Ocasiones perdidas

Confieso que no soy capaz de entender qué ha pretendido Pedro Sánchez con la decisión de hacer fracasar su propia investidura. No parece que sea una cuestión de consistencia con los “principios” de izquierdas. Si no era con Unidas-Podemos, ¿con quien debía gobernar? Tampoco se diría que fuera una cuestión de intereses de partido. Arriesgarse a unas nuevas elecciones -visto que descarta cualquier posible coalición con Unidas-Podemos-, aunque fuera para quitar algunos diputados a los mismos con los que no ha querido pactar, no es seguro que resuelva nada y es muy probable que lo complique todo más. Y el riesgo de una resurrección de la derecha, sobre todo después de las consecuencias que tenga en Cataluña la previsible sentencia a los presos políticos, es muy grande.

Tampoco convencen las teorías que atribuyen a Pedro Sánchez un gusto por llevar las cosas al límite, para ganar al todo o nada. Es cierto que jugar a aguantar más que el adversario, particularmente al PSOE, le ha dado buenos resultados. Pero en este caso todo indica que ha sido todo lo contrario: desde el primer momento habría renunciado a hacer una coalición que había que evitar como fuera, por alguna razón desconocida, aunque fuera querida por su electorado. Visto todo ello -argumentos, negociaciones, discursos…-, es más fácil pensar que algo muy grande le impedía ganar la investidura de la única manera posible. La rareza de todo ello invita a visiones conspirativas, como que se le hubiera advertido -la Corona, antiguas presidencias, viejos ‘barones’, los poderes fácticos económicos… – que ésta era un línea que no se podía atravesar.

Los próximos meses tal vez veremos la genialidad de la maniobra o la estupidez de la decisión. Pero termine como termine, quizás nunca sabremos si todo fue un gesto perfectamente preparado o si ha sido resultado de una carambola. Si estamos ante un gran estratega, ante alguien que ha nacido con una flor en el culo o si, después de tanta suerte, al final Pedro Sánchez lo pierde todo jugándoselo en la última tirada de cartas. Y no sabremos si el problema -para el PSOE o para los poderes fàcticos- era que Unidas-Podemos era demasiado de izquierdas o si era poco de fiar ante un hipotético agravamiento de la -para ellos- “crisis catalana”.

Ahora bien, lo que sí sabemos es que el episodio inútil de la investidura de un presidente español ha rebotado en la frágil convivencia en el independentismo catalán. Dos se pelean y recibe el tercero. Ahora mismo, si existen problemas de convivencia en Cataluña, es lo que puede acabar provocando las tensiones entre ERC y JxCat y, de paso, en el interior de estas organizaciones políticas. Y si seguimos a este paso, quizás también se añadirán más dificultades en las propias organizaciones de la sociedad civil soberanista.

Lo que es sorprendente, decepcionante y preocupante, pues, es que la debilidad y la inestabilidad de la política española no sea aprovechada por el soberanismo. Y no sólo eso, sino que la acabe arrastrando por el mismo camino, si no autodestructivo, sí de deterioro organizativo. La primera explicación, la más obvia, es que el Estado se dedica a sembrar cizaña de manera sutil entre el soberanismo, creando unas expectativas de diálogo o de indulto sólo creíbles en situaciones de desesperación. La segunda es que la represión ha producido una regresión en las fuerzas políticas -en unas más que en otros- hacia un marco autonómico, y que este marco esté rehaciendo viejas, feroces e inútiles rivalidades partidistas.

El exilio y la prisión de nuestros líderes suponen también una carga enorme sobre los hombros del independentismo en general. El Estado no tiene otro instrumento para defenderse que el de la represión. No es precisamente una muestra de fortaleza. Pero hace el suficiente mal como para hacer tambalear un independentismo ahora descabezado. Se van perdiendo ocasiones únicas, y sólo se es capaz de erosionar los unos a los otros. La gran cuestión es saber quién y cómo podrá romper el círculo vicioso. Y quien lo haga tendrá las de ganar.

ARA