Decía el antropólogo navarro José Antonio Jáuregui (“Las reglas del juego”, 1977), que las placas de las calles de nuestras ciudades son algo así como los nuevos “altares callejeros”, donde la clase política sitúa a las personas e instituciones que deben de ser recordadas por la sociedad, separándolas de quienes no merecen pasar el filtro de la historia. Algo así debió de pensar Enrique Maya cuando, en lo más álgido de la campaña electoral de 2019, afirmó en TV que una de sus prioridades sería desposeer de su avenida a la reina Catalina de Foix, para volver a otorgársela al Ejército.
En realidad, el nombre de esta calle data de 1963, es decir en plena dictadura, cuando el ayuntamiento franquista quiso dedicar la avenida al “glorioso ejército español” (así se cita en los documentos). Las fotografías de la época muestran a buen número de jerifaltes franquistas descubriendo orgullosos la placa. Y el nombramiento se produjo no sin antes pagar a la institución militar un total de 181 millones de pesetas de las de entonces, en concepto de compra de los terrenos donde habían estado los cuarteles militares. Es decir que la ciudad tuvo que abonar una auténtica fortuna por comprar unos terrenos que históricamente habían sido suyos, y que le habían sido usurpados. Y encima hubo de agradecérselo dedicándoles la calle. Esa es la realidad y el contexto del nombramiento.
Casi 56 años después, en abril de 2019, el ayuntamiento de Cambio de Pamplona decidió otorgar dicha calle a la reina Catalina de Foix, es decir Catalina I de Navarra. Las razones esgrimidas fueron que había sido una persona valerosa, culta e inteligente, que fue la última reina que gobernó una Navarra independiente desde su capital, Pamplona, y que era la oportunidad de dedicar por primera vez una gran avenida de la ciudad a una mujer. Y es que el común de la sociedad actual considera que en las ciudades del siglo XXI tiene que haber más lugares dedicados a este tipo de personas, y menos a los ejércitos.
Catalina I fue reina de Navarra durante 34 años, hasta que la invasión del reino en 1512 le obligó a tomar la ruta del exilio. Tuvo 14 hijos, de los cuales 9 nacieron en los territorios de la actual Navarra, y hubieran sido más si no llega a tener que exiliarse. Sufrió el acoso de Castilla desde antes de la conquista, y fue obligada a enviar a su hija Magdalena a Castilla en calidad de rehén, donde moriría cuando tan solo tenía 10 años. Otro de sus hijos, Francisco, de 4 años, moriría agotado y enfermo por la huida a Bearne en 1512. Y un tercero, Carlos, embarcado como soldado en la recuperación de la independencia de Navarra, moriría a los 18 años luchando contra las tropas españolas en Nápoles.
Las crónicas describen a Catalina como una mujer inteligente, culta y vivaz, y J.M. Lacarra afirmaba que, en los años en los que pudo gobernar, dio muestras de buen juicio, consiguiendo terminar con las guerras civiles que asolaron el reino durante décadas. Tras la conquista de 1512 siguió reinando en la Navarra situada al norte del Pirineo, y fue sucedida por mujeres no menos cultas y valerosas. Margarita de Navarra, casada con su hijo Enrique, escritora y humanista, autora del “Heptameron”, fue según el especialista Jon Oria la “primera mujer moderna de la historia de Europa”. Le sucedería Juana III de Navarra, bajo cuyos auspicios se tradujo el Nuevo Testamento al euskara. La corte de Baja Navarra fue en aquel tiempo un foco humanista de primer orden, lo cual propiciaría que el mismísimo Shakespeare exclamara, por boca de uno de sus personajes, aquello de que “Navarra será el asombro del Mundo”. Y cabe pensar que, si no hubiera mediado la invasión de 1512, ese mismo destino hubiera sido el de la Navarra del sur, la Navarra conquistada. En ese sentido apunta el hecho de que, en tiempos de la reina Catalina, se instalara en Pamplona la primera imprenta del reino, de la mano de Arnao Guillén de Brocar, en la tempranísima fecha de 1490.
Catalina I de Navarra falleció finalmente en Bearne en 1517, y todos los intentos por recuperar la independencia de Navarra fracasaron. En su testamento, la reina dejó escrito que quería ser enterrada en la catedral de Pamplona, junto a sus antepasados, pero que mientras ello no fuera posible su cuerpo reposaría en la iglesia de Lescar (Bearne), donde aún hoy permanece.
La dedicatoria de una gran avenida pamplonesa a Catalina de Foix quiso ser una manera de reconciliar a esta mujer excepcional con la historia, pero lamentablemente su memoria ha topado de nuevo con la cerrazón y la mala suerte. La decisión del señor Maya otorga de nuevo el nombre de la calle a un ejército al que Pamplona no debe absolutamente nada, más allá de haber perpetuado durante décadas aquel infame secuestro legal que era el servicio militar obligatorio. En una ciudad que sufrió tanto por ello, que encabezó la lucha por la Insumisión y la abolición de la “mili”, el actual alcalde de la ciudad se pliega una vez más ante los poderes fácticos, y no solo da la espalda a Catalina I, sino también a la propia historia de Navarra. Algo a lo que, más temprano que tarde, pondremos remedio. Que nadie lo dude.