La original revolución catalana

En España, los estamentos oficiales, que no suelen ser los más avispados, lo consideran una cuestión de orden público. Nada de crisis constitucional o de los fundamentos de legitimidad del Estado. Desórdenes públicos que se tratarán por vía policial, judicial, represiva. Es lo que hicieron en el País Vasco y lo que pretenden hacer en Cataluña. Sólo que aquí hace falta un elemento esencial, presente en el País Vasco antes, la violencia. El mismo que ha faltado en el proceso del 1-O, por lo que se ha tratado de un juicio farsa.

Si la violencia no aparece, se importa. Lo que los actos de resistencia y la movilización pacífica de la sociedad demuestran es que la única violencia en Cataluña viene en los furgones de la policía y las mesnadas de infiltrados de la Guardia Civil. Y no sólo se importa, sino que aparece ya calificada de terrorismo. Las arbitrarias detenciones de los miembros de los CDR previas a la sentencia son el comienzo de un relato fabuloso que trata de criminalizar el independentismo con la invención terrorista.

En Cataluña, el proceso se vive como una revolución y, como todas las revoluciones, no se parece a ninguna anterior. Tiene en común con éstas el hecho de cuestionar el principio de legitimidad del Estado. Cuestionar la forma monárquica, basada en el honor (ya ven ustedes), en favor de la república, basada en la virtud política, según Montesquieu. Y cuestionar también su integridad territorial.

A continuación tiene rasgos únicos, peculiares, que le dan varias facetas e interpretaciones, según quien las haga. Pero, se hagan como se hagan, se trata de una revolución; no de un problema de orden público. Y se aborda con criterios de legitimidad, no de legalidad; constitucionales, no administrativos; políticos, no policiales. Es una revolución prolongada que afecta a todo las cohortes de edad de la sociedad y un proyecto vital de las generaciones hoy presentes.

La principal peculiaridad de la revolución catalana, se dice, es su “transversalidad”. Este término tiene un campo semántico amplísimo porque pretende significar que en ésta, en la revolución, caben todos los catalanes. Es una revolución burguesa y también de las clases trabajadoras. Como revolución burguesa enarbola los principios de los derechos fundamentales de la ciudadanía, empezando por el de autodeterminación, en la estela de las revoluciones burguesas clásicas, la inglesa de 1689, la americana de 1776 y la francesa de 1789.

Pero también es una revolución popular, de clase, movida sobre todo por organizaciones de izquierda, como ERC, o más a la izquierda, como la CUP, en la estela de la revolución de 1848, la parisina de 1871 o las llamadas obreras del siglo XX. Las dos organizaciones de la izquierda catalana miran con desconfianza la aportación de la burguesía en el afán común.

Este afán común, la independencia, responde a un rasgo añadido de la revolución catalana: su carácter nacional. La transversalidad se sostiene en el amplio seno de la nación. Pero, a veces, el prurito izquierdista plantea crisis en el bloque independentista. Crisis que nunca irá lejos. A la revolución nacional clásica en el sentido del nacionalismo del siglo XIX, se une ahora la liberación nacional al estilo de la de los pueblos coloniales, en la que de nuevo está interesado el conjunto de la sociedad catalana, ya que la situación colonial perjudica a todas las clases.

Es, al mismo tiempo, una revolución digital, una revolución en el terreno de la ciberpolítica. El independentismo es sobre todo un movimiento en la red. Desde el 1-O hasta la acción del Tsunami Democrático, se ajusta a la definición del MHP Puigdemont: una revolución del siglo XXI.

Y es una revolución plural y abierta. Todas las organizaciones políticas y sociales que participan en ella tienen fuertes convicciones feministas, ecologistas y propósitos de articular comunidades regidas por métodos de democracia participativa, si no directamente asamblearia.

Pueden ser motivaciones utópicas, pero son, y cristalizan en el fin de la revolución: la independencia.