Hay dos maneras de ver la publicidad. Una, como la forma de coacción sutil e incluso amable de nuestros comportamientos y decisiones de compra. La otra, como la expresión de la sensibilidad de una época o, como se diría en la tradición cristiana, como una muestra de los signos de los tiempos. Una mirada no niega la otra, pero la que me interesa ahora es la segunda. Y es que los buenos publicistas, para captar adecuadamente la atención del público al que se dirigen, lo han de conocer bien. Estudian a fondo cómo vive el destinatario, qué hace, qué piensa, qué siente, qué desea, cómo habla… y cómo le funciona el cerebro a la hora de tomar decisiones. La pregunta que hay que responder es, por tanto, ¿qué dice de nosotros la publicidad actual, de nuestras vidas, de nuestras aspiraciones, de nuestro mundo?
Sin querer hacer una historia exhaustiva, ‘grosso modo’, se puede decir que hubo un tiempo en que la publicidad, fundamentalmente, anunciaba nuevos objetos y explicaba su funcionalidad. Tal cosa servía para resolver tal necesidad… o para crearla. Si necesitabas una cazuela, te presentaban una que duraba mucho. Y si se empezaba a generalizar la nevera, te explicaban sus ventajas. Aún queda publicidad de este tipo, pero poca.
Más adelante, sin embargo, más que satisfacer -o inventar- necesidades, la publicidad se ha dedicado a vender “experiencias” y “sentimientos”. Ya no te presenta un automóvil para desplazarte, sino que te ofrece la experiencia de conducir. Por no hablar de toda la publicidad de perfumes, cuyos aromas te habrían de transportar a mundos oníricos de seducción sofisticada. Roland Barthes, en ‘Mythologies’ -publicado en 2017 en catalán por Ático de los Libros (*)- ya nos había enseñado a ver este trasfondo mitológico de los objetos de consumo. Desde los más emblemáticos a los más triviales. De aquel nuevo Citroën DS19, que el pueblo lo hacía suyo como lo había hecho con las grandes catedrales góticas, pasando por el Tour de Francia vivido como epopeya moderna con una auténtica geografía homérica, y hasta el bistec con patatas fritas, expresión de una etnia francesa, signo alimentario de la francesidad. No es extraño que en Estados Unidos, la protesta contra Francia por no participar en la invasión de Irak se expresara con un boicot a las ‘french fries’, sustituyéndolas en los menús de los restaurantes ¡para hacer unas ‘freedom fries’!
Sin embargo, a la publicidad actual ya no le basta con ofrecer experiencias descubriendo las dimensiones mitológicas de los objetos de consumo. Ahora es la filosofía de la autoayuda la que ha asaltado el mundo de la publicidad. Todo, con el apoyo de aquella psicología que según Eva Illouz y Edgar Cabanes ha dado lugar a una ‘felicicracia’, es decir, a un mundo donde “la industria de la felicidad ha tomado el control de nuestras vidas” (‘Happycratie’, Premier Parallel, 2018). Una felicidad inocente representada en la publicidad por un Paraíso Original doméstico donde todo el mundo baila frenéticamente porque has encontrado el piso que buscabas o porque tienes una cuenta corriente con la que todo son ventajas.
En su último estadio, sin embargo, la publicidad se ha puesto a moralizar. Ahora nos quiere vender “valores”. Muchos de los anuncios actuales recurren a unas voces aterciopeladas que, susurrando sobre músicas ‘new age’, nos quieren llevar a la sobriedad monacal de unas imágenes en blanco y negro, a la oscuridad íntima del plató confesionario. O nos pasean por los paisajes “naturales” donde se respira una supuesta inocencia primigenia, sin pecado -quiero decir, sin contaminación-, para catequizarnos en las nuevas doctrinas de la sostenibilidad. No es extraño que la banca -la institución más negativamente valorada en todas las encuestas, junto a la monarquía-, recurra a ello o que allí busquen expiación las multinacionales energéticas más directamente asociadas al cambio climático. Sí: el moralismo, como siempre, sirve para disimular una carencia. La del anunciante primero, y tal vez la nuestra.
(*) Barthes, Roland. Mitologías. Editorial Siglo XXI.
LA REPUBLICA.CAT
https://www.lrp.cat/opinio/article/1530081-som-com-la-publicitat-que-veiem.html