Sólo un movimiento tan huérfano de liderazgo como el independentista podía caer en batallitas sobre el papel dirigente de sus políticos desde las cárceles españolas gestionadas por la Generalitat. Porque cuando hay liderazgo, en contacto directo con la realidad viva de la calle, los políticos tomados como rehenes reflexionan, escriben, publican y, si es necesario, intervienen desde las redes sociales, pero no están en condiciones de decir qué hay que hacer en cada momento, no porque no tengan derecho, sino, sencillamente, porque no se les necesita en este papel. No toca, como diría el otro, porque el sitio virtual que ellos se pueden otorgar ya está ocupado. (Claro, de todos modos, que la falta de liderazgo permite tantas fantasías como se quiera dentro o fuera de la cárcel). En la Ilíada (II, 225-242), Tersites, un caradura de la tropa aquea, osa decir al rey de reyes Agamenón que va desnudo, o sea, que si piensa que todo le es debido al tiempo que ha embarcado a su pueblo en todo tipo de males, y que si los hombres de este pueblo no se hubieran vuelto unos gallinas arrugarían la cola dejando solos los reyezuelos ante Troya, y que si el deshonrado Aquiles tuviera más mala leche, y etcétera. Los dirigentes están peleados, el rey de reyes no sabe qué hacer sin Aquiles, y Aquiles no tiene suficiente hiel en la entraña para arrear un palo a Agamenón y hacer rodar su cetro por tierra. Pero, al final, ni los aqueos se vuelven a casa, ni Aquiles da un tortazo al rey de reyes, ni nada de nada, por lo que el siempre oportuno Ulises cierra la cuestión dando un golpe de cetro en la cabeza del caradura Tersites y se acabó lo que se daba. La moral que se desprende es que sólo un poderoso puede cantar las verdades a otro poderoso, o sea, que un hombre de la tropa no puede decir a los reyes del mambo político que van desnudos. Pero, con respecto al poder, se desprende otro ejemplo: si Tersites quería arrastrar a sus compañeros de armas en la revuelta, tenía que prever e impedir las consecuencias de su protesta pública, tramar una conjura, adaptarse al enemigo a batir imaginando continuamente sus reacciones, o sea, convirtiéndose él mismo en un rey, irracional como todos los reyes: mentiroso, intrigante, corrupto, amenazador, repartidor de prebendas. Dicho sea de paso, en su revuelta contra España, el Tersites-independentista no ha actuado (para bien o para mal, como diría David Fernández) con este registro y no ha podido, pues, convertirse en rey en su territorio, un rey tan irracional, a saber, como el borbón que lo oprime. Quizás en esta carencia radicará, finalmente, la victoria moral del independentismo sobre el opresor, pero, entretanto, no se debería lamentar, porque ha esperado a ser aplastado por ponerse a llorar, cuando debería llorar por su propio mal, o sea, por lo que aún refleja del espíritu de la opresión secular. Dicho de otro modo: que un día Tersites no se convierta en un nuevo Ulises, la semilla de una nueva legitimación del poder por el poder. Sólo evitándolo es posible ampliar las bases…
Volviendo, ahora y aquí, al papel desatascador de los molestos de abajo, un (no diré) humilde periodista de trinchera recientemente se ha atrevido a hacer un poco el papel de Tersites al recordar sus límites a un dirigente encarcelado respecto a su capacidad para continuar mandando sobre la tropa independentista desde la cárcel; no ha sido necesario esperar a que ninguno del resto de dirigentes saliera, a la manera de Ulises, en defensa del interesado, porque lo ha hecho él mismo para reivindicar directamente su derecho a continuar desempeñando el papel que, objetivamente, no le corresponde, se ponga como se ponga. Y sólo, repito, un movimiento como el independentista, tan huérfano de liderazgo, podía ofrecer este espectáculo ciertamente poco edificante y, sobre todo, poco fructífero, porque demuestra, precisamente, la razón por la que los actuales dirigentes encarcelados no puedan hacerse cargo de la situación actual: hasta que el movimiento no reanude la marcha, no se vuelva a cohesionar gracias a la lucha colectiva, generadora de una unidad renovada, y no aparezcan nuevos liderazgos, capaces de competir -léase bien: competir- con los liderazgos caducos, que pongan en duda todo el aparato institucional dañado, y establecer, desde el propio movimiento, la relación entre la calle e instituciones representativas, el problema no tendrá solución. Mientras tanto, la vuelta son los cambios de horizonte de los ‘indepactistas’, el papel que puede arrogarse en Madrid un saltamontes como garantía de gobernabilidad española, o la impotencia de entidades de nuevo cuño para ganarse legitimidad con dudosas figuras de imponente retórica que se dedican a repartir carnés independentistas… La desnudez del movimiento está a la vista de todos, y sólo desde la humildad, el coraje, la voluntad de continuar y la claridad de programas de ruptura, se podrá rehacer a partir del otoño. Pero esperando uno, dos, tres o un millar de Tersites, no será suficiente: como dijo alguien, el arte máximo de gobierno consiste en la caracterización precisa de los oprimidos, y es una tarea ardua, ya que los auténticos oprimidos son aquellos cuya vocación es obstruida, y las vocaciones son, en ausencia de castas, entidades volátiles e intangibles. ¿Quién es, actualmente, el oprimido, el humillado? ¿Quién es el futuro y, por tanto, impredecible detentador del cetro? ¡No nos dejemos distraer, pues, por las respuestas más banales, ya explotadas por los poderosos!
Laurette Séjourné explicó en su día que los aztecas se enzarzaban de vez en cuando en trifulcas con el pequeño principado de Tlaxcala sin abusar de su fuerza para aplastarlo. Nadie sabía que, de hecho, los sacerdotes de Tlaxcala estaban de acuerdo con los emperadores aztecas. La guerra continuada y pactada en secreto permitía ocupar a los jóvenes guerreros, canalizar la necesidad de sacrificio, novedad, riesgo, melancolía, ebriedad, disciplina y peligro. Un día los aztecas capturan el héroe máximo de Tlaxcala y lo aprisionan a la espera del suplicio, que consiste en luchar, atado a una piedra y armado con un bastón, contra siete guerreros aztecas con coraza. Mientras está en la celda, se le hacen propuestas de evasión, que él rechaza. Bueno, al final el héroe hace frente al hado, mata algunos de sus contrincantes y muere. En la grada, hay unas cuantas figuras tapadas: el héroe no sabe que son los sacerdotes de Tlaxcala, los mismos que, conmovidos por su heroica belleza, han decidido, conjuntamente con sus colegas aztecas, salvar a la víctima. Pero él se ha negado, porque conserva la fe en la enseñanza de sus sacerdotes, ante los que se ha desangrado. Y los sacerdotes le llorarán porque, contrariamente, no habrían podido seguir manteniendo el sistema social basado en su despierta sabiduría: los hombres de parte no pueden gobernar un todo.
VILAWEB