En Israel, más que en cualquier otro lugar del planeta, uno se da cuenta de la importancia de los que el historiador Pierre Nora llamó ‘lugares de memoria’. Masada, la fortaleza que el rey Herodes hizo construir hacia el año 31 aC en el desierto de Judea, es uno de los principales lugares de la memoria nacional judía. A pesar de ser de difícil acceso, Masada fue expugnada por los romanos en el año 73 de la era cristiana. El historiador Josephus Flavius explica que, ante la inminente toma del reducto por la décima legión, los judíos que se habían refugiado allí a raíz de la destrucción del segundo templo, cometieron un suicidio colectivo. Dice que murieron 960 hombres, mujeres y niños. A efectos de la mitología nacional, no importa que los arqueólogos sólo hayan encontrado los restos de veintiocho personas. La impresionante mole ante Mar Muerto es sin embargo el símbolo de una opción sacrificial que ponía los cimientos de un nuevo Estado en el confín de la diáspora que comenzó un siglo más tarde.
Los catalanes tenemos una memoria mucho más corta y bastante más débil. No prestamos atención a nuestros lugares de memoria, seguramente porque nos ha sido disputada. A diferencia del pueblo judío, hemos perdido la fe en nuestra identidad, hasta el punto de convertir el adjetivo ‘identitario’ en un insulto. Un síntoma de esta reticencia a la autoafirmación es que el lenguaje popular haya convertido la fidelidad a las raíces culturales en una manía. ‘Ser de la ceba’ (literalmente: ‘Ser de la cebolla’) designa, casi denuncia, una fijación. Sea como sea, el 11 de septiembre recordamos nuestra Masada particular. La defensa de Barcelona contra el asedio borbónico fue de un heroísmo sin igual en la Europa del siglo XVIII. En contra de lo que afirman algunos burlones, el 11 de septiembre no celebramos una derrota, sino que honramos la lucha por la libertad hasta las últimas consecuencias. Mientras los castellanos se disponían a aniquilar las instituciones catalanas, haciéndolo visible con el derribo del barrio de la Ribera, los defensores ponían con sus cuerpos las bases de la futura resistencia. Digo resistencia y no resiliencia, palabra que desde hace un tiempo chirría en boca de todos. ‘Resiliencia’ traduce la palabra que en inglés designa la capacidad de los materiales para recuperar su forma. Es pues sinónimo de elasticidad, pero este término corriente parece que comunique menos erudición que un neologismo importado del otro lado del Atlántico. Tras guerras perdidas y dictaduras genocidas, es innegable que los catalanes demuestran una notable capacidad de recuperación. Pero tampoco hay que exagerar. Las recuperaciones siempre han sido lentas, y la flexibilidad a menudo se ha convertido en ductilidad. El catalán se adapta fácilmente a los dioses ajenos y a los modos del opresor; el ‘botiflerismo’ (*) patrio nunca decepciona.
Hace años que tuve una conversación sobre los lugares de memoria de Barcelona con un conocido antropólogo. ‘Todos lo son -me dijo-, todo es lugar de memoria’. ‘Cuando cada rincón es un lugar de memoria, ninguno lo es de verdad’, le respondí. No vamos por la vida evocando la historia en cada esquina. También están los ‘no lugares’, como bautizó Marc Augé los lugares donde la memoria no puede echar raíces. Son o generan una especie de desierto relacional. Y de estos en Barcelona hay un cúmulo. Barcelona esconde su historia, por pudor, por miedo, por pusilanimidad, por codicia, por frivolidad o por insensatez, no importa. Por eso, porque la memoria es tan débil y tan disputable, hay personas y partidos capaces de negar los hechos históricos, deformarlos, esconderlos, sosteniendo con rostro inexpresivo lo que saben que no es verdad. No es necesario recordar ahora la ofensiva de la Real Academia de la Historia contra los libros de texto catalanes; ni el ataque preventivo de varios ministros españoles a la conferencia del tricentenario de la guerra de Sucesión; ni la trifulca, librada en los diarios de Barcelona, contra la monumentalización de las excavaciones del Born, aquellas ‘piedras’ que en nombre de la cultura intelectuales de la órbita socialista pretendían enterrar bajo una capa de cemento salpicada de libros; o, más recientemente, la cruzada de Ada Colau para arrebatar al ‘nacionalismo’ la concreción de la memoria histórica y convertir el Born en un espacio de memoria genérica, contraprogramándolo con una instalación filofranquista, o paródico-franquista (tanto da), de triste memoria.
¿Se habrían atrevido a desvirtuar un memorial judío? ¿Uno islámico? Los eurodiputados españoles, ¿atentan contra la estatua de los condes de Egmont y de Horn en la plaza ‘Kleine Zavel’ de Bruselas, o se echan las manos a la cabeza por la placa que en la ‘Grande Place’ de la misma ciudad recuerda su decapitación por orden del duque de Alba? Aquellos nobles al servicio del emperador fueron ajusticiados por haber protestado contra la introducción de la Inquisición en los Países Bajos. Como quien dice, por haber puesto lazos amarillos. ¿Qué político español se atreve a disputar la memoria de los protestantes quemados por el Santo Oficio en ese mismo lugar? ¿Quién tiene la cara de exigir al gobierno belga la neutralidad del espacio público? La pregunta es retórica, pero la respuesta no lo es tanto. No se atreven, a pesar de los esfuerzos tan reiterados como inútiles de negar la leyenda negra, porque allí la represión llevó a la revuelta, y la revuelta llevó a la liberación de lo que, en un proceso similar por completo al de Cataluña, los castellanos llamaban ‘Flandes español’. Ni más ni menos de como hoy hablan de Cataluña el señor Rivera y los tercios del 155.
Pero la historia es la que es. Y si en Masada no se han encontrado más que unos pocas despojos, en el Fossar de les Moreres se enterraron cientos de catalanes a lo largo de un asedio que no era de ningún modo el último episodio de una guerra civil entre catalanes, pues en todas las guerras imperiales hay partidarios del poder (si no hubieran sido ajusticiados, Egmont y Horn habrían pasado por traidores a Flandes). La guerra de Sucesión fue una guerra europea, que en los países de la Corona de Aragón tomó el aspecto de asimilación y de resistencia a una dinastía centralizadora. Esta resistencia es lo que recordamos activamente, iba a decir eucarísticamente, cada 11 de septiembre con el rencor de los herederos de las tropas borbónicas. Y con razón, porque para ellos ‘piedras’ y memoria son el dedo acusador no de un capítulo de la historia sino de sus efectos continuados en el presente.
Pero este año la Diada se duplica con la memoria anticipada de otro cumpleaños, el del primero de octubre, que seguro que ganará significación y fuerza predictiva de año en año. Y es por este motivo por el que España desplegará su policía, enviada para la ocasión, en reivindicación de su memoria represiva. Los seiscientos policías ‘nacionales’ sobrevenidos y los trescientos guardias civiles retenidos en Cataluña serán para recordar el aniversario del acoso a las urnas, pero también, sean conscientes o no de ello, en memoria del 11 de septiembre de 1714, primer acto de todas las represiones posteriores. Que éste es el propósito de los aparatos del Estado español lo demuestra la invocación estos días del artículo 155. Este artículo reinventado ‘ad hoc’ es un mero formalismo para la toma con violencia (política, judicial, policial, y si conviniera también militar) de las instituciones catalanas y la derogación de las libertades, desde la representación política a la libertad de expresión, de comercio y de cátedra .
El Estado es una máquina de creación de desmemoria, de borrado de los lugares, de desacralización de los espacios sacrificiales de los pueblos sujetos. La persecución del amarillo nos torna a los hechos posteriores a la caída de Barcelona en 1714. La represión del lazo vincula pues generaciones de catalanes en la distancia de tres siglos y da consistencia histórica a la reivindicación actual. De ahí también la reclamación unionista de un espacio neutro, es decir, desmemoriado. Porque la memoria deslegitima su dominación, no soportan los actos conmemorativos de esta memoria, pero excluyéndolos revelan la naturaleza de su relación con la historia. De los romanos no se sabe que negaran nunca la destrucción de Masada ni el carácter político de los presos y esclavos hechos durante las guerras en la ‘Judea romana’ entre el año 70 y el 136, cuando la derrota de la rebelión de Bar Kokehbà y las expediciones punitivas posteriores provocaron el inicio de la diáspora y la transformación del nacionalismo judío en una religión de la memoria y una voluntad de restitución capaz de atravesar los milenios.
(*) “Botifler”, se utiliza como equivalente de “traidor” (https://es.wikipedia.org/wiki/Botifler)
VILAWEB