la idea de España como Estado de libre adhesión de ciudadanos y territorios es una fantasía radicalmente ajena a su pasado político, y según parece, muy alejada también de su futuro. El proyecto asociado a España, impulsado por Castilla, ha tenido desde su origen un carácter militarista y de conquista. Como se expresa en el escudo castellano que representa una fortaleza militar, el mito de España y su unidad están asociadas a una sucesión de hazañas bélicas salpimentadas con milagros y bendecida por la Iglesia. La figura del cristiano viejo varón, blanco y católico, estilizado literariamente en figuras como El Cid, Don Quijote o Cortés, representa al prototipo dominante de una sociedad construida sobre siglos de guerra y dominación. No parece casualidad que su patrona nacional sea una virgen cuya onomástica coincide con el día de la Guardia Civil y con el de la “conquista de América”. No debiera sorprender que, desde ese prisma de intolerancia primitiva, las movilizaciones pacíficas de cientos de miles de personas en Catalunya, repetidas durante años, hayan sido ignoradas y que la atención se concentre en episodios de fuego y humo para poder acusar de terrorismo. Teniendo en cuenta tales antecedentes históricos, y la experiencia acumulada en Euskadi, lo más probable es que la respuesta del Estado no es, ni será el diálogo, sino el aumento de la represión.
Asociándolo a la Constitución (art. 2 CE), la nación española ha democratizado su supremacismo, y para despejar dudas, el Tribunal Constitucional dictaminó en su sentencia 31/2010 que otras naciones, distintas de la española, no existían.
Aunque históricamente el término latino Hispania, derivado del greco Hesperia (Ocaso) hacía referencia a la geografía peninsular, cuyo territorio siempre estuvo dividido en diferentes provincias romanas, sin embargo, el mito de una unidad religiosa “indivisible e indisoluble” ha venido alentando el proyecto político de los conquistadores de ayer y de hoy. Una cultura política en cuyo ADN está una permanente agresividad frente a la disidencia y un afán por limitar la libertad personal de decisión y conciencia;la pulsión de dividir y jerarquizar a la población según sus creencias, y una vocación de negación para con otros proyectos políticos distintos al de la España eterna.
A lo largo del tiempo, el supremacismo de carácter religioso, frente a judíos o moriscos, protestantes o librepensadores, se ha combinado con otro territorial. La conquista de Navarra, las guerras contra Portugal, la supresión de la Corona de Aragón o la abolición de los fueros vascos son episodios de la voluntad de dominio castellana para imponer su ley y su proyecto nacional de España.
Esa misma intolerancia ante la heterodoxia alimentó la base ideológica de la dictadura nacional-católica franquista, cuya sombra sigue extendida sobre la democracia a la española. Aunque la Santa Transición con su relato canónico interpreta que la constitución de 1978 fue un punto de encuentro, la diferente valoración del autogobierno autonómico resulta muy significativa. Así, mientras que desde Euskadi y Catalunya los estatutos de autonomía se interpretaron como puntos de partida desde donde recuperar el autogobierno arrebatado por la dictadura, para los partidos de la nación española, aquellos textos se han venido considerando como finisterres del autogobierno. Transcurridos 40 años, el desencuentro entre el proyecto de la nación española y el de las naciones vasca y catalana, en torno a la interpretación constitucional y estatutaria, resulta más que evidente. La actitud del proyecto nacional español ha sido ir recuperando poderes mediante leyes, reglamentos o decretos, mediante los tribunales, con una interpretación centralista de la normativa europea o a través de la labor de armonización del Tribunal Constitucional. Puede decirse que el nacionalismo español ha interpretado el autogobierno autonómico como una concesión y que, superada la posición de debilidad de la nación española al morir Franco, lo perdido debía ser recuperado. La recentralización y su negativa a renovar el autogobierno vasco y catalán se mantienen a día de hoy, tanto en el discurso del trifachito (poli malo) como en la práctica política del PSOE (poli bueno).
Si la historia española de los siglos XIX y XX es la crónica de una sucesiva depuración ideológica y social para mantener un orden centralizador e integrista -depuración de liberales, demócratas, republicanos, socialistas o comunistas, además de nacionalistas vascos y catalanes-;en el siglo XXI, la represión española concentra su afán depurador en la disidencia soberanista de las minorías nacionales. Una represión que viene de antiguo, porque el objetivo de la asimilación identitaria, lingüística y cultural forma parte del imaginario de la marca España ya desde Isidoro de Sevilla o Nebrija. Un proceso que se ha acelerado con la uniformización que acompañó al desarrollo del estado-nación de corte borbónico;con el programa nacional autoritario contra las instituciones vascas y catalanas, y sus lenguas, iniciado con Felipe V, que luego se intensificaría con Carlos III, el rey que según la historiografía española representa la Ilustración. El mismo personaje que cubría las espaldas de Felipe VI en 2017 durante su infamante discurso contra Catalunya.
En el mundo autoritario westfaliano, que en España tiene un eco que retrotrae a la monarquía católica y su limpieza de sangre, los ciudadanos no tienen libertad para elegir su identidad nacional ni tampoco para promover en igualdad otros proyectos políticos nacionales, distintos al de la nación española. Los intentos catalanes por ofrecer al conflicto nacional una salida política democrática se han topado con una feroz respuesta represiva que ha utilizado como brazo ejecutor a los tribunales y a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado (de la nación española). En consecuencia, valores superiores del ordenamiento como la libertad, la igualdad, la justicia, y el pluralismo político, constitutivos, según el artículo 1 de la Constitución, del estado social y democrático de derecho, solo pueden interpretarse en tanto aseguren el proyecto político de la nación española. De ahí que los ciudadanos que se identifican con otros proyectos políticos nacionales se convierten en ciudadanos de segunda, negándoseles en la práctica un estatus de igualdad política.
Los excepcionales poderes ejecutivos con los que se dotó al Tribunal Constitucional en 2015, sin parangón en el Derecho comparado, se están utilizando para ningunear la soberanía parlamentaria y minorizar a la Generalitat hasta extremos inverosímiles en una democracia. El acoso permanente a las instituciones autonómicas catalanas, vía artículo 155, y la aplicación del derecho penal del enemigo a los dirigentes soberanistas son rasgos que advierten sobre la deriva autoritaria de la democracia española.
Fundamentar la convivencia en un supremacismo nacional que se nutre de un nacionalismo represivo, y enmascararlo con el respeto a la ley y al estado de derecho (colonial), forma parte del relato del nacional-constitucionalismo, que los medios de comunicación españoles difunden a través de decenas de canales, inmersos en un bucle de propaganda y sectarismo integrista. A mi juicio, o la pluralidad como valor superior del ordenamiento se extiende a la dimensión nacional, o la defensa a ultranza del supremacismo español se llevará por delante la democracia española.
Deia