Los cristianos que rehicieron el catalanismo

La joyería Sunyer, situada en la Gran Vía, 660, al lado del Hotel Ritz, era el Modernismo que adornaba la ciudad de los primeros compases del siglo pasado. El orfebre Ramon Sunyer era un gran artista, de fe cristiana y de ideología catalanista. Cuando el anticlericalismo campaba criminalmente al abrigo de la máxima barbarie de la guerra, en Casa Sunyer ayudaban a curas perseguidos y se celebraban misas clandestinas.

Tenía noticias directas de ello, pero lo pude contrastar de primera mano con Montserrat Sunyer, hija de Ramón. Las misas reunían católicos que temían por su seguridad, y en consecuencia se convocaban con mucha cautela. Con cálices de la preciada marca de la casa, las oficiaba sobre todo el padre Josep Sanabre, que era la simbiosis personificada de cristianismo y catalanismo, los ensayos del obispo Torras i Bages y la lírica de mosén Jacint Verdaguer.

El domingo 29 de enero de 1939, tres días después de tomar Barcelona, el franquismo llenó la plaza de Cataluña con una misa de campaña. Al final, el ‘general jefe de Ocupación’, Eliseo Álvarez-Arenas, arengó a los presentes con “un vibrante discurso”, y la Banda Municipal tocó la Marcha real. Quedaba inaugurado el nacionalcatolicismo. Pero la mayoría de los fieles que celebraban la eucaristía privada en Casa Sunyer no fueron, porque los mismos que les restauraron el culto les prohibían la cultura: no habían levantado el brazo con el puño cerrado y no lo levantarían con la mano abierta.

La clandestinidad continuó en aquella casa de gente buena y generosa, ahora para tratar de mantener vivo lo que querían matar las nuevas prohibiciones: lengua, cultura, tradiciones. Aquel matar se hizo evangélicamente carne en la persona de Manuel Carrasco i Formiguera, dirigente democristiano que había huido de Cataluña para evitar caer en manos de los anarquistas y que fusilaron los fascistas. En la República no se podía ser católico, y en el fascismo no se podía ser catalán. El día 9 de abril de 1938 un piquete de intolerancia lo ejecutó. Josep Benet me contó la historia y me instó a entrevistar Rosa Maria Carrasco, la hija pequeña que fue jefe de la prisión de Burgos. Su relato era helador, pero se guardó en el ‘off the record’. Comenzaba la Transición, los galones todavía hacían cuadrar y la nueva placa de la calle que le dedicaron en Sarrià era destrozada cada vez que la reconstruían. Benet consideraba que los cristianos fueron la primera cabeza de puente para reavivar el catalanismo, explícito políticamente en Unió Democrática.

En Casa Sunyer se reorganizaron los Estudios Universitarios Catalanes, universidad alternativa que tenía entre sus almas el doctor Rubió, Ferran Soldevila y Ramon Aramon, vinculado con “l’Institut d’Estudis Catalans” (‘Instituto de Estudios Catalanes’), que tenía uno de los espacios de reunión sesenta números más arriba de la misma Gran Vía. La supervivencia de la lengua catalana se convirtió entonces en el primer objetivo de aquella resistencia. La fundación de Òmnium Cultural, en 1961, puso orden en los patrocinios individuales. Se lo inventaron cinco industriales emprendedores con pedigrí, que dedicaban una parte de su riqueza a reconstruir el país: Lluís Carulla, Joan B. Cendrós, Fèlix Millet Maristany, Pau Riera y Joan Vallvé i Creus. Fue este último quien me detalló cómo fue todo. La cita fue en un negocio fichado por la policía: la platería de la rambla del Poblenou, 59-61, conocida como ‘Can Culleres’ porque hacían cubiertos. Me impresionó porque antes de mostrar la distinción en la educación, la ostentaba en la humildad de un guardapolvos.

Aquel empresario que se pringaba en la fábrica me dio detalles de la fundación de Òmnium. Detalles suculentos porque uno de los lugares de encuentro era la marisquería Finisterre, en la esquina de la Diagonal con Villarroel. Era literalmente imposible que la Brigada Social hiciera una detención en el restaurante más elegante de Barcelona, y que asustaran al gobernador civil con algún millonario esposado. Vallvé era serio, pero sonreía cuando salpimentaba con ironía el anecdotario.

En la rambla de Cataluña, chaflán con la Gran Vía que hacía todos los honores a las Cortes Catalanas aniquiladas, había otro bastión de la resistencia catalanista en forma de casa y negocio familiar: la peletería La Siberia, de la familia Espar Ticó. Pep Espar mezcla de una manera biológica el mecenazgo y el activismo, que en los años cincuenta desarrolló a través de los CC, el núcleo ‘Cristo Cataluña’/`Cristianos Catalanes’. Una de sus derivaciones surgió intercalando una D entre el capicúa consonante: Convergencia Democrática de Cataluña.

Espar rememoró ‘in situ’ los “Fets del Palau” (Hechos del Palau), en su vigésimo quinto aniversario, en 1985. Con él y otros protagonistas reconstruimos el episodio, que publiqué en el diario ‘Avui’ que él había contribuido a poner en marcha con su empuje. Con el empuje y con la voz arrancó ‘El cant de la senyera’, himno sustitutorio que habían prohibido, y comenzaron a salir policías repartiendo leña camuflados de melómanos catalanistas en el patio de butacas. Jordi Pujol acabó en la Via Laietana, lo torturaron, hizo cárcel y comenzó a crecer uno de los líderes más importantes de la historia del catalanismo político.

ARA