Todos los poderes en la historia se han sustentado en su capacidad de dar miedo y en su capacidad de convencer. Seguramente todos han mezclado de una manera u otra estas dos fórmulas, la coacción y la seducción, pero no todos lo han hecho en las mismas proporciones. Maquiavelo ya aconsejaba al Príncipe que, si quería mantener su poder, era bueno que intentara ser querido por sus súbditos. Pero si no lo conseguía, como mínimo debía ser temido. Cuanto más sofisticado es un sistema político, cuanto más civilizado y más democrático, apuesta más por la convicción y la generación de consenso que por la amenaza con el uso de la fuerza, de la violencia que reclama en régimen de monopolio. Y se puede decir también al revés, cuanto menos interiorizados tiene los valores democráticos, cuanta más tendencia totalitaria o autoritaria, más necesita meter miedo y menos confía en convencer. La fórmula es dramática, pero no ineficaz. Unamuno distinguió, ante el franquismo, entre vencer y convencer. Dijo que el régimen vencería, pero no convencería; es decir, que ganaría la batalla del miedo pero perdería la batalla del consenso. Seguramente tenía toda la razón. Pero el régimen que salió y que aplicó esta apuesta duró cuarenta años. Como mínimo.
El poder tiene muchas maneras de meter miedo. Siempre es su capacidad de utilizar la fuerza. Pero hay algunas condiciones de este uso de la fuerza especialmente temibles. Una es la discrecionalidad: la posibilidad de utilizar esta fuerza sin más explicaciones que las propias necesidades y los propios caprichos. No de una manera razonada y de apariencia equitativa, sino absolutamente contingente e inexplicable. Porque le da la gana. Una segunda es la impunidad: La certeza de que este uso y abuso de la fuerza no será ni juzgado ni castigado, porque nadie juzga el poder, o en todo caso se juzga y absuelve él mismo, en un laberinto hecho a medida de sus intereses. Una tercera es la falta de límites: un poder da más miedo cuando se sabe que está dispuesto a todo, que no reconoce límite político ni moral, más allá de su propia conveniencia. Y una cuarta -hay habría muchas más, seguramente, pero lo detendremos aquí- sería el silencio, la ‘omertà’: la capacidad de invisibilizar sus propias acciones, de producir el silencio a su alrededor, y de hacer ver que no pasa lo que pasa.
Seguramente, decíamos, todos los poderes, desde siempre, confían a la vez en su capacidad de dar miedo y en su capacidad de generar consenso, de convencer. Pero decíamos también que no todos los combinan en las mismas proporciones. Y hay, de siempre, y también en el Estado moderno, una variante: convencer a unos para asustar a otros. Que asustar a una parte de sus ciudadanos sea precisamente lo que un poder utiliza para legitimarse ante los demás. Un poder a la medida de unos, de los intereses de los unos -ideológicos, de clase, territoriales o todo a la vez-, y que por tanto obtiene todas las bendiciones de parte de estos unos, y que renuncia totalmente a convencer a los demás, sino más bien que opta por meterles miedo, por ser temido entre ellos, sin aspirar ni siquiera a hacer gestos para ser amado, o al menos aceptado.
Se ha dicho muchas veces que el Estado español actual -no hablemos ya de sus antecedentes históricos- ha elegido, ante un número muy considerable de sus ciudadanos, ser temido, renunciando a ser apreciado. La unidad del Estado, su poder, han descansado -ante de un número considerable de ciudadanos, repartidos por todo el territorio, aunque de manera desigual- en su capacidad de utilizar la fuerza para asustar. La fuerza de la policía, los tribunales, de todos los instrumentos coercitivos del Estado, incluso la posibilidad consagrada constitucionalmente de utilizar el ejército, más que la vocación de convencer, de generar y ampliar consensos. Ciertamente esto ha hecho que el Estado sea percibido como propio, orgullosamente, por una parte de los ciudadanos. Pero para muchos otros, el Estado da miedo. Maquiavelo decía que para mantener el poder es mejor ser amado que ser temido, pero que si no eres querido tienes que buscar ser temido. El Estado español ha renunciado, ante muchos de sus ciudadanos, a la primera vía y está desde hace tiempo sólo en la segunda.
En este contexto, la aparición de noticias inquietantes en Público sobre los vínculos del CNI con algunos de los terroristas que hicieron los atentados en Barcelona y Cambrils y la espesa red de silencios tejida alrededor de estas informaciones, ayuda a alimentar esta relación de miedo con el Estado. Si el Estado da miedo, todo ello cae en el saco del miedo, lo amplifica y lo solidifica. Todo esto quieren decir las noticias que han aparecido. Pero significa también -y quizá sobre todo- la indiferencia con la que las ha querido ahogar.
Publicado el 29 de julio de 2019
Núm. 1833
EL TEMPS