La primera vez en la vida que leí un poema en público tenía ocho años y faltaban escasos días para Navidad. Ante mí toda una platea llena de alumnos de mi edad y sus respectivos padres llenaba a rebosar el teatro de la escuela, una sala llamada “Sala Sagarra”. La sala llevaba el nombre del autor del Poema de Navidad que estaba recitando. Días antes, en clase, mi profesora nos había explicado que Josep Maria de Sagarra era uno de los exalumnos ilustres más importantes de la escuela y nos había narrado, como si se tratara de un cuento, que en plena Guerra Civil aquel poeta popularísimo había tenido que exiliarse para evitar que lo mataran: un coche oficial de la Generalitat, en plena noche y lleno de hombres armados, la había pasado a recoger en el Port de la Selva para llevárselo junto con su mujer hacia Francia.
No fue hasta muchos años más tarde cuando supe que el artífice de la fuga de Sagarra había sido el mítico Ventura Gassol, aquel consejero de la Generalitat republicana con cara de pan de kilo que dicen que ‘hablaba en verso’. Sagarra era uno de los pocos intelectuales de la época que huía para evitar que lo matara cualquiera de los dos bandos, ya que sus versos contra la FAI lo habían puesto en el punto de mira de los anarquistas y su condición de catalanista militante lo convertía en un enemigo público a los ojos de los franquistas. Como en tantos otros, la Guerra Civil significó un golpe en su producción literaria y el auténtico inicio de su declive -o de su ostracismo, por decirlo más finamente-, sobre todo porque a partir de la derrota republicana y el inicio del franquismo, Sagarra tuvo que aceptar que si quería seguir viviendo en su país dedicándose a su oficio, debería hacerlo escribiendo gracias al sueldo de aquellos que no levantaban la voz ante el expresa voluntad del régimen por eliminar la lengua y la cultura del país. Este hecho propició que el autor más popular de la literatura catalana de la primera mitad del siglo veinte muriera absolutamente menospreciado y criticado por los sectores más duros de la resistencia catalanista -los mismos que todavía afirman, hoy, que Pla era franquista-, pero por suerte la historia permite siempre ofrecer una mejor perspectiva de las cosas.
¿Por qué lo digo? ¿Qué significa, realmente, Sagarra? ¿Por qué tiene una calle en cada pueblo o ciudad de Cataluña? Cuando en la segunda década del siglo XX el gran poeta Paul Valéry ofreció una histórica conferencia en Barcelona, entre otras muchas cosas afirmó un concepto muy importante: si se desea mantener viva la lengua, cultivad la prosa. La afirmación del poeta francés hacía referencia a la cultura occitana, una lengua que a pesar de contar con un Premio Nobel reciente como Frederic Mistral, estaba desapareciendo sistemáticamente y de la que sólo se cultivaba la poesía. ¿Era posible crear una literatura heredera del estilo de Verdaguer, la popularidad de Pitarra y la profundidad de Víctor Català? No sólo era posible, sino que era necesario, y precisamente eso es lo que Josep Maria de Sagarra, asistente a la conferencia -al igual que Josep Pla o Carles Soldevila-, se propuso ese día. Entre la década de los años 20′ y los años 30′, el autor barcelonés hace gala de un espíritu absolutamente renacentista y se convierte en prolífico en varios géneros, alcanzado el éxito tanto del público como de la crítica en todos ellos. Su poesía, que mira de reojo a la de Carner pero con ambiciones más realistas, logra una popularidad nunca vista desde los tiempos de Maragall; su teatro es todavía más exitoso que el de Guimerà y recoge la lengua hablada en la calle para ponerla sobre el escenario con dramas y comedias que no sólo acercan la lengua vulgar al arte, sino que conforman una representación de la sociedad catalana; y su narrativa, heredera de Narcís Oller, bebe de la influencia de Proust o Lampedusa para componer una obra monumental como ‘Vida privada’, elegía en prosa de la decadente aristocracia barcelonesa de la que Sagarra forma parte. Es así como en las escasas dos décadas que van de la conferencia de Valéry al estallido de la Guerra Civil, aquel niño bien que lo había tenido todo pagado y que había aprendido a escribir versos rimados en los Jesuitas de la calle Casp se convierte en el escritor más popular del país, alguien que es un elemento clave en la normalización literaria de una lengua catalana que hacía escasos setenta años aún no se sabía si había que llamarla ‘catalán’, ‘llemosí’ o ‘bell catalanesc’.
Quizá por eso, hoy, día del aniversario de su muerte y del nacimiento de Ruyra -uno de los maestros-, he decidido escribir este artículo aburridísimo y asquerosamente académico sin que nadie me lo haya pedido. Porque con Sagarra comparto un nombre que figura en mi DNI y que tantas veces he despreciado, una escolarización que tantas veces he criticado y una irrefrenable pasión por Italia que me perseguirá, como la más dulce de las condenas, toda la vida. Pero sobre todo, porque la primera vez en la vida que recité un poema aún no era consciente de que algún día comprendería que sin genios como Sagarra quizás seríamos una nación más pobre, ya que Valéry tenía razón: una sociedad necesita que alguien la describa, pero sobre todo, que lo haga cantándola, narrándola o ficcionándola en un lenguaje genuino. Tan genuino que sea capaz de convertir en normal la literatura de una lengua oprimida y del país anormal que aún somos.
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