Cuando los jueces hacen política, estrujan la semántica, olvidan “el espíritu de las leyes” y muestran sus ignorancias. Cuando los jueces hacen política, se convierten en malos jueces y pésimos políticos.
“Falta política”, se dice, pero también sobran jueces haciéndola. El caso Llarena no supone una seta aislada. Más bien ejemplariza el bosque de problemas estructurales del sistema político español. Entre estos problemas destacan tres, que enumero en orden creciente de dificultad de solución.
- Un Estado de derecho degradado. Los acontecimientos de los últimos meses han mostrado un Estado que socava libertades y derechos fundamentales (libertad de expresión, libertad ideológica, presunción de inocencia); un Estado que entra en la autonomía parlamentaria y vulnera derechos de los diputados y de los representados provocando inseguridad jurídica; un Estado sin separación real de poderes; un Estado con un poder judicial heredero del franquismo que hace el ridículo en Europa, distorsiona el sentido de las palabras (terrorismo, rebelión, violencia), se inventa delitos, argumenta con una notoria pobreza intelectual y vulnera su supuesta imparcialidad; un Estado que practica la guerra sucia con actuaciones propias de organizaciones mafiosas en un contexto de autoimpunidad penal; un Estado con escandalosos índices de corrupción; un Estado en el que el fraude fiscal se sitúa en torno al doble de la media de la UE; un Estado con un Monarca, muy mal asesorado, convertido en títere de las fuerzas más reaccionarías (“a por ellos”); un Estado caracterizado por su creciente política represiva. Esta lista no pretende ser exhaustiva, pero creo que es suficiente como muestra de la degradación del Estado de derecho. Da vergüenza describir el Estado español en ámbitos internacionales.
- Una democracia que rechaza el pluralismo nacional de la sociedad española. El Estado nunca ha hecho suyo, tampoco en la Constitución de 1978, el pluralismo nacional (y lingüístico) de la sociedad española. Se trata de una sociedad que, al igual que la británica, la belga o la canadiense, muestra una “diversidad profunda” en las características nacionales de sus ciudadanos. Sin embargo, esta diversidad nunca ha tratado de acomodarse equitativamente en una democracia liberal de carácter plurinacional. Este es un tema con profundas raíces históricas y éticas. Sin reconocimiento del pluralismo nacional y sin su acomodación efectiva en los derechos, los símbolos, las instituciones, unos autogobiernos de calidad y en la proyección exterior, no quedará nunca encauzada, no digo ya solucionada, una gestión civilizada del tema nacional-territorial del Estado. Para hacerlo harían falta cambios muy profundos. Unos cambios que creo que sólo se incentivarían si vienen avalados por actores europeos o internacionales. La razón básica viene de la mano del tercer problema.
- Una cultura política basada en un nacionalismo preliberal. Este es un tema de marcos mentales. Todos los estados son nacionalistas (y con ellos, sus partidos e instituciones). No hay excepciones en el mundo. Pero hay maneras y maneras de ser nacionalista. En la época contemporánea, el Estado español ha tenido una cultura liberal débil, una cultural federal muy precaria y una cultura plurinacional inexistente. El nacionalismo español muestra unas raíces autoritarias de carácter preliberal vinculadas aún a concepciones, lenguajes, valores y reconstrucciones históricas de la España. De hecho, todos los territorios que el Estado perdió, desde México y Argentina hasta Cuba y Filipinas, tuvieron que independizarse a partir de guerras. La cultura política española refleja un profundo rechazo a la aceptación de la diferencia y del pacto, así como un autoritarismo que en la derecha está imbuido de valores reaccionarios y en la izquierda de un espíritu jacobino poco congruente con una democracia y un Estado de derecho de una sociedad plurinacional del siglo XXI. El marco mental de la mayoría de ciudadanos de Catalunya es muy diferente. Es otro país.
Hay otros problemas, especialmente en el ámbito económico: déficit fiscal acumulado de más de 200.000 millones de euros (datos del Gobierno central), falta crónica de inversiones e infraestructuras, etcétera. Pero los tres problemas descritos son más profundos y tienen consecuencias más perversas para la democracia y el Estado de derecho.
El tercer problema mencionado, imposible de solucionar a corto plazo, dificulta una solución del segundo, que los partidos hipernacionalistas españoles (PP, PSOE y Cs) ni siquiera plantean, y ambos problemas precipitan en el primero.
El sistema político español muestra varias aluminosis estructurales. Las bases para la demolición del edificio están puestas. El Estado de las autonomías resulta actualmente un planteamiento infantil. O hay profundas reformas en el reconocimiento y la acomodación político-constitucional del pluralismo nacional del Estado –posibilidades: un modelo confederal o un modelo de federalismo plurinacional– o la independencia de Catalunya será inevitable. Hoy los engaños resultan ya imposibles. Tiempo al tiempo.
LA VANGUARDIA