Vía fora! (*)

Se dice que los catalanes, como pueblo, somos gente que sabe afrontar los golpes de la voluble fortuna. Dar vueltas sobre nuestro carácter. Aceptar nuestras debilidades. Lamentar nuestro sentimentalismo. Flagelarnos por nuestras bajezas. Pactar siendo conscientes de que no obtendremos lo que, en justicia, nos merecemos. Aplazar a ‘las calendas griegas’ nuestra felicidad. Y vuelta a empezar, que no ha sido nada.

Se dice que, como pueblo, los catalanes no somos gente regionalista, ni autonomista, ni independentista. Esto serían avatares de nuestra sujeción a España, no una cuestión de raíz. De raíz, somos, deberíamos ser, catalanes, y basta. El tipo de gente que se siente de la tierra, de la lengua, de la historia propia, de los países que la han hecho. Y a la que no le hace falta que le hablen de cambios sociológicos, de recién llegados, de trilingüismo, de patriotismo social, o de postnacionalismo. Todo esto son lemas de coyuntura política, de fases de la historia, de conveniencias de apoltronados, que, sin embargo, este pueblo se traga por las buenas o por las malas, hasta inventarse, a veces, la escenificación que más ajusta al mañana será otro día…, a aguantar los batacazos, o a hacerse el loco. A veces, se equivoca de letra. A veces, de escenografía. A veces, de actores. A veces, confunde los tamaños del teatro con su potencia de voz. Se equivoca mucho. Se dice que, como pueblo, los catalanes nos equivocamos mucho.

Ahora mismo, se me ocurre que, durante el siglo XX, dispusimos de una cantidad de gente demasiado grande para un entresuelo tan pequeño. Tan pequeño que no cabían. Parecía que eran atlantes que debían sostener un balcón de Estado. Pero, a estas alturas, se dice que sólo disponemos de ganapanes que no podrían sostener sino techos del Eixample (Ensache). Hemos pasado de tener unos hombres y unas mujeres, procedentes de todas las clases sociales, capaces de levantar el techo del país, a tenerlos que nos lo achican. Los primeros fueron obligados a doblegarse por la fuerza de las armas: si la República hubiera continuado, el pacto sociopolítico nacional quizás hubiera sido una realidad. O la revolución, a saber. Los segundos, en cambio, por un cálculo individual, partidista, desconfiado respecto de su pueblo, se doblegan con facilidad. Si nos dicen que esta renuncia responde al estado ‘real’ de la gente, bien habría contestarles que, malo, cuando un político no es capaz de soñar, ahora y aquí, la alternativa que saque a su pueblo de la sumisión para renovar las esperanzas como quien proyecta un edificio nuevo, con nuevos cimientos, no sometidos a maestros de obra foráneos. En este sentido, el futuro partido hegemónico dentro del catalanismo neoautonomista podrá alargar tanto como quiera la lectura en clave templada del imaginario nacional. Será necesario que acepte, sin embargo, que haya quien piense que, con un imaginario nacional más musculoso, iríamos mejor. Ya nos damos cuenta de que han hecho recuento de votos posibles y han llegado a la conclusión de que pecábamos de ‘esencialistas’, es decir, de unilaterales. También sabemos que el síndrome Ciudadanos les ha hecho ver que lo que comenzó como un escape del votante ‘sociata’ para convertirse en vía de agua el 21-D, obliga a ‘ayudar’ al PSC a volver al ‘diálogo’ que cohesione en torno a las instituciones a la gente que se siente más española que catalana. Y no dudamos que interpretan las tendencias generales a escala europea y global, en el sentido de que asistimos a una re-creación del hecho nacional a la que no le bastan, creencias establecidas, lenguas coaguladoras, o culturas unívocas, sino que debe dar cabida a todo lo que aporten los referentes escondidos, las aportaciones no suficientemente reconocidas, las energías de los recién llegados, si se quiere formar un solo pueblo de verdad. Muy requetebién, si no fuera porque, mientras tanto, hay una fuerza nuclear independentista, que, en última instancia, suministra el combustible que nos permite seguir pensando en el imaginario nacional propio y evitar que lo sustituyan los imaginarios nacionales dominantes (españoles y franceses) o los globalizadores multiculturalistas, que todo lo laminan. Una fuerza independentista que se siente progresivamente marginada mientras ve como el cálculo partidista, los equilibrios de poder, la presión de los medios de comunicación, y, naturalmente, y no en última instancia, el poder español, desatado como nunca, van ganando espacio, presencia, influencia. Y lo ganan no sólo por la forma en que se va re-creando un nuevo imaginario nacional post-1-O, sino por la conversión de la información en discurso hecho desde el poder -basta con comprobar la evolución de TV3. Todo ello, acompañado de la marginación de las alternativas independentistas externas a este poder (y, por tanto, reprimidas por la consejería de Interior), que sabe perfectamente qué necesitamos los ciudadanos, en qué dosis, cómo debe ser aplicada, y cada cuánto tiempo. (Los vicepresidentes suelen sobresalir en la tarea).

Vuelvo al principio. Se dice que el pueblo catalán no consiente (o ‘no consentía’) el maltrato sistemático, la injusticia patente, la ofensa gratuita. Se dice que éste no es (o ‘no era’) un pueblo que admita con agrado la sujeción y se ponga a bailar sevillanas. Los españoles ya tomaron nota y, cuando todavía no habíamos abierto las urnas, ya se habían puesto la venda del ‘a por ellos’ antes de la herida para pasar seguidamente al ataque: de ahí la fiebre neofranquista capaz de hundirnos en una marea de mierda democrática cada mañana, cada día, cada semana; capaz de amordazar unas masas españolas complacientes con la desmemoria, porque se sienten amparadas, mande quien mande, por un Estado totalitario hasta el tuétano, con los que no participan en sus presupuestos nacionalistas excluyentes. Puede que nos diéramos cuenta de que nuestros problemas con España no son exclusivamente de infraestructuras, de expolio fiscal o de invasión de competencias, sino, lisa y llanamente, de sujeción a un neofascismo como parte ideológica constituyente en la esencia (centralismo asfixiante) y en la manera de reproducirse (rapiña económico-social), sin que ninguna clase, partido ni grupo parezca tener interés en frenarlo de verdad. (No es necesario recordar la destitución por parte de Podemos de un cargo de la administración aragonesa por haber colaborado con el independentismo catalán o las manifestaciones de un consejero navarro, también de Podemos, sobre los chicos de Altsasu). Y no se trata, como habían pensado algunos ingenuos, de que Europa podía impedir (o no) el golpe final que coronara formalmente la estrategia española asimiladora, sino de que las masas (o votantes, o consumidores, o ciudadanos, llámenlos como quieran) españolas, políticamente hablando, ya se han rendido, con su decantamiento o su abstencionismo -no diré culpable, pero sí culposo-. Que la movilización de estas masas sólo se produzca a golpe de silbato de los partidos, o por intereses de Estado, o en busca y captura de chivos expiatorios periféricos, lo dice todo sobre el vaciado practicado a conciencia desde que se inició el transvestimiento franquista en monarquía.

También nosotros deberíamos tomar nota, porque una de las carencias principales es el desconocimiento de la fuerza propia. Y la fuerza está en las raíces, por muchos injertos que añadamos al ramaje. La política institucional catalana, definitivamente subsidiaria (o parte alícuota) de la española, ha cerrado al país -queremos decir a la gente, por supuesto- en una sala de espejos. Como en el cuento de Joseph Conrad, donde un hombre se encuentra reflejado en los espejos de su cuarto y, por tanto, incapaz de huir de sí mismo, de verse con la distancia que una situación familiar dramática le exige, lo mismo nos pasa a nosotros. Los aparatos de nuestros partidos y el circo mediático que los acompaña se han hecho un lugar propicio para multiplicar su imagen hasta embotarnos los sentidos y confundirnos el entendimiento. Y, a falta de otra visión, todo el país se cree encerrado en este reflejo, que no le deja saber quién es, ni dónde se encuentra, ni hacia dónde se dirige. Por si fuera poco, algunos aprendices de pistolero electrónico hacen creer que disparan contra un objetivo real y, mientras destruyen las falsas imágenes, nos distraen porque no buscamos otro referente. Así pues, la salida de este laberinto, la recomposición de la imagen real del país sólo puede llegar con un nuevo ‘Via fora!’ (*) de una gente que luche con más energía, más inteligencia y más honradez que hasta la fecha.

Se ha publicado estos días un manifiesto llamando a hacer un ‘tsunami democrático’ (una ‘riada’ sería más de la tierra, pero en fin). Ningún inconveniente para la creación de estímulos movilizadores, siempre que no añadan ambigüedad a la que padecemos desde hace dos años.

Si, en un manifiesto de este tipo, no se habla del Primero de Octubre de 2017, malo, porque es un olvido muy significativo, dado que niega a las masas movilizadas la fértil memoria de lo que hizo un nuevo sujeto político, en términos históricos.

Si, en un manifiesto de este tipo, se habla genéricamente de derechos fundamentales individuales y colectivos, y no se asocian mutuamente a través de la consecución de la libertad, que es la independencia nacional, malo, porque deja de lado la madre del cordero, si se nos permite la expresión, de todo lo que nos ha pasado y lo que nos ha de pasar.

Si, en un manifiesto de este tipo, se llama a la movilización cívica, a la lucha no violenta y la desobediencia, se reincide en una característica que ha sido, y continúa siendo, propiedad específica del movimiento independentista desde los lejanos tiempos de la plataforma por el Derecho a Decidir, o sea, desde 2006, con lo cual tenemos que preguntar qué aporta, en términos políticos, este manifiesto.

Si, en un manifiesto de este tipo, no se aclara qué se debe llevar el ‘tsunami’ (o la ‘riada’, que es más de la tierra), tal vez aceptamos los términos de sumisión a los que las instituciones, los partidos y las entidades han sometido al movimiento, con lo que habrá que preguntar, dada la falta de objetivos políticos concretos, en qué playa se acabará amortiguando: ¿en la de los efectos publicitarios?, ¿en la de la justificación ética?, ¿en la del mesianismo?, ¿en la de sustituir a las entidades movilizadoras por excelencia del independentismo?

Todo ello tiene pinta de querer poner todo el capital político acumulado estos años bajo una especie de generalización que pondrá muy contentos a todos los demócratas, a todos los transformadores sociales y a todos los defensores de derechos fundamentales, pero sin mencionar, justamente, a los que más han luchado por resolver la ecuación: los independentistas. Y, por pasiva, pues, deja la iniciativa política en manos de los ‘dialogantes de Estado’ o de los que se apuntan a todas las guerras, que, no por casualidad, se han apresurado a dar su aval al manifiesto en cuestión. Tratar de resucitar la Asamblea de Cataluña en formato 5.0 y de ‘luchas compartidas’ está muy bien, siempre que sea bajo la dirección del independentismo de combate, no de quien se sienta tentado de renunciar a su legítima, y bien ganada, hegemonía. Y, en este sentido, el manifiesto, manifiestamente, flaquea.

Hecho y jodido, por no haber empezado por el principio: que no puede haber pacto con el Estado si no se derriba la monarquía borbónica y una nueva clase política española se encuentra obligada a admitir la pérdida de la dominación. Pero si hay quienes, tras la experiencia Ciudadanos-Podemos, acaecidas fuerzas auxiliares del régimen del 78, todavía piensa que se puede esperar algo nuevo (a la manera del admirable Roca Junyent, cuando escribe: ‘el diálogo, la negociación, la búsqueda de las coincidencias, dan más resultados que el deseo irresponsable de la confrontación como propuesta’; o al modo del no menos admirable Torrent, cuando dice que defiende un ‘pulso democrático’ que combine diálogo y presión), que se lo haga mirar, no sea que la ola lo arrastre a litorales inconfesables. Mal que les pese a los aprendices de pistolero y a quienes les permiten disparar a diestro y siniestro. Mal que les pese a los interesados en hacernos creer que todo se acaba en una sala de espejos.

(*) https://es.wikipedia.org/wiki/Via_fora

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