El nacionalismo como recurso de los ineptos

‘Hay algo de terrible en el sagrado amor por la patria. Es tan exclusivo como para sacrificar al mismo todo el interés público, sin compasión, sin miedo, sin respeto por la humanidad’. Esta frase (que la podrían firmar los jueces del Tribunal Supremo, los fiscales, los policías y guardias civiles que han desfilado en calidad de testigos, los torturadores que los comandaban aquel primero de octubre, los periodistas y tertulianos que cada día ofenden la verdad hasta extremos insoportables, los políticos que, enfangados en una corrupción sin precedentes, hacen virtud de su inhumanidad, y el pueblo ignorante que festeja el linchamiento y ejecución en efigie de un ‘huido’ de esta ‘justicia’) tiene en realidad -¿quién lo habría dicho?- un origen revolucionario. La frase es de Louis Antoine Léon de Saint-Just. Y es la proclama más radical y esencial del nacionalismo.

El entramado de pasiones y de intereses que responde al nombre de España, vieja carcasa con el mascarón de proa de una dinastía que, en su país de origen, Saint-Just y los otros jacobinos decapitaron para fundar la patria ‘de todos los franceses’, ahora es un atavismo en el corazón del Estado. El Estado español no es, en el fondo de su idea colectiva, nada más que la institucionalización de una ideología que confunde la libertad con el cercenamiento de todo aquello que sobresale y que toma la fraternidad por complicidad en el crimen. España, más que ningún otro país occidental, incluida la misma Francia, despliega una política fundada en los principios, incapaz de entender la política como negociación, pacto y respeto por los compromisos. Da igual que el principio sea en ocasiones la religión, la lengua, la monarquía, la unidad, o la constitución; lo que hace de ello un principio es la intransigencia. La que en el pacto ve siempre una traición. Es sobre todo por eso por lo que España representa el nacionalismo en estado puro. No importa que sus políticos se quiten el concepto de encima disfrazándolo de constitucionalismo y lo apliquen mecánicamente -es decir estúpidamente- a todos que les recuerdan la importancia de los tratados, de las leyes privativas, como los estatutos de autonomía (a los que ellos llaman privilegios) y de los derechos arraigados. No importa, porque nacionalismo no es luchar por imperativo moral y responsabilidad social para escaparse de un Estado dispuesto a inmolar todo a su idea, sino violentar la conciencia en nombre de una legalidad que no es nada más que la expresión de la voluntad fanatizada por tal idea. Nacionalismo es impedir a cualquier precio la resolución de las reivindicaciones en conflicto. Esta idea de soberanía como voluntad desenfrenada resume toda la virtud y toda la justicia de que son capaces políticamente los españoles. Con independencia de la forma de gobierno, el nacionalismo los aboca al Estado absoluto, aquel que, celoso como una divinidad primitiva, truena ‘la venganza es mía’ en vista de cualquier desviación en el amor que considera que le es debido.

En España esta doctrina no tiene competidores ideológicos, pues el socialismo es sólo un nombre sin correlación con cualquier realidad concreta. Y es absurdo creer que representa una alternativa y un freno a la deriva sacrificial de la derecha. En París, el terror era de izquierdas. El retorno de la sociedad española a su centro de gravedad totalitario era cuestión de tiempo y hacía mucho que se preparaba. Tanto o más justificado que atribuir el crecimiento de la extrema derecha al independentismo es afirmar que éste es su consecuencia. El rebrote del franquismo era previsible, porque si la transición fue una salvación ‘in extremis’ de ese régimen mediante concesiones que a muchos les parecían excesivas, una vez obtenido el efecto deseado, podía cerrarse gradualmente la válvula reguladora y dejar que el Estado volviera a caer dentro de su órbita secular.

En el siglo XIX España había incorporado sólo de manera parcial el nacionalismo revolucionario europeo. Es por ello que el franquismo aún tuvo que apoyarse en el catolicismo y que la Falange tuvo que unirse si les agrada a la fuerza con el carlismo navarro, que tenía el lema escasamente revolucionario de ‘Dios, Patria y Rey’. También es por eso por lo que España pudo prescindir de la democracia excepto en probaturas tan breves como malogradas. El nacionalismo en el sentido pleno de la palabra, o sea como soberanía nacional, España lo incorporó tarde a su imaginario, y aún con un continuismo marcado, como se comprueba con la persistencia de unas formas rígidas en la administración y de un respeto supersticioso por la realeza y la aristocracia entre las clases populares. El nacionalismo, visible y llamativo sobre todo en políticos de la izquierda como Felipe González, era un barniz de postmodernidad parecido al que por aquellas mismas fechas hacía pasar la movida por una revolución cultural. O lo que permitía a Almodóvar reciclar la España cañí (toreros, boleros, colores llamativos, estética de campo) para españolizar el melodrama adaptado del cine americano. Tanto en estética como en política, España se reinventaba haciendo valer la excepcionalidad de su arcaísmo (el ‘Spain is different’ de Fraga Iribarne). Esta y no otra era la función de la soberanía popular, el estado de derecho, el patriotismo constitucional y todas estas historias tamizadas por un nacionalismo desorbitado que ya no tenía recorrido en Europa. De repente España quería ser europea y aplicaba en política una receta europea… del siglo XVIII, cuando ya nadie en Europa, salvo grupos muy marginales, habría rubricado la entrega total a la nación que reclamaban Saint-Just, Robespierre, Danton y todos lo demás.

Pero he aquí que España, convertida en miembro de pleno derecho de una comunidad transnacional a condición de renunciar a aspectos clave de la soberanía, acaba generando el escándalo de muchas y variadas maneras. Agrediendo al pueblo catalán a pie de urna con violencia nunca vista en ningún Estado democrático. Alentando y casi encargando la actuación no tan espontánea de la ultraderecha. Deponiendo y encarcelando a los miembros de un gobierno electo. Cursando y revocando a capricho órdenes de extradición que no se sostienen. Tratando primero de influir en el tribunal de otro Estado donde la justicia es realmente independiente y después fustigándolo. Operando de manera ilegal con la policía fuera de las fronteras. Decretando prisión provisional sin ningún criterio plausible. Secuestrando los derechos políticos de presos y exiliados. Vulnerando gravemente la libertad de expresión. Poniendo en marcha un macrojuicio de carácter político con exclusión de pruebas y testigos y limitando groseramente la actuación de la defensa. Programando el perjurio. Y demostrando repetidamente que, a pesar de los tratados, acuerdos y declaraciones pomposamente firmados y ratificados, España no reconoce autoridad a los derechos universales cuando contravienen su idea. Y rubricando esto con la amenaza de abandonar la Unión Europea antes de ceder en el asunto de Cataluña.

Gane quien gane hoy, las elecciones no habrán cambiado nada fundamental en este panorama. Si el jacobinismo de derecha se impone, el terror estará servido. Si gobierna el socialismo, con la muleta de Podemos o sin, la receta no cambiará mucho respecto del muñón de la legislatura pasada. El aterrado Sánchez no se enfrentará al monstruo que el PSOE ha alimentado desde su primera legislatura y que, instalado también en el mismo partido, le exige sacrificios cada vez más cruentos para apaciguar los celos de una España que, como la criatura de Víctor Frankenstein, se rebela contra su creador. El experimento de insertar un cerebro democrático en un cuerpo tiránico no podía terminar bien. Grueso y torpe, el cuerpo heredado del franquismo no tenía los reflejos democráticos que reclamaba una transición verdadera. Y a fuerza de olvido y de abandono el cerebro se ha ido encogiendo. Hasta que Sánchez, dirigente sin ideas, carisma, programa ni creencias, representante del puro oportunismo en la mediocridad que es por ahora la política española, ha acabado encontrando la fórmula para entusiasmar a las masas al final de la campaña: ‘yo apliqué el 155’. Sin compasión, sin miedo, sin respeto por la humanidad.

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