Rubalcaba

Leo unas cuantas notas biográficas de urgencia sobre Alfredo Pérez Rubalcaba y me entero de muchas cosas sobre él que no sabía. Por eso me limitaré a hablar del Rubalcaba que conocí. Yo no tuve trato con él hasta 2004, cuando era portavoz del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso y yo diputado al Parlamento y estaba al frente de la ERC de entonces. “Este Rubalcaba es el más largo y avispado de los socialistas”, me había dicho el presidente Pujol, años atrás. Por eso, cuando una tarde, en la Moncloa, el presidente Rodríguez Zapatero me comentó que, si no tenía inconveniente, haría venir al portavoz de su grupo al final de nuestra conversación, asentí, poniéndome en guardia, de manera instintiva. Es el recuerdo más lejano que tengo y, a pesar de que ya hace 15 años, todavía lo veo a él, apareciendo tranquilamente por el fondo de la estancia y dirigiéndose a mí con una educación y una amabilidad que ya mantuvo, conmigo, para siempre. Hacía pocos meses de la entrevista que el tópico atribuye erróneamente a Perpiñán y, sin rodeos, me preguntó: “Pero, a ver, tú, ¿con qué personas te entrevistaste? ¿Qué dirigentes de la organización estaban?”. Con la misma naturalidad le respondí: “Pues, no lo sé, porque, francamente, ellos no se presentaron y no nos habíamos visto nunca antes… “. Sonrió, incrédulo, ante la mentira y más aún cuando añadí, con ironía: “Además, por un momento pensé que no fueran de los vuestros, del CNI, porque no podía ser que, tratándose de vascos, comiéramos tan mal”.

En los inicios de la negociación del Estatuto, tuve algunas reuniones paralelas a las oficiales de grupo e, incluso, alguna cena discreta él y yo solos, en el centro de Madrid, ante la sorpresa de los escoltas respectivos. Justamente, en estos encuentros es donde ves la imagen real de las personas y donde aparecen confidencias y se insinúan complicidades, más personales que políticas. Él era un año mayor que yo y procedía también del activismo antifranquista, pero pronto comprobé que teníamos dos lealtades nacionales distintas y que esta circunstancia sería un muro insalvable, a la hora de llegar a acuerdos en profundidad, no a aspectos menores. Esto, sin embargo, no afectó nunca nuestra relación personal, que fue siempre fluida, respetuosa e incluso afable, desde trincheras no sólo diferentes, sino contrapuestas. Madridista hasta el tuétano como él era, me gustaba de tocarle las narices siempre que tenía oportunidad, ante las derrotas o errores de su club, mediante mensajes telefónicos que siempre contestaba con su sentido del humor tan personal, fino e inteligente, propio de un profesor universitario, culto y trilingüe. Recuerdo una reunión en Pedralbes, en pleno debate estatutario, en un pequeño comité de dirigentes socialistas, de aquí y de allí, y de ERC, cuando puso la misma cara de sorpresa que todos los asistentes al escuchar al entonces presidente Maragall afirmar, levantándose, ante el callejón sin salida en que nos encontrábamos: “Salimos nosotros de la reunión y que se queden sólo los socialistas, a ver si se aclaran y volvemos más tarde”…

Fue un día en Madrid, que, solos los dos, me dijo, como quien hace una confidencia no reproducible: “No, pero si vosotros tenéis razón. ¡Si yo ya sé que sois una nación! Lo que pasa es que debes comprender que no podemos decirlo, porque si lo hacemos, nos comen vivos… “. Le comenté en ese momento que esta era, exactamente, la misma argumentación que el filósofo J.L. Aranguren había sostenido en un encuentro de intelectuales en Sitges, dos décadas antes: “Ustedes tienen toda la razón del mundo en sus planteamientos y en lo que dicen, ¡pero a ver quién es el valiente de nosotros que tiene el coraje de decírselo a los nuestros!”. Ni teniendo nuestro apoyo como tuvieron en la investidura de Zapatero, ante un Rajoy jefe de la oposición, vi que nunca, nunca, nunca, llegaríamos a un acuerdo sólo por la simple vía del diálogo, porque ellos, además de la palabra, tenían y tienen la fuerza. Y estaban dispuestos a usarla. La misma tarde en que aparecía en el programa ‘Tengo una pregunta para usted’, en TVE, me llamó para que fuera consciente de la audiencia de la emisión y del morbo que provocaba mi presencia. Después de haber soltado el “Yo me llamo Josep Lluís aquí y en la China popular”, respondiendo a la intransigencia lingüística de buena parte del público, ya no me hizo ningún comentario posterior.

En 2010, un lunes por la mañana, a las ocho, recibí una llamada en mi móvil. Era el entonces Vicepresidente y ministro del Interior, Rubalcaba, como era conocido, sólo por el segundo apellido. Tres cooperantes habían sido secuestrados en Mauritania por Al Qaeda y él estaba a punto de comenzar una reunión sobre esta tema, con los servicios de inteligencia de otros tres estados: “Te llamo porque, acabo de leer el informe del CNI donde dicen que, a las cuatro semanas, ya hemos contactado con los secuestradores. Pero sigo leyendo que, a los quince días, quien ya había hablado era el gobierno catalán y he pensado que tú tendrías algo que ver”. Al confirmarle el contacto, me preguntó que cómo nos lo habíamos montado y le dije que sin diplomacia profesional, ni servicios de información, ni ejército de tierra, mar y aire, como sí tenían ellos. “¿Cómo, pues?”, insistió. “Si, hombre, a ti te lo contaré, ministro del Interior del Reino de España…”, concluí, sonriendo. El Estado asumió todo el protagonismo y nosotros nos apartamos, ante el peligro de que la solución se estropeara y nos cargaran el mochuelo.

La sorpresa ante la primera noticia del ictus ha preparado el camino para el impacto posterior de su muerte. Algunos factores, llegados todos a la vez, explican su mal resultado electoral, siendo él el líder del PSOE. Tras el descalabro en las elecciones, en 2014 abandonó oficialmente la política y volvió a la universidad, como profesor de química, si bien siempre procuró mantener su ascendencia en cuestiones de Estado, sin abandonar nunca su hablar pausado y sereno, aplicando la lógica a un discurso que pretendía convencer por la coherencia y la racionalidad, en un ámbito donde señorean tan poco como el buen gusto y el rigor. Pero no soy tan ingenuo como para no darme cuenta de que su pulcritud en las formas, sincera por su perfil cultural, era, al mismo tiempo, la envoltura de un posicionamiento absolutamente intransigente en cuanto a la intangibilidad territorial del Estado, es decir, el carácter innegociable, incuestionable e inmodificable de la unidad de España. A esto, está supeditado todo el resto de planteamientos ideológicos, dado que esto era lo esencial.

Era, sí, un hombre de Estado, de España, claro, por encima de toda otra consideración, con toda la herencia negativa y la carga represiva que esta condición conlleva, sobre todo si eres responsable de Interior. Ahora se ha explicado cómo, incluso al margen del PSOE, por razones de Estado, influyó para que el Parlamento de Cataluña no invistiese a Puigdemont como President, eso sí, con una colaboración catalana plural imprescindible. Y aquel 30 de enero de 2018 ya quedó claro que frenábamos y que había un giro en profundidad, aceptando las limitaciones impuestas a la soberanía del Parlamento y a la voluntad del electorado. Rubalcaba tenía claro que mantener la unidad de España tenía un coste ante la comunidad internacional, pero creía que había que estar dispuesto a pagarlo para impedir, como fuera, la independencia de Cataluña. Por eso la prensa española más ultra le dedica, ahora, la portada entera y le llueven los elogios de la España de siempre, de derechas y de izquierdas, como una especie de advertencia a Pedro Sánchez, para que no se aparte del camino recto.

Ahora, con su desaparición, recuerdo sólo los momentos de conversación privada e, incluso, de confidencia personal, sabiendo, él y yo, que nunca nos negaríamos la palabra ni el trato afable, pero que, a la hora de la verdad, seguiríamos siendo fieles a una lealtad superior. Él, al Estado español. Yo, a la nación catalana, completa.

EL MÓN