Juntos

Miren la parejita de la foto, proyecten esa pareja al futuro y sobreimprímanle estas frases: “Acabas de cumplir ochenta y dos años. Has encogido seis centímetros, sólo pesas cuarenta y cinco kilos, pero sigues siendo bella, elegante, deseable. Hace cincuenta y nueve años que vivimos juntos y te escribo para comprender lo que he vivido, lo que hemos vivido juntos, porque te amo más que nunca”.

Ahora imaginen que esas frases son el comienzo de una carta de un hombre a una mujer, una carta de cien páginas que él va ir escribiendo noche a noche, en el curso del año siguiente, mientras ella duerme en el cuarto de arriba de una casita rodeada de árboles, en las afueras de un pueblito del norte francés llamado Vosnon. Doce meses después, la policía local hará el trayecto desde el pueblo hasta allí, alertada por una nota pegada en la puerta de la casa: “Prévenir à la Gendarmerie”. La puerta estará abierta. En la cama matrimonial del cuarto de arriba yacerán en paz André Gorz y su esposa Dorine. A un costado, unas líneas escritas a mano, dirigidas a la alcaldesa del pueblo: “Querida amiga, siempre supimos que queríamos terminar nuestras vidas juntos. Perdona la ingrata tarea que te hemos dejado”.

Poco antes, Gorz había terminado de escribir aquella larga carta a su esposa Dorine y se la había enviado a su editor de siempre, quien la publicó en forma de libro con el título Carta a D (Historia de un amor). En la última página de esa larga carta dice Gorz: “Por las noches veo la silueta de un hombre que camina detrás de una carroza fúnebre en una carretera vacía, por un paisaje desierto. No quiero asistir a tu incineración, no quiero recibir un frasco con tus cenizas. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”.

Dorine era inglesa. Estaba de visita en Suiza con un grupo de teatro vocacional, en el año 1947, cuando le presentaron en una fiesta a André Gorz. Es austríaco, le dijeron, es judío, le dijeron, no tiene un céntimo y escribe, carece por completo de interés. Así se lo describieron formulariamente, cuando ella preguntó quién era. Dorine tenía un pretendiente en Inglaterra, que esperaba su regreso para casarse con ella. Pero después de aquella fiesta, Dorine cambió drásticamente de planes: en lugar de volver obedientemente a su patria se subió en un tren rumbo a París con Gorz. Porque a su lado sintió por primera vez en su vida que pensaba, que sabía pensar, que su cabecita funcionaba a la perfección junto a la de aquel judío austríaco sin trabajo y sin dinero.

No era una ciudad fácil París en 1947: Dorine trabajó de modelo vivo, recogió papel usado para vender por kilo y fue lazarilla de una británica que se estaba quedando ciega, mientras Gorz escribía en una buhardilla. Gorz hacía un relevamiento semanal de toda la prensa europea para una agencia. Dejaba la vida en esos informes, no los veía como trabajo sino como excusa perfecta para desarrollar su misión, es decir entender su época. Por esos informes precisos, potentes, brillantes, atentos a todo, Sartre le ofreció a Gorz la jefatura de redacción de la revista Temps Modernes. Intoxicado de ambición y anfetaminas, Gorz desdobló sus horas en el escritorio: además de hacer la revista se puso a escribir una novela que pretendía ser un magno retrato y reflexión sobre su tiempo. El traidor se llamaba, y llevaba al paroxismo ese mirarse el ombligo sin pausa de los existencialistas franceses (“En tanto individuo particular, él no veía relevancia alguna en que alguien se le uniera como individuo particular. No hay relevancia filosófica alguna en la pregunta Por Qué Se Ama”).

En todos sus libros posteriores, Gorz es el exacto opuesto de esa voz: nunca impostó, nunca se puso en primer plano, nunca se miró el ombligo al teorizar. Nunca escribió otra novela tampoco. Alguna gente lo considera el padre de la ecología política. Vaya a saberse qué significará eso dentro de unos años más de posverdad. Pero aun si la obra de Gorz termina siendo con el tiempo apenas una nota al pie de su época, será porque fue de los poquísimos intelectuales franceses de su tiempo (el que va de la guerra fría a la caída del Muro de Berlín) que no cayó en ninguna de las trampas de la inteligencia, según su propia definición. Ésa fue su virtud, y con los años descubrió que se la debía a Dorine.

En aquella carta postrera, Gorz le dice: “Nuestra relación se convirtió en el filtro por el que pasaba mi relación con la realidad. Por momentos necesité más de tu juicio que del mío”. No fue el único en valorarla de esa manera. Sartre, Marcuse e Iván Illich se enamoraron de ella en distintas épocas. Pero ella prefería a Gorz. Lucky bastard, dirían en inglés.

Cuando ambos acababan de cumplir los cuarenta, Dorine descubrió que había contraído una enfermedad incurable por culpa de una sustancia que le habían inyectado para hacerle radiografías. El pronóstico era negro y la medicina se lavó las manos del caso, así que Dorine encaró por las suyas una cadena de correspondencia con otros aquejados del mismo mal. La información recopilada así no sólo le dio décadas de sobrevida a ella sino que inspiró a Gorz los rudimentos esenciales de aquello que llamaría “ecología política”: ese lugar donde se tocan el pensamiento de Sartre con el de Marcuse y el de Iván Illich y el de Foucault.

Casi veinte años más tarde, Gorz decidió abandonar su puesto al timón en Temps Modernes para dedicarse jornada completa a Dorine. En lugar de ir y venir de París se instaló en aquella casa de las afueras de Vosnon y se dedicó a hacer la misma vida que su esposa. O, mejor dicho, a hacer para ella las cosas que Dorine ya no podía hacer: “Labro tu huerto. Tú me señalas desde la ventana del cuarto de arriba en qué dirección seguir, dónde hace falta más trabajo”.

El suicide-à-deux de Gorz y Dorine tiene dos antecedentes sobre los cuales han corrido ríos de tinta: el de Stefan Zweig y el de Arthur Koestler. Zweig bebió y dio de beber a su joven segunda esposa un frasco de barbitúricos diluido en limonada en un hotel de Petrópolis, cuando llegó a la conclusión de que ni siquiera en Brasil estarían a salvo de los nazis. Koestler hizo lo propio junto a su esposa de siempre (y su perro de siempre también), en su casa de Londres, huyendo del Parkinson que lo estaba devorando. En ambos casos hubo nota suicida. En ambos casos el rol de la mujer es tristemente pasivo. En ambos casos hay una atmósfera opresiva y amarga que la última escena de Gorz y Dorine logra evitar casi por completo.

En aquella carta postrera, Gorz le hacía una tremenda confesión a su esposa: “Durante años, consideré una debilidad el apego que me manifestabas. Como dice Kafka en sus diarios, mi amor por ti no se amaba. Me diste todo para ayudarme a ser yo mismo y así te pagué”. Gorz había visto una vez a Dorine rematar con toda naturalidad una discusión que estaba teniendo con Simone de Beauvoir con la frase: “Amar a un escritor es amar lo que escribe”. Y sintió vergüenza. Aunque él mismo le había prometido a Dorine, al final de aquella fiesta, la noche en que se conocieron, en Suiza: “Seremos lo que haremos juntos”.

La bravata se hizo cabal realidad la noche en que Gorz terminó de escribir aquella carta y subió por última vez aquellas escaleras y se acostó para siempre en aquella cama, junto a la mujer con la que había compartido, día tras día, sesenta años seguidos. “Afuera es de noche. Estoy tan atento a tu presencia como en nuestros comienzos. Espío tu respiración, mi mano te acaricia. En el caso de tener una segunda vida, ojalá la pasemos juntos”.

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