legitime las acciones que lleva a cabo cada una de las parte en conflicto, bien sea justificándolas, bien sea exagerándolas o, aún, enmascarando la foto.

Hasta aquí, todo normal. Hay toda una serie de hechos que pueden ser interpretados según los intereses de cada una de las partes, atendiendo a lo que también se llama un marco de referencia. Estoy hablando de los hechos que son perfectamente objetivables. Que hay una parte del Gobierno de Cataluña que en 2017 fue encarcelado y ahora ha sido condenado. Y que hay otra parte refugiada en el extranjero. Ahora bien: si son unos delincuentes sediciosos que actuaron con violencia o son unos prisioneros políticos, si son unos exiliados o unos prófugos, esto forma parte del relato de legitimación del Estado o del relato de quienes defienden el derecho a la autodeterminación. Ganar el combate de la interpretación es decisivo para que el combate en el terreno de los hechos también se pueda ganar.

La cosa se complica cuando el relato de los hechos ignora la parte de esta realidad que incomoda y debilita la consistencia del relato. La elección de los hechos que se consideran relevantes y los que se consideran prescindibles ya forma parte de la interpretación. Hace reír -o da pena- que quienes se presentan como meros notarios de la realidad objetiva recurran conscientemente a esta estrategia de exagerar o disminuir lo que conviene a su interpretación subjetiva. Hace unos días, Enric Juliana pretendía contraponer el clima político de Madrid y el de Barcelona sugiriendo que mientras en la capital del Estado estaban atentos a la cumbre climática COP25, en la capital catalana estábamos distraídos discutiendo sobre el pesebre de la plaza de San Jaume. Una jugada retórica tan graciosa como falsa -y fácil de desmentir- para, por enésima vez, desmerecer la calidad de la política catalana. Todo conforme.

Ahora bien: donde se pierde todo contacto con la realidad es cuando para sostener un relato determinado, directamente, se miente. Mariano Rajoy ha escrito en su libro que buena parte de las imágenes de la violencia policial del 1-O estaban manipuladas, o que en las concentraciones del 20-S hubo violencia. Si para hacer consistentes las propias decisiones y el relato que las legitima hay que mentir, pues ale, se miente. Como dijo aquel director de un relevante diario español, “la unidad de España está por encima de la verdad”. O, como dijo Carlos Lesmes, presidente del Tribunal Superior y del Consejo General del Poder Judicial, “La unidad de España es un mandato directo para los jueces”, es decir, apartando la venda que suele tapar los ojos de su representación simbólica, la unidad está por encima de la misma Justicia.

El éxito de fundamentar un relato político en la mentira radica en la posibilidad de controlar la información hasta el punto de poder evitar que los hechos la desmientan. Es decir, todo depende de poder construir burbujas informativas bastante resistentes, y al menos por un tiempo suficientemente largo, como para mantener un discurso apartado de la realidad. Mentir es un recurso de cualquiera de los contendientes, aunque aquí sólo haya puesto ejemplos de una de las partes. Ahora bien, es cierto que no todo el mundo puede mentir con la misma impunidad. Y, con respecto a la parte soberanista , mentir no le es fácil porque los caballos de Troya que tiene dentro del propio patio se ocupan, sistemática y obsesivamente, de hacer de guardián de cualquier tentación falsaria.

Pero la mentira en el relato tiene un efecto colateral. Hace imposible cualquier tipo de conexión entre relatos y entre realidades. La interpretación, aunque sea en sentido opuesto, mantiene la relación a partir de unos hechos comunes. Incluso el sesgo siempre se puede discutir y, en último término, permite saber que estamos hablando de lo mismo. Pero cuando se miente, no hay nada que hacer. La desconexión es total. Que en España piensen que las calles arden, que las familias se han dividido, que se obliga a hablar catalán en la escuela, que TV3 adoctrina y que, en definitiva, tenemos un problema de convivencia, esto les desconecta totalmente de la realidad catalana. Y, se diga que se quiera, la dependencia política de los catalanes y la debilidad que a ella va asociada, hace que aquí no se tenga capacidad de producir la misma desconexión de relato.

Sí, ya lo sé: la conclusión es tan obvia como conocida. En Cataluña hay separatistas, aprendices de separatismo, si lo desean. En España hay separadores, si lo desean, separadores profesionales . En Cataluña, si lo desean, discutimos entre unionistas y autodeterministas. En España no discuten con nadie porque ya hace tiempo que han desconectado con la realidad catalana. Aquí no se ha conseguido marchar, todavía. Allí ya nos tratan como si ya estuviéramos fuera del todo.

 

EL TEMPS

Publicado el 9 de diciembre de 2019
Núm. 1852