A los de más abajo del Llobregat nos llaman la ‘Cataluña Nueva’. Las razones son tan relativas como si nos autoafirmáramos más antiguos apelando al derecho romano y la capitalidad de Tárraco aprovechada como sede primada. Vete a saber si en desagravio convenido una unidad de éxito basándose en la historia: el mundo casteller mide ‘el castells’ (los castillos) por el lugar que ocupan.
Calibrando, pues, con cuidado, se puede mirar el presente con la visión alta y larga de los doses. Pero, ¿cuál es la percepción presente de lo que seguramente pasará a la historia? Es indudable que el Proceso tendrá un capítulo, y no le faltarán referencias en la cantidad de literatura que se está empleando en ello. Tanta, que los futuros académicos necesitarán desbrozar los hechos tangibles y contrastados de las propagandas favorables y adversas que ensucian el periodismo.
Este octubre hará cuarenta y cinco años de la caída de los 113 de la Asamblea de Cataluña, una detención coral apta para los concursos castellers contra la dictadura. Recuerdo aquel domingo y el operativo clandestino para que se difundiera como se las gastó Franco hasta finales de sus días. Pero en medio de la inquietud, no me daba la sensación de que se estuviera haciendo historia. Sí que la tenía cuando se hilvana la Transición, para pasar del nombre común al propio, como ya le está pasando al Proceso, que puede admitir la mayúscula, como la Renaixença, pongamos por caso.
En este paralelismo, un primer debate: ¿cuántas versiones del Proceso habrá? Supongo que en función del resultado final, de si se resuelve en República independiente con estado propio o libre asociado, si vuelve la provincia vencida y subyugada de 1714 y 1939, o si ponen medias suelas y tacones a una autonomía ahogada, dejándola en peores condiciones de presión y temperatura que las que teníamos antes de arriesgarnos a hipotecar el presente en nombre de un futurible.
Veremos cómo irá esto que ahora llaman ‘el relato’. El de la Transición ha pasado de la beatificación al anatema. Dejo de lado lo que ya saben de los elogios disparatados del ‘modélico’ cambio de régimen. Del actual ‘rescriptum’ de una parte de la historiografía independentista, me gustaría ver si aguanta que el Régimen del 78 fuera una continuación de la dictadura; que la amnistía se vea sin contemplar ni un mínimo de voluntad de reconciliación, sólo como una claudicación para salvar franquistas. Y cómo se salda el intento de ocultar el protagonismo de los comunistas en la lucha más arriesgada y de coste humano más elevado, y apropiarse de su patrimonio partiendo del hecho evidente de que aquellos comunistas eran republicanos. Calificándolos de republicanos, se ahorran el PSUC y el republicanismo recién llegado se carga de épica. No el de ERC, que ya la tenía.
Desde la parcela de la estrella que la trascendencia -admito igualmente la mayúscula- me depare, también me da curiosidad saber si Jordi Pujol pasará a la historia por su legado en la construcción del país, o si se lo taparán las corruptelas domésticas. Imagino que, cuando se hagan licuables esos beneficiarios suyos que lo quieren borrar del mapa por miedo de salir escaldados de una corrupción institucional sistémica, todavía podría quedar como lo más parecido a un estadista conservador inglés doblado al catalán en una peli en Tres -D. ¿Y de Artur Mas? ¿Qué dirá la historia de la maniobra del navegante que ha quitado anclas de las aguas planas para aproarse en la galerna?
En la otra orilla, ¿qué dirá la historia de Ciudadanos? ¿Pasarán como una versión más de los populismos emergentes, como un todavía no se sabe qué de formato Trump, Macron, Salvini? ¿La historia los calificará de fascistas? Tal vez un congreso universitario deberá averiguar si el fascismo puede ser una idea y un activismo, aunque no se haya desplegado en un poder terrible y omnímodo; es decir, que Falange Española habría sido igualmente fascista si su golpe de estado no hubiera triunfado. Primo de Rivera fue diputado en un Parlamento democrático, incluso de reconocida valía intelectual y oratoria.
Del juez Llarena lo más probable es que no se hable. Por lo menos, si no se complican las cosas, y ateniéndose a precedentes de magistrados que han juzgado o instruido causas políticas: pasan a la historia los que se han sentado en sus bancos de los acusados, rara vez ellos. Nadie recuerda el juez de los 113 de la Asamblea. Ni el que enchironó al gobierno de la Generalitat en 1934. En fin, ¿cuántos saben cómo se llamaba el juez que envió a Mandela a Robben Island?
En el ‘castell’ reforzado, de la altura de un campanario, que sea el primero de la historia a llegar a una estrella -el de mi casita con huerto mirando la tierra desde la inversión de la metafísica y el presentismo (‘in memoriam’ Fontana)-, lo que me parece que irá a más es la valoración cariñosa de Pasqual Maragall como un político honesto que mejoró la calidad de vida de su generación: una Barcelona que se abrió al mar y a los ciudadanos, un país puesto en el mapamundi para unos Juegos Olímpicos, y un gobierno de entendimiento capaz de consensuar un Estatuto confederal que, si España lo hubiera entendido y respetado, nos habría evitado muchos dolores de cabeza.
ARA