Una de las virtudes del referéndum de 2017 y de todo lo que ha venido después ha sido aclarar conceptos que algunos habían confundido interesadamente. El nacionalismo, por ejemplo. Durante mucho tiempo los miembros de una cierta élite española han abusado del mismo para justificar el desprecio de la cultura autóctona. Para este tipo de gente, es nacionalista defender la lengua, interesarse por la historia del país o admitir la evidencia del hecho diferencial, que, para confirmarlos mejor en su prejuicio, es la clave de bóveda del primer manual del nacionalismo catalán, aunque ya en el título Prat de la Riba hablaba de nacionalidad y no de Estado catalán. Y no hay que darle muchas vueltas para darse cuenta de que el factor realmente diferencial es el Estado, y que éste y no otro debería guiar la articulación teórica del concepto y la extensión semántica de una palabra tan gastada como la de nacionalismo. Cabe decir que Convergencia se lo había puesto fácil, pues el catalanismo de la transición hablaba de nación, pero la encuadraba en el marco de la lengua y cuatro filigranas alusivas bastante indefinidas. Con esta reducción se politizaba la lengua y eso facilitaba que los enemigos del país y muchos de los que habían aceptado la sumisión se posicionaran contra el idioma. Yo he oído decir que Mossèn Cinto, quien por otra parte convierte ‘La Atlántida’ en una oda a España, era nacionalista por el solo hecho de escribir en catalán. Con criterios tan rigurosos, todos los catalanes seríamos nacionalistas, o, a causa de la corrección política, quizá debería decir que lo seríamos todos los catalanohablantes, ahora en vía de convertirnos en terroristas, aproximadamente con el mismo rigor conceptual.
Entonces, ¿qué son los que te lanzan a la cara el epíteto de nacionalista por el solo hecho de vivir parte del tiempo en tu lengua e interesarte por su cultura? Son, demasiado se lo atribuyen, cosmopolitas, posnacionales, ilustrados, constitucionalistas, y por poco que les obliguen a poner los pies en el suelo y situarse en el planeta se declaran barceloneses, opción culturalmente ambivalente que políticamente no compromete a nada. En realidad, son realquilados existenciales, gente que rueda por la vida sin compromiso con el pasado ni lazos con un futuro que empieza y acaba con ellos y sus manías de recién llegados. Si tienen algún compromiso más allá del ego circunstancialmente hinchado, es un compromiso por defecto con el Estado, esa cosa fría e insensible que engorda con el sacrificio de todo vínculo emocional o simplemente humano. Ahora, desde el inicio de los tiempos modernos, el Estado ha sido o ha pretendido ser el Estado nacional. He aquí cómo los mismos que nos tachan de nacionalistas por el hecho de encarnar la memoria del lugar donde hemos nacido lo son inconscientemente, que es la peor manera de serlo.
La paradoja de esta disociación entre lo que creen ser y lo que realmente son, política y culturalmente, es que ponen la esperanza de trascender la duración biológica en una entidad que se encuentra en fase avanzada de descomposición. Y como la descomposición del Estado español amenaza con arruinar no sólo los privilegios sino incluso el valor subjetivo añadido, los ‘no-nacionalistas’ exorcizan su pánico atacando cualquier figura que, oportunamente demonizada, encaje en el papel de chivo expiatorio.
Hubo una época en que Jordi Pujol les servía de testaferro. Ahora le ha tocado a Quim Torra. Y mañana será quien decidan las urnas. En cambio, los que, ventrilocuados por el Estado, lo aporrean como en un retablo de marionetas, son siempre los mismos. Como los tábanos en el ojo del caballo, vuelven una y otra vez las viejas glorias de cuando la entrada de España en el club de los estados europeos hizo necesaria una inflación cultural a toda prisa.
Son infalibles y no tienen manías. No les molesta atacar como un solo hombre a una institución respecto a la que muchos no tienen derecho de voto. Cuando no se respeta la circunscripción política, transgredir el derecho de sufragio no es ningún embarazo, y uno se permite poner y quitar presidentes de gobierno con la imaginación como quien se prueba bisutería.
El gran problema de los llamados no-nacionalistas es que el desarraigo y resituación de pueblos enteros de la España profunda y el desarraigo de los catalanes por confiscación de su cultura no aportaron la solución final del ‘problema catalán’. Mal que bien, la gente tuvo que servirse de los desechos que les concedieron en una época culturalmente descompuesta, pero poco a poco la memoria hizo el trabajo de restauración y la cultura renació, modificada, como no podía ser de otra forma, pero capaz de refundar la comunidad. A esto llaman nacionalismo.
Hablando con rigor, el nacionalismo es soberanía popular. Por eso aparece históricamente en la época de las revoluciones y se establece paradigmáticamente con la francesa. El sentido que toma la nueva soberanía depende de las costumbres y experiencias de cada pueblo. Los hay que ceden a la tentación imperial y los hay que lo entienden en clave de autodeterminación estricta. La diferencia no es menor. De hecho, son incompatibles, ya que el derecho de autodeterminación es universal y negar su universalidad, como hace el imperialismo, implica negar la universalidad del principio de soberanía, que o es universal o no es ningún principio.
Dentro del movimiento independentista, se reúnen muchas voluntades y muchas ideas diferentes, incluso opuestas. No hay unidad porque no hay ni puede haber consenso en el objetivo final y algunos priorizan la utopía ulterior a la independencia. Estos son los nacionalistas de verdad. Para ellos el Estado pasa por delante de la liberación cruda y desnuda, aunque lo llamen república y la proclamen culturalmente difusa y lingüísticamente dividida. La única unidad posible del independentismo radica en el momento pre-nacionalista y casi diría pre-político de la liberación, en el encuentro de todas las voluntades que ya han roto o están a punto de romper aguas para renacer más allá de la sumisión y no han cedido a la idolatría de un Estado que, cuando llegue, será infinitamente mejor que el sometimiento a una nación extranjera, pero que descubriremos tan imperfecto y a veces tan injusto como el resto de los estados terrenales.
Por eso nuestro ‘nacionalismo’ es y ha de ser forzosamente negativo. Esto quiere decir: previo a cualquier contenido político, pero positivado en la negación de la negación, en lo que vulgarmente se conoce como libertad. Y por eso también, el lema más adecuado a las revueltas de estos días debe ser el de Joan Salvat-Papasseit cuando clamaba contra las uniones que esclavizan a los pueblos: ‘¿La colectividad anula el individuo?, ¡a la desunión sagrada!’ Pero este grito anárquico se resuelve de otro modo cuando se puede responder negativamente al interrogante. Pues si la colectividad afianza el individuo, garantizándole las libertades y los derechos, entonces la fórmula de salvación, el primer mandamiento de la ética, sólo puede ser ‘¡a por la unidad sagrada!’.
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