La frase del título no es mía, es de Gonzalo Boye, abogado del presidente Puigdemont, y define la vileza que cometió el Estado español a través de la Junta Electoral Central (JEC), intentando vetar la participación de tres personas consideradas desafectas al régimen en las elecciones europeas. Estamos hablando del presidente Puigdemont y los exconsejeros Toni Comin y Clara Ponsatí. En el momento en que escribo estas líneas aún se desconoce el resultado de la reunión de urgencia del Tribunal Supremo motivada por el pánico del Estado a un descrédito internacional mayúsculo. Pero toda rectificación a toro pasado, aparte del ridículo que conlleva, demostrará hasta qué punto es grave que España tuviera la pretensión de violar los fundamentos democráticos más básicos, como que todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario, y de violar, también, como evidencian los cuatro votos discrepantes de la JEC y el pronunciamiento a última hora de la Fiscalía Provincial de Madrid, los derechos políticos de estas personas a pesar que, en virtud de la Constitución española, “ningún español mayor de edad puede ser privado de ellos”. El boleto censal que los tres han recibido demuestra que el Estado no sólo los considera españoles, sino que los tiene incluidos en el censo. Dicho de otro modo: la inclusión en el censo no sólo da derecho a votar, también da derecho a formar parte de una lista electoral para ser elegido representante político si así lo quieren los electores. Estamos hablando, por tanto, de una violación flagrante de los derechos humanos.
Pero hablar de derechos humanos en el Estado español es como hablar de derechos humanos en Turquía. Ya hemos visto en qué lugar queda situada España en el reciente informe anual sobre la calidad judicial en Europa publicado por la Comisión Europea: cuarta por la cola, sólo por delante de Croacia, Eslovaquia y Bulgaria. El año pasado ocupaba el sexto lugar, también por la cola, y ahora ya está en caída libre. Pero le es absolutamente igual, porque es como aquellas empresas corruptas y carentes de escrúpulos que prefieren pagar las multas que les imponen por los ríos y mares que contaminan que tomar medidas que lo impidan. Por el negocio todo vale, y por la ‘unidad de España’ también. El fin, pues, justifica los medios.
Un hecho colateral muy ilustrativo de esta praxis lo vemos en el caso Sandro Rosell. Primero lo encierran dos años en prisión y después, incapaces de mantener la acusación, lo declaran inocente y lo sueltan. ¿Alguien ha visto a Florentino Pérez, presidente del Real Madrid -implicado en los terremotos de 2013 provocados por el proyecto Castor-, sentado ante algún tribunal y entrando a continuación en prisión? La conocida simbiosis entre los poderes del Estado y el Real Madrid lo hace imposible. Por otra parte, ¿cuál es uno de los iconos catalanas más odiados por el nacionalismo español? El F.C. Barcelona, naturalmente. Por eso cada copa que gana este club, percibido como extranjero, es vivido como una afrenta para la España eterna. Sólo hay que ver la cara de póquer y la sonrisa artificial del Borbón y de las autoridades que la rodean el día que deben felicitar al Barça como campeón. Pues bien, Sandro Rosell, además de ser presidente del Barça, cometió un crimen que el Régimen no le perdona: permitió que se mantuviera la decisión tomada por la junta de Joan Laporta de ceder el Camp Nou, como colegio electoral, en la consulta por la Independencia del 10 de abril de 2011. ¿y quién encarceló a Rosell y le denegó trece veces la libertad? La jueza Carmen Lamela, de la Audiencia Nacional, la misma que archivó la querella contra Florentino Pérez y cinco exministros.
Dice el artículo 121 de la Constitución española que “los daños causados por error judicial y los que sean consecuencia del funcionamiento anormal de la Administración de Justicia, darán derecho a una indemnización a cargo del Estado de acuerdo con la ley”. Muy bien. Huelga decir que los abogados de Sandro Rosell recurrirán. También lo harán los presos políticos catalanes y vascos cuando lleguen las sentencias del Tribunal de Derechos Humanos contra España. Lo harán Carme Forcadell, Jordi Sánchez, Jordi Cuixart, Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Dolors Bassa, Raül Romeva, Jordi Turull, Josep Rull, y lo harán los jóvenes de Altsasu. ¿Pero qué dinero compensa el malvado robo de unos años de vida como el que están sufriendo estas personas? ¿Cuál de ellas aceptaría permanecer dos, cuatro, ocho, doce o veinte años en una celda a cambio de dinero? Hay cosas, en la vida, que no se pagan con dinero, y es la vida en sí misma. Cuando un juez xenófobo se sirve del cargo para satisfacer su odio y esposar a sus adversarios ideológicos, no sólo debería ser expulsado de la profesión, también debería ser condenado a los mismos años de prisión que él ha robado a las personas que odia.
Pasa lo mismo con la pretensión española de impedir la candidatura a las elecciones europeas del president Puigdemont y de los exconsejeros Comin y Ponsatí en la lista “Libres para Europa”. Esta operación del Estado es fruto de la rabia que le ha provocado el triunfo espléndido del independentismo catalán en las últimas elecciones, con medio millón de votos más, y es obvio que las carreras en el último minuto obedecen a presiones europeas ante la comisión de un delito que podría conllevar una impugnación de las elecciones, además, claro, de una reprobación del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Que nadie piense, sin embargo, que esto hará cambiar la praxis habitual del Estado español en su constante vulneración de derechos fundamentales, que es la misma que la del perro bribón: por más que regañes por haberse comido el bistec, él sabe que el bistec no volverá a tu plato. Juez Llarena, Jueza Lamela, JEC, Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional…, todo es lo mismo. Todo se resume en dos palabras: Estado español. La Turquía de la Unión Europea.
EL MÓN