Los chistes de Cassandra
Enric Vila
ELNACIONAL.CAT
La condena que le ha caído a la twitera Cassandra por sus tuits sobre Carrero Blanco me ha hecho pensar en una serie de reportajes que publiqué en motivo del 25 aniversario de la muerte de Franco. El primero de todos lo dediqué a explorar el conocimiento que los jóvenes tenían de su figura, y dio un resultado curioso. Cuando preguntaba a los chicos que me encontraba por la calle quién era Franco, la mayoría sólo sabían decirme: “Era un hijo de puta”.
No sabían quién era Azaña, ni qué era el 14 de abril, ni cuándo había estallado la guerra civil, ni qué pasó el 6 de octubre, ni quiénes eran Primo de Rivera o Queipo de Llano. Sólo sabían decirme que Franco era un hijo de puta. El diario me cambió el titular aduciendo que no se podía insultar desde una cabecera seria. A pesar de la connotación irónica del título, el editor prefirió este encabezamiento: “Vale más olvidarlo, es lo que más le fastidiaría”.
Los tuits me han recordado ese resultado porque ponen de manifiesto hasta qué punto la sabiduría popular se puede instrumentalizar, si se descontextualiza bien. Lo que da miedo de los tuits de Cassandra es que van al meollo de la historia porque están escritos por una persona culta, sensible y con sentido del humor. Si ETA contribuyó a la democracia matando a Carrero Blanco quiere decir que toda la culpa de lo que ha pasado en España en los últimos 40 años no puede ser sólo de ETA y si toda la culpa no es sólo de ETA, quiere decir que alguna cosa falla.
Lo que falla se ha visto ahora con la condena de Cassandra. Falla que, a pesar de la cultura popular y los ataques de indignación que escenifican los diputados del PP y de Ciudadanos cuando se les tilda de franquistas, el ordenamiento jurídico español todavía es deudor de 1939. Guste o no, según la ley española, Franco y sus colaboradores eran buenas personas que hicieron algunas cosas malas para poder restablecer el orden.
La justicia española todavía se fundamenta en la idea de que Franco se alzó para defender la Segunda República y que fue el gobierno constituido y sus defensores los que se rebelaron. Estos fundamentos ideológicos de la legalidad vigente son los que han impedido anular el juicio de Companys, y los que hicieron caer a Garzón en el momento que metió el cuerno en los crímenes del franquismo.
Si Companys fue fusilado injustamente quiere decir que Franco y todos los que tuvieron cargos bajo sus gobiernos ocuparon el poder de forma ilegítima. Si ETA tuvo un momento de gloria, entonces ¿por qué no han sido juzgados los responsables de la dictadura, como lo han sido los terroristas que llenan las prisiones, y los diarios que les han dado cobertura de una manera u otra?
Esta contradicción entre la ley y la memoria de la mayoría de la gente ha convertido a España en un agujero negro para la inteligencia y ha obligado a los políticos a hacer juegos retóricos cada vez más confusos. A la larga, cuando se mueran los españoles que llegaron a Catalunya sabiendo que se había producido un genocidio lingüístico, es probable que los defensores de la lengua catalana nos encontremos en una situación parecida a la de Cassandra. De hecho, Ciutadans ya creció sobre el malentendido que, en el terreno lingüístico, ha provocado que el franquismo nunca haya sido juzgado.
Cuando se celebró el referéndum de Arenys de Munt del 2009 ya escribí que, una vez democratizada la derecha y la izquierda, España debería democratizar el conflicto territorial, es decir, reconocer que Catalunya es una nación hasta las últimas consecuencias. El Referéndum, igual que los chistes de Cassandra, pone de manifiesto que, mientras todos los políticos abjuran de Franco, el ordenamiento jurídico español hace todo lo contrario.
Ahora se entiende mejor por qué la ley de amnistía de 1977, en la cual los criminales se autoperdonaban a ellos mismos, ha sido denunciada por la ONU. Ahora se ve que los comunistas y algunos nacionalistas se vendieron al Estado, exactamente como si Junqueras aceptara renunciar al referéndum a cambio de ser presidente de la Generalitat –cosa que es, más o menos, lo que se vio obligado a hacer Pujol después de ser torturado y sufrir un consejo de guerra-.
Un Estado que se despide de Fraga con honores y considera que un exfranquista como Pérez de los Cobos es apto para presidir al Tribunal Constitucional, no tiene más remedio que condenar a Cassandra y decir que ETA y el Referéndum son lo mismo. Todo es muy sencillo. A cambio de permitir que la gente se pudiera desahogar en los mítines y las sobremesas, el Estado español ha honrado el alzamiento de Franco. Así las cosas uno entiende que de aquí a 200 años Franco pueda sea considerado un estadista y el excelentísimo almirante catalán Cristobal Colón un pobre campesino genovés.
No es solo Carrero Franco
Carlos Hernández
Zona Crítica de eldiario.es
Creo, sinceramente, que es un error enfocar la defensa de esta tuitera con el argumento de que su actuación era inocente porque “solo era humor”. ¿Y si no lo fuera… qué? ¿Acaso no es legítimo alegrarse de la muerte de Carrero Blanco?
“Perderéis como en el 36”, anunciaba en El Mundo, la pasada semana, un amenazante Sánchez Dragó. “El pucherazo del 36”, titulaba Jiménez Losantos su artículo justificando el golpe de Estado franquista y la posterior dictadura. “Vienen a por nosotros, exactamente igual que en el 36 nos vinieron a buscar para asesinarnos en las cunetas”, remataba Salvador Sostres en la radio episcopal, haciendo un ejercicio perfecto de revisionismo franquista. Si los revisionistas alemanes niegan la existencia de las cámaras de gas, los nuestros no se quedan atrás: convierten la República en dictadura, el franquismo en democracia y hasta se atreven a intentar apropiarse de esas “cunetas” en las que yacen los más de 100.000 hombres y mujeres a los que sus abuelos asesinaron por haber defendido la libertad.
Cada día que pasa son más los periodistas, historiadores, fiscales, jueces y políticos españoles que deciden salir a la calle vistiendo la camisa azul con el yugo y las flechas grabados en color rojo sangre. Hasta ahora, la mayoría de ellos, la tenían escondida en su armario, protegida con una sobredosis de naftalina. Los domingos, al volver de misa, del fútbol o de tomar el vermut, se encerraban en su dormitorio y se la enfundaban para confirmar, satisfechos ante el espejo, lo bien que les quedaba esa indumentaria marcial. El orgullo que sentían en esos breves instantes, se tornaba en tristeza al saber que no podrían volver a lucirla públicamente.
Ahora, por fin, todo ha cambiado y el azul fascista, ligeramente teñido para guardar unas mínimas apariencias, vuelve a estar tan de moda que ya no resulta una vergüenza exhibirlo en los juzgados, las radios, los periódicos y hasta en el propio Parlamento.
Los “padres” (no hubo madres, lamentablemente) de la Transición se dividieron entre franquistas reconvertidos y demócratas temerosos de que cualquier paso demasiado avanzado provocara un nuevo golpe de Estado. Aquellos políticos monárquicos, centristas, socialistas y comunistas pensaron que el objetivo, la democracia, bien valía pagar cualquier tipo de peaje. Los hijos del “Generalísimo” exprimieron la fuerza de sus pistolas y lograron que se despreciara a las víctimas de la dictadura, se otorgara impunidad y privilegios de todo tipo a sus verdugos, se olvidara a quienes murieron o aún se pudrían en el triste exilio francés por haberse enfrentado al totalitarismo… y, relacionado con todo ello, y quizás lo más grave, consiguieron impedir una revisión oficial detallada y rigurosa de nuestra Historia reciente.
Quizás en aquellos años de sables y plomo, de finales de los 70 y comienzos de los 80, no se pudo hacer mucho más. Lo que es inexplicable e injustificable es que, a día de hoy, no se haya corregido el dislate. Y, lo que es peor, que insistamos una y otra vez en repetirlo. Nuestros ingenuos políticos democráticos creyeron que apaciguarían a la bestia haciéndole todo tipo de concesiones. Paradojas de la Historia, cometieron el mismo error que Francia y Reino Unido, cuando suscribieron el vergonzoso pacto de Munich creyendo que así contentarían a Hitler y evitarían la guerra. Por eso es tan bueno conocer el pasado; por eso no quieren que miremos hacia atrás. Porque si lo hubiéramos hecho durante aquella Transición, habríamos sabido, perfectamente, que es imposible calmar a la bestia.
En estas últimas décadas los hijos y nietos, tanto ideológicos como biológicos, de aquellas multitudes que estiraban el brazo y enronquecían cantando el Cara al Sol, habían permanecido en estado latente. Se tomaban sus vinos en Casa Pepe y hablaban franquista en la intimidad. Públicamente solo saltaban a la yugular cuando alguien pedía Justicia, Historia y Memoria; no podían decir abiertamente que eran franquistas, así que sacaban el manual: “Queréis reabrir heridas”, “hay que dejar de mirar hacia atrás”, “con los problemas que tenemos en España y vosotros hablando del pasado…”. Y así, con la inestimable ayuda de una izquierda acomplejada que se ha negado a dar la batalla dialéctica, histórica e ideológica, han ido resistiendo hasta que los vientos en Europa han vuelto a soplar a su favor.
Hoy estamos a un paso de que ser franquista/fascista sea tan políticamente correcto como no serlo. Son diarios convencionales, radios de máxima audiencia, editoriales de inmaculada reputación los que se utilizan para legitimar la dictadura y justificar sus decenas de miles de asesinatos. Es el presidente del Gobierno el que se enorgullece públicamente de inutilizar la Ley de Memoria Histórica dejándola sin un solo euro de presupuesto; son políticos del partido gobernante los que humillan a las víctimas del franquismo en el Parlamento; son jueces los que se niegan a exhumar los restos de personas asesinadas; son fiscales y magistrados los que, aplicando una ley aprobada por diputados de izquierdas y derechas, acusan y condenan a una joven por hacer un chiste sobre Carrero Blanco.
Lo que le ha pasado a Cassandra es solo un paso más en esa dirección de blanquear el franquismo y criminalizar a quienes combatieron contra él. ¿Se imaginan a un alemán juzgado por aplaudir el atentado contra Hitler de 1944? ¿Es posible que hoy en día una italiana acabe en la cárcel por congratularse del linchamiento de Mussolini? Evidentemente, no.
Creo, sinceramente, que es un error enfocar la defensa de esta tuitera con el argumento de que su actuación era inocente porque “solo era humor”. ¿Y si no lo fuera… qué? ¿Acaso no es legítimo alegrarse de la muerte de Carrero Blanco? Tan legítimo como apenarse porque los conjurados de la Operación Walkiria fracasaran en su intento de matar a Hitler. O como congratularse por el atentado que acabó con la vida del carnicero de Praga, Reinhard Heydrich. O como decir abiertamente que hubiera sido estupendo que ETA, el GRAPO o un paisano de Murcia hubiera matado a Franco en 1970, o mejor aún en 1960. O afirmar sin tapujos que hubiera sido extraordinario que algún guerrillero hubiera hecho saltar por los aires al dictador en 1945.
Solo el miedo, la desmemoria, la Historia adulterada y el acomplejamiento en que vivimos desde la Transición pueden explicar que, decir esto, parezca casi escandaloso. Carrero Blanco era el presidente del Gobierno de la dictadura y su currículum no tuvo desperdicio: formó parte del golpe de Estado que acabó con la democracia, fue uno de los sustentadores de la brutal represión que sufrimos durante 40 años, fue valedor de criminales de guerra nazis a los que protegió tras la guerra para evitar que cayeran en manos aliadas… y era el hombre que estaba llamado a suceder a Franco y a prorrogar su régimen totalitario.
Por esta última razón, especialmente, su muerte fue, sin ningún lugar a dudas, positiva para nuestro país. Hay que decirlo así de claro, sin medias tintas porque es la verdad. Si no damos y ganamos la batalla de los datos, los hechos y la Historia, serán ellos quienes impongan sus mentiras revisionistas.
Lo triste es que, como decía antes, no parece que hayamos aprendido de los errores. El mismo día en que Losantos, Sostres y compañía hacían su defensa cerrada y “argumentada” del franquismo, se presentaba en Madrid el libro Elogio del olvido. Al acto asistieron políticos, periodistas e historiadores marcadamente progresistas. El catedrático emérito de la Complutense, José Álvarez Junco, resumió el sentido del libro, del acto y del ambiente que se sigue respirando en buena parte del centro y la izquierda española: “El exceso de memoria puede detener el avance de las naciones. ¿Es siempre necesario pedir verdad y justicia? Sí, salvo que eso afecte a la paz y a la convivencia en democracia”. No hay más que añadir. Ocho décadas después, seguimos creyendo que seremos capaces de apaciguar a la bestia.
Las libertades y las penas
JOSEP RAMONEDA
El País
“De todos sus ascensos, el último fue el más rápido”. En este periódico se recordaba este chiste sobre Carrero Blanco de Tip y Coll, dos humoristas forjados en las pequeñas transgresiones de la televisión española del tardofranquismo, que hoy podría haberles reportado pena de cárcel. ¿Cuántas condenas habrían acumulado en este país Hara-Kiri o Charlie Hebdo? ¿O los tuits de Donald Trump? El caso de la estudiante de historia Casandra Vera, condenada a un año de cárcel por unos chistes sobre el expresidente del Gobierno de Franco, viene a culminar una serie de despropósitos urdidos en torno a conceptos tan vagos como el odio o la humillación a las víctimas del terrorismo.
Nada hay más peligroso que meter el Código Penal en la senda de lo subjetivo. ¿Cómo se valora el odio? ¿Qué significa ser humillado? ¿Quiénes pueden ser objeto de humillación y quiénes no? ¿Es lo mismo humillar a una víctima inocente que a un tirano? La tipificación penal requiere objetividad y precisión si no se quiere entrar en una senda extremadamente peligrosa. Y más todavía cuando se trata de una cuestión tan sensible como la libertad de expresión en que el juicio de una persona siempre es susceptible de producir indignación o irritación en otras. Por este camino, volverán las condenas por blasfemia y se abre la vía a la restricción de la crítica política por presunción de odio y resentimiento.
La condena la ha dictado la Audiencia Nacional y, por tanto, hay que entender que se ajusta a derecho. Y si es así es evidente que la responsabilidad del disparate recae en el Gobierno del PP, que en la reforma del Código Penal de 2015 dio un baldeo a una libertad tan fundamental como la de expresión. Hace ya tiempo que los Gobiernos consideran que en nombre de la lucha contra el terrorismo todo les está permitido.
Decía el viejo Mitterrand que todas las heridas a la libertad de expresión son mortales. Y resulta incomprensible que la oposición no ponga en marcha una verdadera ofensiva parlamentaria para restaurar una libertad tan fundamental. En tiempos de miedo e incertidumbre una izquierda temerosa de parecer débil a ojos de los ciudadanos es capaz de caer en penosas componendas.
Pero el caso de Casandra Vera plantea también otra cuestión acuciante. La naturalidad con que se considera la pena de cárcel como castigo adecuado para cualquier delito. Estamos instalados en una cultura represiva en que parece que la cárcel sea el recurso para todo. Privar de libertad a una persona es algo muy radical, de lo que no se puede abusar y con lo que no se puede frivolizar. Es un debate antipático, enormemente difícil de llevar a la escena pública, porque va contra las ideas recibidas y perfectamente metidas en los cerebros de los ciudadanos. Se condena a una persona a quince años y mucha gente se indigna porque les parece poco.
La cárcel es una medida de una extraordinaria gravedad que en una sociedad civilizada debería utilizarse con enorme mesura. Y desde luego no debería banalizarse aplicándola a delitos —como el que nos ocupa— en los que nada justifica que se saque a una persona de la circulación. Es además un castigo que se administra de modo manifiestamente discriminatorio. ¿Mientras Casandra Vera recibe la notificación de su sentencia, cuántos acusados por delitos económicos estarán negociando con los fiscales la reducción de sus penas a cambio de dinero? ¿Y cuánto tiempo se demora la entrada en prisión de un condenado en función de los recursos que puede aplicar a su defensa?
La exploración de penas alternativas debería ser prioridad en la agenda de una sociedad avanzada. Por razones de dignidad pero también prácticas: la cárcel ha demostrado que opera más como escuela de delincuencia que de reinserción.
El odio o la humillación a través de la opinión no se curan con el Código Penal. Son cuestiones de convivencia, de socialización y de educación. Prohibiendo su expresión lo que se consigue es otorgarles mayor presencia en la sociedad espectáculo. En la época de las redes sociales, la pretensión de atajar penalmente los exabruptos de la red es ridícula. No es con la cárcel sino con el uso público de la palabra que hay que combatir las mentiras y los odios, los despropósitos y las humillaciones.