La idea de Europa, Marina Garcés contra Michel Houellebecq

No hay nada más europeo que lamentar la decadencia de Europa. No es una característica trivial: en ‘La idea de Europa’ (Arcadia), George Steiner identifica cuatro rasgos esenciales que nos definen como europeos: los cafés, que a diferencia de los pubs ingleses, o los bares americanos, son lugares adecuados para pensar, leer y escribir sin tener que beber alcohol ni escuchar música atronadora, los nombres de las calles, que hacen presente el peso de la historia europea en cada paseo, la doble tradición intelectual de Grecia y el cristianismo, siempre en tensión entre la razón y la fe y, finalmente, “un exceso de conciencia escatológica”, es decir, la sensación de que el apocalipsis es inminente. Por si no había sido suficiente con la crisis económica o el Brexit, la crisis migratoria vuelve a ponernos el fin de Europa delante de las narices. ¿Podemos darle la vuelta al sentimiento de decadencia europeo?

Como saben los profesionales de la autoayuda, la felicidad siempre es igual a expectativas menos realidad. Nietzsche lo explica más sofisticadamente y nos dice que, para que aparezca el nihilismo, que es la disposición existencial del decadente, deben pasar tres cosas: el nihilismo comienza cuando se asigna un orden providencial a la historia y, un buen día, descubrimos que este destino no existe. En segundo lugar, el vacío se magnifica cuando el mundo y su desarrollo se conciben como un mecanismo de relojería totalizador en el que cada parte ocupa un rol predeterminado. Es lo que “los mercados” o la Troika hacen cuando dicen “no hay alternativa”, aniquilando la libertad de pensamiento y de acción políticas que nos hacen humanos en nombre de una racionalidad falsamente neutral. De este modo, llegamos al final: la pérdida de fe en los valores y en la verdad misma. La ironía es que la idea de Europa es víctima de su propia lógica, que fija unos estándares tan elevados que no tiene más remedio que generar descontento.

Así pues, si Europa nace gracias a la fe en el progreso y la salvación del futuro (cristianismo) y la creencia en que hay un orden racional en el mundo que se puede universalizar (Grecia), pero la historia del siglo XX nos enseña cómo ambas pueden degenerar en los monstruos del imperialismo y el fascismo, ¿significa que Europa es una mala idea? Marina Garcés, en su ensayo ‘Distancias proximas. Libertad y universalidad en un mundo común’, dentro de la excelente recopilación ‘¿Dónde vas, Europa?’ (Herder) al cuidado de Miquel Seguró y Daniel Innerarity, se pregunta si “el único destino posible de la filosofía occidental y su vocación universalista es colonizar las otras formas de pensamiento, ¿o hay, en la partición fundacional de la identidad europea, una grieta desde donde aprender y recibir experiencias de sentido que se perdieron en ella?”.

Garcés expone las dos soluciones más conocidas ante el dilema, obviamente insuficientes, e intenta esbozar una propia. La primera salida es la de la alteridad radical, que considera que las diferentes visiones del mundo son inconmensurables entre sí, espacios cerrados frutos de historias respectivas que ya no pueden dialogar. La segunda es “hacer de la filosofía una entidad culturalmente diversificada e identificable, como el arte, la literatura o la música”, una opción que permite el diálogo intercultural entre filosofías, pero que renuncia al tribunal de una única razón universal que pueda resolver las disputas entre las razones particulares. La tercera opción supone la cuadratura del círculo que, a partir de la convicción insobornable que la experiencia humana tiene un fondo común -convencimiento que, por cierto, define el pensamiento científico-, se puede “desarrollar un nuevo universalismo no totalizador, capaz de retomar la voluntad comprensiva del concepto, más allá de sus contextos históricos y culturales”. Garcés bautiza su paradigma con un nombre acertado: entender la filosofía universal siempre como una ‘filosofía inacabada’.

¿Puede la filosofía inacabada superar el reto Michel Houellebecq? En su polémica novela, ‘Sumisión’ (Anagrama), Houellebecq describe una sociedad francesa que se ha rendido al credo islámico. El objetivo del escritor francés no es atacar al Islam, sino a la intelectualidad francesa -esto es, al pensamiento occidental- que, con el liberalismo democrático entendido como cúspide de su desarrollo, no puede evitar derrumbarse como lo hizo el Imperio Romano, víctima de la falta de creencias suficientemente fuertes y motivadoras. La pregunta de Houellebecq apunta directamente al corazón: ¿y si la felicidad humana no radica en la autonomía, sino en la sumisión? Esta nueva ilustración radical que promueven universalistas críticos como Garcés, ¿es lo suficientemente fuerte como para resistir la decadencia o está, por culpa de su exceso de tolerancia, condenada al fracaso?

En la Francia que dibuja Houellebecq, el nativismo del Frente Nacional es derrotado por el islamismo moderado de unos hipotéticos ‘Hermanos Musulmanes’ que concurren a unas elecciones escrupulosamente democráticas porque la derecha y la izquierda tradicionales, marginadas al tercer y cuarto lugar debido a su incapacidad de construir un discurso alternativo, acaban participando de un “frente republicano amplio” contra la extrema derecha, que da la victoria al candidato islamista en la segunda vuelta. Cuando empiezan a legalizarse la segregación por sexos o la poligamia, la democracia demuestra que su principal debilidad es que se puede desmontar desde dentro. La cuestión no es si la promesa europea cae por la derecha o por la izquierda, por el nacionalismo o por la globalización, sino, como decía W.B. Yeats en ‘The Second Coming’, su poema de imaginario apocalíptico, el problema es que “The centre cannot hold”.

La dialéctica es simple: liberación, decadencia -nihilismo-, sumisión, y volver a empezar. La idea de la filosofía europea tenía mucho que ver con que el ciclo perpetuo podía detenerse en la parada de la libertad. Garcés resume así la filosofía de la libertad de Hegel, el máximo exponente de este pensamiento: “la libertad es la posibilidad de volver sobre uno mismo sin estar ligado al mundo, la filosofía es el descubrimiento de la distancia entre el sujeto y su acción en el mundo. Esta es la invención filosófica de Europa y Europa como invento de la filosofía”. Garcés también cita a Gilles Deleuze y Félix Guattari, cuando dicen que la filosofía no es griega, sino que tuvo lugar en Grecia, pero que no es fruto de una identidad, sino de unas circunstancias concretas que se pueden repetir en otros lugares del mundo. La universalidad debía concretarse a algún lugar, pero eso no quiere decir que este lugar tenga su patrimonio.

Pero el debate entre universalismo y particularismo, entre el deseo de libertad y el deseo de sumisión, no se puede resolver a priori, así que todos podemos recurrir a la nuestra experiencia personal para decidirnos. En mi caso, un millenial urbanita barcelonés conectado a las pantallas permanentemente. Si observo a mi generación, que se ha educado en un mundo con muchas menos fronteras que el de nuestros padres como es el de Internet, veo cómo el espacio digital nos restriega por las narices cada día “el fondo común de la experiencia humana”. A fuerza de exponerse a la diferencia radical de identidades, lenguas, orientaciones sexuales, creencias, etc., de una manera que sólo permiten las tecnologías de la comunicación, no puedo evitar encontrar, al modo hegeliano, una identidad en la diferencia. De este ruido de la red, que es el mismo que se escucha en la Plaza Universidad de Barcelona -donde a menudo me he topado con Garcés, sin conocerla personalmente- sale una disposición natural hacia la tolerancia, fruto del cabreo resignado con el otro mucho más que de la aceptación entusiasta.

La libertad de Hegel iba cargada de romanticismo, concibiendo el desarrollo final de la humanidad como un todo orgánico unido en la felicidad fraternal. El filósofo no supo ver que el sentimiento de decadencia, a pesar del pesimismo y la sensación de desajuste, o quizás gracias a ello, es una forma de libertad aún más madura, la auténtica última parada del pensamiento. Las respuestas iliberales, también kitsch y románticas, no sirven para nada, y Hoeullebecq no las defiende, simplemente hace de buen novelista y nos obliga a reconocer la magnitud del enemigo y la de nuestras propias debilidades. La lección que podemos extraer del provocador francés es que, si queremos ser libres, debemos conocer bien nuestra pulsión igualmente fuerte por rendirnos a la cómoda esclavitud. Garcés, que nunca renuncia a un cierto fervor revolucionario, propone un buen punto de partida para enfrentar este dilema: su filosofía inacabada abraza la insatisfacción inherente al hecho de pensar, que debería dejar fuera las tentaciones totalitarias, y, al mismo tiempo, consigue romper uno de los grandes tabúes de la izquierda: la idea de que proteger la propia forma de vida es una categoría protofascista que excluye el universalismo ético. La izquierda, o es kantiana o no será.

En su ensayo “Europa, entre la realidad negativa y la aspiración moral”, también dentro de la recopilación ‘¿Dónde vas, Europa?’, el filósofo catalán Daniel Gamper concluye “un futuro metropolitano parece la única salida viable. Las grandes urbes, a diferencia de los pueblos y las villas, se edifican sobre el anonimato y la indiferencia. La calle abigarrada, multicolor, cacofónica, de las ciudades más transitadas ofrece la única hospitalidad concebible para Europa. Todos los ciudadanos por fin refugiados en el anonimato de las ciudades, demasiado grandes para constituirse en comunidades”. No se trata, pues, de ver el sentimiento de incompletitud como un problema que hay que solucionar, sino como el gran descubrimiento de Europa, una intuición que sólo podía llegar después de muchos fracasos y, como vemos en los nombres de nuestras calles, la capacidad para recordarlos. Contra la Europa decadente que teme Houellebec, la Europa metropolitana e inacabada de Gamper y Garcès. Finalmente, creo que la mejor manera de lidiar con el inevitable desasosiego la encontramos en un lugar que no para de discutir con él mismo si forma parte de Europa o no: un poco de humor inglés.

NÚVOL