En el proceso hacia la independencia de Cataluña, la lengua catalana no tiene la más mínima importancia, relevancia o función icónica. El retroceso del catalán, en el espacio público, llega a límites insospechados. En 1980, cada vez que uno de los diputados andalucistas elegidos en la cámara catalana no utilizaba la lengua propia del país donde había sido elegido, el diputado republicano Marçal Casanovas protestaba por ello saliendo del hemiciclo. Si ahora fuera diputado, lo que ya no haría es entrar, porque hay grupos parlamentarios enteros que, sabiendo catalán, emplean sólo el castellano en la cámara, otorgando a este uso una clara dimensión ideológica. El uso de las lenguas expresa el papel que se otorga a cada uno de los idiomas: el catalán, el pasado, la lengua inútil, y el futuro, la lengua útil, al castellano. La campaña electoral, en los spots, mítines y debates lo ha confirmado. Se cambia al castellano en respuesta a los hablantes monolingües que, estos sí, nunca cambian de lengua.
Altos cargos de la Generalitat y líderes independentistas no tienen ningún inconveniente en prescindir del catalán y hacer declaraciones en castellano en la prensa, como la cosa más normal del mundo. Pero resulta que lo más normal del mundo es la versión original, con supereposición de voz o bien con subtítulos. Presidentes y vicepresidentes ya aseguran la oficialidad incuestionable del castellano en la futura República Catalana, por si acaso. Independentistas de larga tradición hacen tuits en castellano con regularidad, reduciendo el catalán a una función puramente doméstica. Incluso los catalanes injustamente encarcelados, sobre los que pende la amenaza de una sentencia durísima, han renunciado al uso del catalán, desperdiciando así la imagen emblemática de un juicio político donde los acusadores de un país acusan y quieren condenar, en castellano, a los acusados de otro país que hablan otra lengua. Ver tribunal, fiscales, abogados del estado y acusación particular con aparatos de traducción simultánea, habría sido, ante el mundo, una imagen impagable que habría hecho innecesaria cualquier tipo de explicación adicional. Pero los acusados pertenecen a una sociedad que parece haber dejado de valorar el idioma propio como un rasgo esencial de su identidad colectiva, como la única aportación catalana insustituible al patrimonio cultural de la humanidad.
La publicidad en castellano en medios públicos creados para normalizar el catalán forma parte del paisaje cotidiano. En la administración de justicia el catalán es anecdótico, marginal en el cine, inexistente en los productos farmacéuticos, aunque la mitad de empresas del sector sean de Cataluña, y ocasional en productos básicos como alimentación, higiene o electrodomésticos, con alguna excepción. En realidad, si el catalán no está, y nadie se lo reclama, ¿por qué narices debería estar ahí? En bares y restaurantes, las pizarras anunciándose sus especialidades en la calle no delatan ninguna diferencia entre el centro de Valladolid o el de Barcelona, porque el catalán no existe. En el ámbito social, la renuncia al uso de la lengua, la dejadez de los catalanes a la hora de servirse del mismo, del catalán, es de dimensiones cósmicas. Basta con que alguien responda en castellano para dejar el catalán, al instante. No importa que se trate de gente que lleva aquí muchos años e, incluso, que insista en que no se les discrimine por la lengua. La fragilidad del catalán en el espacio cotidiano es total. Se habla en castellano a gente que te pide que no la margines, que no desprecies su conocimiento pasivo del idioma, que la trates como gente de aquí, porque quieren ser de aquí. Pero hay quien limita los ámbitos de uso del catalán, reservándolo sólo para los que ya lo hablan, levantando un muro de exclusión entre los de casa, los de siempre, y los que aspiran a ser también de casa para siempre. Se niega, pues, el derecho a compartir, conocer y usar la lengua del país a gente venida de fuera.
Una idea errónea de la educación, tanto que no pasa en ningún otro lugar del mundo, hace prescindir del catalán al instante. Y hay quien cree que el universo independentista será mayor si nos dirigimos en castellano a según qué población. Pero la gente no se hará independentista porque le hables en castellano, negándole el derecho a ser tratado en catalán, con la misma naturalidad que en Francia lo tratarían en francés, sino porque nuestro gobierno adopte medidas sociales que mejoren su calidad de vida material, cultural y democrática, lo que reforzará los vínculos de orgullo y pertenencia con el país donde vive. O bien los líderes políticos, sociales y culturales, promueven un cambio real a favor del catalán, o la lenta decadencia del idioma lo llevará a la inutilidad total. Y quizás sí habremos salvado la independencia, pero habremos perdido la lengua. Alarmante.
EL PUNT-AVUI